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Una jugada en el tablero

El salón brillaba con luz dorada y risas falsas. Candelabros imponentes colgaban del techo como coronas invertidas, y las paredes estaban adornadas con cortinas de terciopelo rojo y retratos antiguos. Meseros se deslizaban con bandejas de champagne entre mesas decoradas con centros de flores blancas. Todo era lujo y poder. Cuando Dante entró con Livia, todas las miradas se posaron sobre ellos, las mujeres la miraban con recelo mientras los hombres intentaban no observarla por mucho tiempo. Todos saludaban a Dante con una inclinación de cabeza respetuosamente.

Livia aprovechó que Dante estaba hablando con un grupo de personas que le había presentado y se escabulló a un costado del salón, cerca de una de las columnas de mármol. Su vestido negro hacía contraste con su piel clara, y aunque su porte era elegante, sus ojos revelaban su incomodidad.

Observa de lejos a Dante. Como se movía entre la gente con las seguridad de un hombre que sabía exactamente quién era y qué lugar ocupaba en ese mundo. Saludaba políticos, empresarios, líderes de familias influyentes. Su tono era firme, su sonrisa medida como si la fuera practicado para esta ocasión. Todos querían estar cerca de él. O temían no estarlo.

De pronto un rostro familiar apareció entre la multitud.

—Livia.

Se giró sorprendida. Era su madre.

Lucía impecable, como siempre, con un vestido color perla y un peinado recogido que no había movido ni un centímetro. Junto a ella, su padre, con el rostro tenso y los ojos cansados.

— ¿Cómo has estado? —preguntó su padre con un tono de preocupación en su voz.

—Estoy bien papá.

Livia bajó la mirada.

— ¿Se está portando bien contigo? —preguntó su padre.

—La pregunta que debemos hacerle a Livia, cariño, es ¿si se está portando bien ella?

— ¿Qué hacen aquí? —Livia ignoró la pregunta de su madre, quien no parecía sentir ningún interés por cómo estaba llevando su hija aquel matrimonio.

—Tu padre aún trabaja para tu esposo y esperamos a que siga así, por eso te pedimos que hagas todo lo posible por mantener el acuerdo.

El acuerdo. Una palabra que pesaba como un grillete invisible para los tres.

—Ve con tu esposo y compórtate, Livia —le susurró su madre, antes de alejarse con una copa en la mano.

Su padre abrió la boca para decir algo pero fue interrumpido por un hombre de cabello canoso, lo tomó por el hombro muy amistosamente y Livia le agradeció mentalmente, aprovechando así para escaparse.

Volvió a buscar con la mirada a Dante. Cuando lo encontró, estaba de pie junto a una mujer rubia, alta, de curvas pronunciadas y unos labios de un rojo intenso. La mujer reía inclinándose hacia él más de lo necesario, colocaba su mano sobre el brazo de Dante con descaro. Los ojos de la rubia, brillaban con coquetería.

Livia no sabía que sentir o hacer. Estaba casada, sí, pero no por amor. Ni siquiera conocía a ese hombre, pero si sabía que los votos debían de respetarse. Y Dante no parecía molesto. Sonreía. No como lo había visto sonreírles a otras personas. Esta era una sonrisa auténtica. Cómoda. Livia no sintió celos, no lo amaba. No podía amar a un hombre que había comprado su libertad con un anillo.

Pero si la inquietó algo. Una pregunta o… tal vez dos.

¿Alguna vez me mirará así?

¿Algún día esa sonrisa será para mí?

Inspiró hondo. Se obligó a apartar la mirada. Porque sabía la respuesta.

Livia que jamás había bebido una gota de alcohol, le quitó una copa de champagne a un mesero que iba pasando cerca de ella. Apretó la copa con más fuerza de la necesaria. Enderezó la espalda, elevó el mentón con una dignidad nueva —robada de algún rincón oculto de su interior—, y cruzó el salón decidida, abriéndose paso entre los invitados.

