La lluvia comenzaba a caer con lentitud sobre la zona portuaria, apagando los restos de polvo y fuego que aún flotaban en el aire. Las luces de las camionetas de los hombres de Dante iluminaban el exterior del galpón como un faro de justicia violenta.
En el silencio, entre dos contenedores abandonados, unos ojos observaban.
Luca.
Empapado, con la ropa rasgada y un vendaje sucio apretando su costado herido, se mantenía agazapado entre las sombras. Su pecho subía y bajaba con dificultad. Había visto todo: el disparo, la caída de Marcello, la forma en que Dante entró sin miedo a recuperar lo que era suyo.
Y cómo Livia… corrió hacia él.
No por obligación. No por miedo. Por voluntad.
Luca apretó la mandíbula, sus ojos ardían como brasas mojadas.
—Te eligió… —murmuró con rencor, viendo cómo Dante alzaba a Livia en brazos para llevarla a la camioneta—. Eligió al hombre que la encerró, que la marcó… en lugar del que intentó salvarla.
Desvió la mirada, sintiendo una punzada en el pecho.
—Pero