Santino se detuvo un segundo antes de irse, se giró con calma, esa calma fría que resultaba más aterradora que cualquier arrebato de ira. Su mirada se posó sobre Victoria, que aún se aferraba al cuerpo malherido de su hermano como si sus brazos fueran la única barrera contra la condena que se venía sobre ambos.
Con un ademán apenas perceptible de su mano, Santino dio la orden.
—Átenla —ordenó, su voz profunda y cortante, como un cuchillo que no admite réplica.
Los hombres se movieron al instante. Uno de ellos avanzó con una cuerda áspera, mientras otro sujetaba a Victoria por los hombros.
Ella forcejeó, pataleó con desesperación, sus gritos desgarraron el lugar.
—¡No! ¡Suéltenme! ¡Por favor, señor, no! —imploró, su voz cargada de un pánico que helaba la sangre.
Santino no se inmutó. Su expresión permanecía impasible, una máscara de hielo. Mientras sus hombres inmovilizaban a Victoria, él chasqueó los dedos.
—Y denle su merecido al idiota de su hermano.
Damián, débil, apenas logró alzar la cabeza antes de que dos golpes secos lo devolvieran al suelo. Los hombres lo patearon sin piedad, arrancándole gruñidos ahogados. Victoria gritó con más fuerza, desgarrando su garganta.
—¡Basta! ¡Por favor, no lo hagan! ¡Yo pagaré! ¡Déjenlo!
Pero su súplica era solo música para Santino, una melodía que confirmaba su poder. Se inclinó apenas hacia ella, observándola con una serenidad macabra.
—Es lo que pasa cuando uno juega con el dinero de la familia equivocada —susurró, antes de enderezarse con elegancia.
Sin volverse más, se ajustó el saco y avanzó hacia la salida. Afuera lo esperaba la caravana: camionetas negras, motores encendidos y cristales oscuros.
—Tenemos una cita —murmuró Santino para sí mismo, acomodando la pistola bajo su chaqueta antes de subir al vehículo principal.
El convoy arrancó, las llantas levantaron polvo en el camino de tierra que conducía hacia la carretera. Los faros iluminaban el horizonte mientras los hombres de Santino mantenían la mirada fija, armas listas. Dentro de la camioneta, el silencio era pesado, roto solo por el ronroneo del motor.
De pronto, el celular de Santino vibró. Él lo tomó con calma, pero al ver el nombre en la pantalla, sus ojos se entornaron. Contestó con un movimiento brusco.
—Marcello.
La risa que llegó desde el otro lado de la línea fue seca, burlona.
—Hola, Santino. Dime, ¿de verdad creíste que yo iba a caer en tu falsa tregua? ¿En tus palabras vacías de paz?
La mandíbula de Santino se tensó, los músculos de su rostro se marcaron como piedra.
—Escúchame bien, bastardo. Si piensas que puedes desafiarme y salir con vida, estás más perdido de lo que imaginaba.Marcello guardó silencio un segundo, como saboreando el momento. Luego, su voz sonó como un veneno suave.
—Ya no eres nada, Santino. Te aferraste al poder demasiado, y ahora es momento de que un verdadero hombre ocupe el lugar que merezco. Yo seré el nuevo patriarca. Yo gobernaré lo que tú ya no puedes controlar. Y dudo mucho que los socios te apoyen.
Santino apretó el teléfono con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—Si te atreves a…
—Nos vemos en el infierno, viejo amigo —interrumpió Marcello, su tono cargado de odio.
La línea se cortó. El silencio posterior fue tan denso que parecía ahogar.
—¡Frena! —rugió de pronto Santino, aunque el conductor ya había reaccionado.
Las llantas chirriaron contra el asfalto, dejando marcas negras mientras la camioneta se detenía en seco. El convoy entero se alineó tras ellos, creando una cadena de luces rojas en medio de la oscuridad.
Al frente, como una aparición siniestra, se desplegaban al menos veinte hombres, todos armados hasta los dientes. Sus rifles brillaban bajo la tenue luz de la luna, listos para escupir fuego. Y al centro, erguido con una calma burlona, estaba Marcello.
Vestía de traje oscuro, impecable, como si la guerra no lo manchara. Sus labios se curvaron en una sonrisa de triunfo, y en un gesto cargado de insolencia, guiñó un ojo hacia Santino.
—Maldición —masculló Santino entre dientes, sacando su arma con un movimiento veloz.
El silencio duró apenas un segundo. Luego, el infierno estalló.
Los disparos retumbaron en la noche, un coro ensordecedor de metralla que iluminaba el campo con destellos rojos y amarillos. Las ventanas de las camionetas se astillaron bajo el impacto de las balas, los hombres de Santino respondieron al fuego, sus armas rugiendo con furia.
Santino, con el arma en mano, disparaba con precisión mortal desde su asiento, mientras maldecía en italiano. Cada bala que salía de su pistola era una promesa de venganza.
El aire se llenó de humo, gritos y el zumbido de proyectiles. Los cuerpos caían a uno y otro lado, el suelo se teñía de sangre. Pero en medio de ese caos, nadie vio venir lo peor.
Un silbido cortó el aire. Y entonces… la explosión.
Un estallido brutal sacudió todo el terreno. El fuego devoró el costado del convoy y la camioneta donde estaba Santino fue levantada del suelo como si fuera un simple juguete. El metal se retorció, el vidrio voló en miles de fragmentos afilados, y los cuerpos fueron lanzados en todas direcciones.
El rugido de la detonación apagó por un instante todos los demás sonidos, dejando solo el eco de la destrucción y el olor penetrante de la pólvora y el hierro ardiente.
La camioneta de Santino giró en el aire antes de caer de lado con un estruendo metálico, arrastrándose unos metros antes de detenerse. El silencio que siguió fue sepulcral, como si el mundo mismo contuviera la respiración, esperando a ver quién había sobrevivido al infierno.