Mientras más se acercaba, más podía escuchar la risa de la rubia que retumbaba entre las paredes del salón como una campana fastidiosa. Era evidente que conocía bien a Dante. Pero Livia no era estúpida, había pasado los últimos años en un convento, sí. Pero no era ingenua.

Al llegar a ellos, colocó una mano en el brazo de Dante. Él se giró al sentirla. La rubia también.

—Querido —dijo Livia con una sonrisa serena, ocultando la tensión de sus palabras —, te estaba buscando.

La rubia ladeó la cabeza, confundida. Dante no respondió de inmediato. La miró con sorpresa…luego entrecerró los ojos como si evaluara algo nuevo en ella.

— ¿Querido?

—Soy la esposa —dijo Livia antes de que Dante pudiera intervenir. Sus ojos se clavaron con intención en los de la mujer, y aunque su sonrisa seguía en su rostro, su tono fue claro —.No hemos sido presentadas. ¿Usted es…?

La mujer frunció los labios, incómoda. Dio un paso atrás, como si el juego se hubiese roto.

—Una vieja amiga. Solo eso.

—Interesante —respondió Livia, soltando el brazo de Dante con la misma gracia con la que lo había tomado —estoy segura de que Dante aprecia mucho la lealtad… especialmente en sus amistades antiguas.

Dante soltó una pequeña exhalación, casi una risa disimulada. La rubia entendió la indirecta y se despidió con una sonrisa tensa antes de alejarse entre la multitud.

Livia no lo miró. Solo alzó la copa y bebió un sorbo, serena.

—No quiero ser una molestia —dijo entonces, aún sin mirarlo— solo quería recordarte que estoy aquí.

Y sin esperar respuesta, se dio media vuelta y se alejó, dejando tras de sí el eco de una presencia que, por primera vez, comenzaba a hacerse notar. Dante la siguió con la mirada. No sonreía. Pero por primera vez… parecía intrigado.

Livia esperaba en una esquina a que las horas pasaran volando y pudiera irse y encerrarse en su habitación. No se había vuelto a ver con Dante, no quería verlo, aunque sabía que era inevitable un encuentro con él, pues estaban casados y vivían en la misma casa. Sintió consuelo cuando pensó que al menos tenía una habitación para ella, donde podía estar a solas.

Desde que habían dejado el salón, Dante no había dicho ni una sola palabra. El auto se deslizaba por la carretera como una sombra silenciosa  bajo una noche estrellada. Ambos estaban con la mirada fija en sus ventanillas. Dante tenía una expresión ilegible. Livia en cambio, tenía el pulso acelerado. No por miedo. Esta vez, no.

Sino por la fuerza con la que había reprimido todo lo quería decirle. No iba a llegar a casa in aclararlo.

—Esa mujer —comenzó, con tono suave pero firme — la rubia… ¿cómo dijiste que se llamaba?

Dante parpadeó. No parecía sorprendido.

—Sofía.

—Sofía —repitió Livia el nombre para asegurarse de no olvidarlo— ¿Y qué es exactamente ella para ti?

Dante giró la cabeza y la miró por primera vez desde que salieron de la gala.

—Una amiga. De la infancia. Nuestros padres eran muy cercanos, la conozco desde que tengo memoria.

Livia asintió pero no desvió la mirada. Se mojó los labios, los nervios arañándole la garganta, pero se obligó a seguir.

—Yo no pedí este matrimonio, Dante. Pero es mi realidad. Y si voy a cumplir con mis votos, tú también vas a hacerlo.

Dante alzó una ceja lentamente, mientras la miraba en silencio.

— ¿Votos?

—Sí —dijo ella, alzando apenas la voz—. Respeto. Esa es la base de cualquier unión, incluso si es una impuesta. No me importa con cuántas mujeres estuviste, pero si me importa el lugar que me das ahora.

Dante la miró por unos segundos que parecieron más largos de lo normal. Recostó la espalda en el asiento y giró el rostro nuevamente hacía la ventana.

—Tomaré nota.

Livia apretó los dientes. No era una disculpa, pero tampoco era indiferencia. Y eso, aunque fuera un paso pequeño… era un comienzo.

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