La mansión Fabbiani era tan silenciosa por las mañana que resultaba inquietante. Todo estaba perfectamente ordenado, tan impecable que parecía inhabitable. Livia terminó su desayuno sola en el comedor. Dante había salido temprano, como siempre desde que se habían casado. Nadie le indicó que debía hacer ni a dónde ir, así que decidió que ya era momento de dejar de esperar indicaciones.
Esa era su casa ahora, o al menos eso decían.
Así que empezó a caminar.
Primero fue por los pasillos del ala principal. Los cuadros antiguos de hombres con mirada severa y mujeres de rostro gélido colgaban en filas perfectas. Livia sintió que todos la observaban, como si juzgaran cada paso que daba con sus delicadas zapatillas de satén. Las criadas bajaban la cabeza al verla y los pocos empleados que se cruzaban con ella se limitaban a saludar con un seco pero educado “signora”.
Era un mundo donde todos sabían algo que ella no. Subió una escalinata de mármol que no había notado antes. La llevó a una galería con ventanales altos y cortinas gruesas. Al fondo, una puerta de doble hoja. Cerrada. Intentó girarla. Cerrada con llave. Al dar media vuelta, notó una figura: un hombre de traje negro, alto, de rostro cuadrado y expresión impenetrable, la miraba desde el final del pasillo.
—Esa ala está prohibida, signora —dijo con tono amable.
— ¿Prohibida? —repitió Livia.
—Solo el joven Fabbiani tiene acceso. Por su seguridad, le recomiendo que no lo olvide.
Livia tragó saliva. Asintió, fingiendo obediencia, pero la curiosidad ya había hecho nido en su pecho.
Bajó por otro pasillo, y esta vez llegó a la biblioteca. Una sala inmensa, cálida, con olor a madera vieja y cuero. Se sintió a salvo entre los libros, así que tomó uno al azar y se sentó en un sillón cerca de la ventana.
Pasaron minutos… o quizá horas. Hasta que algo en la esquina del mueble llamó su atención. Un cajón entreabierto. Dentro, una carpeta negra. Sin nombre. Solo una letra bordada en dorado: S.
Abrió la primera hoja. Había recortes de periódicos, fotos en blanco y negro de edificios quemados, nombres tachados con tinta roja. Y un rostro que reconoció. El de su padre.
Livia cerró la carpeta de golpe, con el corazón latiendo salvajemente. Dio un paso atrás. Miró a su alrededor. Nadie. Pero sintió el paso del secreto clavado en su nuca. Con paso veloz, Livia salió de la biblioteca y volvió a su habitación, donde esperaba, fuera el lugar más seguro para ella. Pero su angustia se incrementó, cuando una de las empleadas tocó su puerta para decirle que Dante pasaría por ella para ir a cenar. Livia se preguntó cuándo Dante dejaría de mandarle recados con las empleadas y proporcionarle un móvil. No era como que fuera a llamar a alguien para que la rescatara. No tenía a quien llamar, en realidad.
El motor del auto rugía suavemente mientras recorrían la carretera, alejándose de la ciudad hacia las colinas del norte. Era una noche templada, con el cielo limpio y algunas estrellas asomadas tímidamente entre las nubes. Dante conducía con una sola mano, la otra descansaba sobre su muslo, relajada. Siempre y su expresión era seria, aunque no tensa. Livia iba a su lado, vestida con un abrigo claro y el cabello recogido de forma sencilla.
El silencio se había instalado entre ellos desde que salieron de la mansión, pero esta vez no era incómodo… era expectante.
Livia, jugando con los dedos sobre su regazo, decidió arriesgarse.
— ¿Tienes algún color favorito?
Dante entrecerró los ojos, sin apartar la vista del camino.
— ¿Color favorito?
—Sí —dijo ella, con una leve sonrisa— el mío es el azul celeste. El del cielo cuando está apunto de llover.
Dante soltó una pequeña sonrisa, como si no pudiera evitarlo. Livia lo miró atónita.
—Nadie me había preguntado algo así en toda mi vida.
—Es porque en tu mundo a nadie le importa esas cosas.
—Puede ser. Mi mundo no gira en torno a colores favoritos, Livia.
—Ya lo sé —replicó ella.
Dante la miró de reojo.
—Negro —dijo él, acabo de unos segundos.
— ¿Qué?
—Mi color favorito. Es el negro. Por simple. Por práctico.
Livia asintió, como si lo estuviera anotando mentalmente.
— ¿Y cuál es tu comida favorita? ¿Hay algo que te guste más?
— ¿Estás haciendo una lista?
—Tal vez. Necesito conocerte.
Dante sonrió. Una sonrisa corta, rápida… pero sincera.
—Pasta alla norma. De Sicilia. Mi abuela la hacía con berenjenas frescas del jardín.
Livia sintió un nudo en el pecho. Por primera vez lo escuchaba mencionar algo familiar. Algo tan personal. Notó un brillo diferente en su mirada cuando recordó a su abuela. Quiso preguntar más sobre su abuela, o sus padres, pero no quería ser tan atrevida. Temía que si hacía una pregunta osada, Dante volviera a cerrarse con ella.
— ¿Y animales? —preguntó algo más sencillo. Aquella pregunta no podría ofenderlo.
Dante negó con la cabeza, divertido.
—Livia, no estamos en una entrevista para niños del convento.
—Ya te lo dije, necesito conocerte. No solo al jefe de la mafia. Quiero conocer al hombre con el que me case, sus gustos más sencillos. Si prefieres café o té. Quiero conocer al hombre que hay detrás del apellido Fabbiani.
Él dejó escapar un suspiro y bajó la velocidad al girar hacia un restaurante rústico, elegante pero apartado.
—No sé si existe un hombre detrás del apellido. Tal vez ese hombre murió con mi padre.
—Entonces déjame encontrar lo que quedó.
Por primera vez, Dante no respondió con burla ni evasiva. Solo la miró antes de apagar el auto. Sus ojos oscuros estaban llenos de algo que Livia no supo descifrar. ¿Curiosidad o tal vez… preocupación? Porque empezaba a entender que esa muchacha con voz suave y corazón transparente no estaba hecha para ese mundo. Y sin embargo… ya estaba dentro.
Dante desabrochó su cinturón y se acercó a Livia mientras su mirada se clavaba en sus labios, Livia sintió tanta cercanía que comenzó a temblar, sus manos comenzaron a sudar. Podía escuchar los latidos de su corazón acelerados, cerró los ojos esperando… hasta que escuchó el click de su cinturón desabrochándose.
—Ya llegamos —advirtió Dante acomodándose en su asiento.
Livia suspiró aliviada, pues le intimidaba mucho aquel hombre, pero sabía que tarde o temprano, él buscaría momentos de afectos, pues aunque era un hombre frío, estaban casados y tendrían que consumar su matrimonio.