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Presentada en sociedad

Un golpe seco en la puerta la sacó del sueño. Livia parpadeó, desorientada. No se dio cuenta en qué momento se había quedado dormida. Cuando salió del despacho la noche anterior, había subido las escaleras en silencio y cuando llegó a la habitación, solo se lanzó en la cama y lloró, lloró hasta que el cansancio la venció.

Parpadeó desorientada. La luz que se colaba entre las cortinas indicaba un nuevo día. Se incorporó lentamente, con el cuerpo entumecido y los ojos hinchados por el llanto de la noche anterior.

— ¿Señora Fabbiani? —Se oyó la voz de una mujer al otro lado de la puerta— ¿Se encuentra bien?

La palabra señora la estremeció. Por un segundo, no comprendió que se referían a ella.

Se levantó con torpeza, aún con el vestido que usó en la cena de la noche anterior y abrió la puerta con cautela. Del otro lado estaba una mujer de unos cincuenta años, con el cabello recogido en un moño estricto y el delantal impecable.

—Disculpe que la despierte —dijo con cortesía—, pero son las diez y el desayuno está listo desde las ocho y media. El joven Fabbiani salió muy temprano esta mañana y nos pidió que no la molestáramos, pero comenzamos a preocuparnos al no verla bajar.

Livia se frotó los ojos, avergonzada.

—Lo siento… no me di cuenta de la hora. Al parecer nunca lo hago desde que estoy aquí.

La mujer le sonrió con gentileza.

—No se preocupe, señora. Le subiré algo ligero mientras se cambia. Luego, si gusta, puede conocer un poco la casa. El joven dejó instrucciones para que se le facilite todo lo que necesite.

Livia asintió aliviada de que al menos las personas que trabajaban en esa mansión fueran amables con ella. La mujer se retiró sin más palabras, dejándola nuevamente sola en aquella habitación tan elegante como ajena.

Caminó hasta el gran ventanal y corrió apenas las cortinas. El jardín era amplio y hermoso, con una fuente en el centro y bancos de mármol rodeados de rosales. Pero no había nadie. La mansión entera parecía vacía, salvo por lo hombres vestidos de negro vigilando, la mujer del delantal que había tocado su puerta y el hombre canoso que los recibió apenas llegaron.

Suspiró y se lavó el rostro en el baño, y buscó algo de ropa en el armario. Todo era nuevo. Vestidos de diseñadores, zapatos que jamás habría podido usar, pues en el convento se usaban otros tipos de zapatos, y vestimenta.

Eligió un conjunto simple, unos jeans largos no muy ajustados y una blusa manga larga color salmón. Minutos después, una bandeja con café, frutas y pan tostado llegó a su cuarto. La dejó en la mesita junto al ventanal y comió en silencio, sin apetito real.

Dante no estaba. Y le gustaba, porque le daba un respiro. Su presencia la intimidaba y no hacía más que meter la pata. Al parecer todo lo que decía o hacía estaba mal para él.

Livia apenas había terminado de arreglar la habitación cuando escuchó pasos firmes en el pasillo. Un segundo después, la puerta se abrió sin previo aviso. Dante entró sin pedir permiso, con su presencia imponiendo el mismo silencio que una orden. Llevaba traje oscuro, elegante como siempre, y en su rostro se leía la seriedad de quien había tenido un día largo y cargado.

Sus ojos recorrieron la habitación hasta detenerse en ella.

—Arréglate para esta noche, saldremos a una cena benéfica.

Livia, que aún no había terminado de vestirse del todo, lo miró con sorpresa.

— ¿Una cena?

—Sí. La fundación Russo. Asistirá toda la vieja mafia, empresarios, políticos, los mismos buitres de siempre. Y tu deber como mi esposa, es estar a mi lado.

La palabra deber le caló hondo, pero no dijo nada.

—Te traerá un vestido. No tardarán.

Sin más, se giró para marcharse, pero antes de cerrar la puerta se detuvo y dijo:

—No tardes, no me gusta esperar.

A las siete en punto, Livia bajó las escaleras. Las personas que la ayudaron a arreglarse la habían dejado irreconocible. El vestido era un diseño ajustado, de terciopelo negro, con los hombros al cubierto y una abertura en la pierna que dejaba poco a la imaginación. El escote era elegante, el maquillaje suave y su cabello suelto, peinado en ondas, completaban una imagen que ella misma no reconocía en el espejo.

Dante la esperaba al pie de la escalera. Cuando la vio, se quedó en silencio. No lo expresó con palabras, pero sus ojos hablaron. La recorrieron entera, desde los tobillos hasta los labios, con una mezcla de posesión y sorpresa. Estaba atónito ante la mujer que tenía frente a él, tan hermosa, tan joven y tan pura. Quería tomarla, ahí en las escaleras, quería tomarla, subir a su cuarto y arrancarle el vestido y quitarle su virginidad.

—Vámonos —dijo al fin, sacudiendo sus perversos pensamientos mientras le abría la puerta de la limosina.

El trayecto fue silencioso al principio. Ella miraba por la ventana; él, por el reflejo en el cristal, la miraba a ella. Livia sentía su mirada, sentía como la observaba y ella no sabía cómo sentirse. Finalmente, incómoda y sin saber por qué, rompió el silencio.

— ¿Con cuántas mujeres has estado?

Dante parpadeó ante su interrogación. No era la pregunta que esperaba. No de ella. Su curiosidad le causo un poco de gracia. La miró con los labios apenas curvados.

— ¿Siempre haces preguntas así de directas?

Ella bajó la mirada, arrepintiéndose un poco.

—Pues nunca había estado casada, estudiaba para ser monja, así que me gustaría saber que tanto es tu recorrido.

—No sabría darte un número —dijo al fin, con calma. —Algunas pasaron por mi cama. Ninguna se quedó. Y esta noche, serás la primera en quedarte.

Sus miradas se cruzaron, por primera vez sin tanta distancia. Por un instante Livia creyó ver a otro hombre, pero ese instante pasó tan rápido como llegó. La limosina se detuvo. Dante salió primero y le tendió la mano, ella la tomó con firmeza y salió de la limosina disimulando los nervios que la estaban invadiendo. Cuando se posó junto a él para entrar juntos, sintió su mano en la parte baja de la espalda, su piel se erizo cuando Dante al oído le susurró:

—Ya es momento de tener nuestra noche de bodas.

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