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El contrato no firmado

Dante dejó lentamente la copa de vino sobre la mesa. La miró durante un par de segundos que se sintieron eternos.

—Lo siento, no me di cuenta de la hora —trató de explicarse.

—En esta casa la puntualidad no es una sugerencia.

Livia asintió de inmediato, bajando la cabeza.

—Entiendo. No volverá a pasar.

—Me asegurare de que así sea.

Ella caminó hacia su asiento en silencio, con la garganta seca.

Un mayordomo sirvió la comida. Livia bajó la vista a su plato, pero el hambre había desaparecido. Solo podía sentir los ojos de Dante sobre ella… y la tensión que, al parecer, recién comenzaba.

Livia hundía el tenedor en la comida, apenas moviéndola de un lado a otro del plato. El filete estaba perfectamente cocido, las papas con romero desprendían un aroma delicioso, y las verduras al vapor mantenían su color vivo.

Pero nada de eso lograba abrirle el apetito.

Sentía un nudo en el estómago que ni siquiera el baño caliente había logrado aliviar.

Dante la observaba en silencio desde la cabecera, cortando su carne con precisión, sin apuro. No decía ada, pero cada vez que alzaba la vista, su ceño se fruncía un poco más.

Hasta que habló.

— ¿Hay algo malo con la comida?

Livia levantó la cabeza, sorprendida.

— ¿Qué? No… está bien. Solo… no tengo hambre.

Un silencio pesado cayó entre ambos.

Dante dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato con lentitud, limpiándose los labios con la servilleta de lino. Su mirada se clavó en ella.

—No me gusta que las personas desperdician la comida.

Ella parpadeó, confundida por la brusquedad.

—Lo siento. Es solo que estoy un poco nerviosa —intentó excusarse.

—Eso no es excusa suficiente —dijo él seco— aquí se come lo que se sirve. Al menos, lo que tú tengas el privilegio de tener a la mesa.

Livia sintió el calor subirle al rostro.

—No quise ofenderte.

Dante se recostó en el respaldo de la silla, cruzando los brazos.

—-De niño, comía pan duro cuando había suerte… y cuando no, me iba a la cama con el estómago vacío.

Livia se sorprendió ante aquella confesión de su esposo. No la conocía y aun así, le había revelado una parte de su vida. Ella bajó la mirada, avergonzada, y tomó el tenedor. Obligó a su mano a moverse, aunque sentía que cada bocado era de piedra.

Después de unos minutos. Dante volvió a hablar.

—Cuando termines de cenar iremos a mi despacho.

Livia lo miró confundida.

— ¿Tu despacho?

—Sí. Te daré algunas indicaciones. No me gusta repetir las cosas más de una vez.

Y volvió a concentrarse en su plato, como si nada más importara.

Livia bajó la mirada, tragando con esfuerzo el trozo de carne. Aquella casa no era un hogar. Y ese hombre no era su esposo. Era su dueño.

Los pasos de Livia resonaban suaves detrás de los firmes de Dante, que caminaba unos pasos por delante de ella por un pasillo silencioso. No intercambiaron palabra desde que terminaron de cenar.

Al llegar a una gran puerta de madera oscura, él abrió sin esfuerzo y entró primero. El despacho era amplio, con estanterías repletas de libros, una chimenea apagada, y una alfombra persa que silenciaba parte del suelo de mármol. En el centro, un escritorio antiguo de madera maciza. Detrás, una silla de respaldo alto. Delante solo una.

—Siéntate —ordenó él, sin mirarla caminando hacia el escritorio.

Livia obedeció en silencio, sentándose con las manos entrelazadas sobre el regazo. Se sentía pequeña en aquel lugar, como una intrusa. Como una pieza ajena en un tablero al que no le habían pedido jugar.

Dante se acomodó frente a ella, se quitó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de su silla. Luego, la miró por primera vez desde que entraron.

—Te diré cómo funcionan las cosas conmigo, Livia. Quiero que prestes mucha atención.

Ella asintió, tragando saliva.

—Tu apellido ahora es Fabbiani. Eso significa que todo lo que hagas, digas o muestres al mundo… me representa a mí.

Livia lo miró, sin decir nada.

—En esta casa hay reglas. No saldrás sola. No hablarás con nadie fuera de este lugar sin mi autorización. Y mucho menos dirás una sola palabra sobre lo que veas o escuches aquí dentro.

— ¿No puedo hablar con mis padres? —preguntó en voz baja, insegura.

Dante entrecerró los ojos, su voz volvió más baja… pero aún más firme.

—Tus padres firmaron tu sentencia cuando aceptaron este matrimonio. Ahora estás bajo mi protección. Pero también bajo mis órdenes.

Livia desvió la mirada al suelo. Apretó las manos con fuerza, como si pudiera evitar quebrarse. Aquellas palabras la desmoralizaron completamente. Sus padres la habían vendido por salvarse el pellejo, el error de su padre lo iba a tener que pagar ella.

— ¿Y si no puedo con esto y quiero renunciar? —susurró, apenas audible.

—Tal vez tus padres no te hayan hablado del todo sobre la situación. Si te pedí como pago del error de tu padre, pero no pienso obligarte a nada, si no quieres estar más aquí, házmelo saber y le cobrare su error a tu padre.

Un silencio denso cayó entre ambos. Luego, Dante se puso de pie y rodeó el escritorio, caminando lentamente hacia ella. Livia sintió su presencia justo detrás de su silla. Su espalda se tensó.

—Ya aprenderás, Livia. A representar lo que eres ahora: la esposa del hombre más poderoso de Italia.

Ella alzó la vista, lentamente. Su piel se erizo ante las palabras de su esposo, o su carcelero.

—Puedes irte a dormir.

Dante giró lentamente sobre sus talones y volvió a su silla. Se sentó con calma, apoyando nuevamente los codos sobre el escritorio. Livia parpadeó, sorprendida. No esperaba que terminara así.

— ¿No dormiremos jun…?

Dante sonrió apenas, una mueca que no alcanzaba a suavizarle el rostro.

—No, Livia. No habrá noche de bodas hoy. Pero no te confundas. La habrá.

El silencio cayó como un bloque de mármol entre los dos. Ella desvió la mirada al suelo, aliviada por las palabras de Dante, aunque no del todo, sabía que no podía escapar de su destino, pero al menos esta noche podría dormir tranquila.

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