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Comienza una nueva vida

El auto avanzaba por las calles estrechas de Palermo, envuelto en un silencio espeso. Las ventanillas tintadas dejaban pasar apenas destellos de sol, y el rugido del motor era lo único que rompía la quietud dentro del vehículo.

Livia iba sentada al lado de Dante, las manos entrelazadas sobre su regazo, aferrada al vestido blanco que ya sentía fuera de lugar. Él, a su lado, con la pierna cruzada y el brazo apoyado en el borde de la ventanilla, parecía esculpido en piedra. Sin una emoción. Sin una palabra.

Livia tragó saliva.

Tenía mil preguntas. Pero solo una le salió de los labios.

— ¿A dónde vamos?

Dante no la miró. Sus ojos seguían fijos en el cristal.

—A casa.

Una respuesta breve.

Ella asintió, apenas.

Pasaron algunos segundos antes de que se atreviera a hablar otra vez.

—Nunca he estado con ningún hombre en mi vida.

Dante giró lentamente la cabeza.

—Sé que no lo has preguntado —se apresuró a decir Livia. —Solo quería que lo supieras, aunque es obvio, sabiendo de donde me han sacado para casarme contigo.

La miró, como si estuviera evaluando si valía la pena responder. Sus ojos oscuros la atravesaron con una calma inquietante.

—No necesito que tengas experiencia. Solo debes obedecerme y ya veré como me satisfaces.

Las palabras cayeron como hielo en la nuca de Livia. Sintió que su intento de conversación se estrellaba contra un muro infranqueable.

Y entonces el silencio volvió.

Un silencio más pesado. Más incómodo.

Livia giró el rostro hacia la ventana, buscando distraerse con los edificios que desfilaban velozmente por afuera. Pero ni siquiera el mundo exterior parecía ofrecerle escape. Ya no era una chica con futuro propio.

Las puertas de hierro forjado se abrieron con lentitud, como si hasta el metal reconociera el poder de quien estaba por cruzarlas. El coche avanzó por un largo camino de piedra entre jardines perfectamente cuidados. Todo era hermoso. Majestuoso. Y sin embargo, Livia sintió un escalofrío que le subió por la espalda.

Nada de eso se sentía como “hogar”.

El vehículo se detuvo frente a una gran entrada. La mansión Fabbiani se alzaba ante ella como un castillo moderno: imponente, con muros de piedra gris y ventanales oscuros. Vigilada por hombres de traje negro que custodiaban cada rincón con la mirada atenta.

Dante salió primero.

Livia dudó por un segundo, pero luego, recordando las palabras de su madre y las de ´Dante en el auto, se deslizó por el asiento y bajó. El vestido blanco rozó el suelo de mármol pulido cuando sus pies tocaron tierra.

—Sígueme —ordenó Dante, sin mirarla.

Subió los escalones y cruzó la puerta de doble hoja como si el mundo le perteneciera. Y en cierto modo, lo hacía.

Livia lo siguió.

El interior era aún más impresionante. Techos altos, lámparas de cristal, alfombras bordadas, columnas de mármol, obras de artes enmarcadas. Todo era silencioso, perfecto… inhumano.

Un hombre de mediana edad, con rostro severo y trajeoscuro, se acercó e hizo una leve reverencia.

—Seños Fabbiani.

—Nino —asintió Dante— ella es Livia, a partir de hoy asegúrate de que tenga todo lo que necesita.

Nino miró a Livia con una mezcla de respeto y lástima.

—Será un honor, signora.

Livia intentó sonreír, pero no pudo.

Dante comenzó a subir las escaleras.

—Ven —ordenó sin volver la vista.

Ella lo siguió de nuevo. El eco de sus pasos en la mansión vacía parecía gritar que ya no tenía voz propia.

Pasaron varios pasillos hasta llegar a una habitación amplia con puertas dobles.

Dante abrió y entró.

Era un dormitorio. No uno cualquiera. Era lujoso, elegante… pero también frío. Habían unos muebles perfecto, pulidos y una cama demasiado grande para una persona.

—Este e tu nuevo cuarto —dijo él— tus cosas ya están en el vestidor.

Livia parpadeó.

— ¿Mi cuarto?

—Sí. Hasta que decida lo contrario.

Sus ojos la buscaron, como si esperaran una queja. Pero ella solo asintió.

Dante se giró y antes de marcharse, dijo:

—Se cena a las ocho. No llegues tarde.

Y se fue.

La puerta se cerró tras él con un sonido sordo.

Livia se quedó en medio de la habitación, mirando su reflejo en el espejo dorado. Todavía con su vestido de novia. Aún con el nudo en la garganta.

Todavía sin saber cómo iba a salir de aquella situación.

Livia se quedó en el centro de la habitación, como si no supiera que hacer con su propio cuerpo. Luego, lentamente, comenzó a moverse, explorando su nuevo mundo.

El dormitorio era amplio, con techos altos y ventanales cubiertos por cortinas pesadas de terciopelo azul. La cama, con sábanas blancas perfectamente planchadas, no tenía ni una arruga fuera de lugar. A un lado, una mesita de noche con una lámpara de cristal y, al otro, un sofá pequeño de cuero gris.

Giró la vista hacia una de las puertas entreabiertas. Caminó hacia ella y empujó. Un vestidor. Jamás había visto tanta ropa junta.

Vestidos colgados por color, zapatos alineados en estantes, estuches de joyas cerrados con llave. Todo nuevo. Todo ajeno.

Se acercó a uno de los vestidos: un diseño de seda beige con delicados detalles bordados a mano. Supo de inmediato que no era barato. Ninguna de esas prendas lo era. 

Suspiró y volvió a la habitación principal. Abrió otra puerta. El baño. De mármol blanco, una bañera grande en el centro, se acercó, abrió el grifo y dejó correr el agua caliente. Se despojó de su vestido de novia, se sumergió en el agua y cerró los ojos relajándose por primera vez desde que se enteró que iba a casarse.

A las ocho y diez, bajó las escaleras con un vestido sencillo color marfil, el cabello aún húmedo. No llevaba maquillaje. Cuando entró al comedor, encontró a Dante sentado en la cabecera de una larga mesa de roble oscuro. El salón estaba iluminado por una lámpara de araña.

Dante levantó la vista al verla. Livia se sintió desnuda ante su mirada fulminante.

—Son las ocho y diez.

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