Huir

El fuego aún ardía en las ruinas del enfrentamiento.  Entre los escombros humeantes, Santino recobraba la conciencia a medias, sus oídos zumbaban y su visión era un remolino borroso de luces y sombras. Intentó incorporarse, pero un dolor lacerante en el costado le arrancó un gruñido.

—¡Jefe! —gritó una voz desesperada. Una mano fuerte lo sujetó bajo el brazo y lo levantó a duras penas—. No se rinda, tenemos que sacarlo de aquí.

Santino apretó los dientes. Su traje estaba destrozado, la sangre empapaba la tela. Apenas podía mantenerse en pie, pero no iba a permitir que lo vieran derrotado. 

—Puedo caminar —masculló, aunque su cuerpo gritaba lo contrario.

Otro de sus hombres, con el rostro cubierto de humo y un brazo colgando inerte, se acercó cojeando. 

—El convoy está perdido, señor. Debemos escabullirnos entre las colinas antes de que Marcello mande refuerzos.

Santino no respondió. Se dejó arrastrar, apoyándose en el hombro de su guardaespaldas, y juntos comenzaron a internarse entre los arbustos y la oscuridad. Cada paso era un suplicio, pero en sus ojos ardía una furia que ni las llamas podían apagar.

—Esto no termina aquí… —murmuró, más para sí mismo que para los demás—. Marcello pagará con su propia sangre.

Mientras tanto, en la mansión de Santino, la oscuridad de los calabozos caía sobre Victoria. El hedor a humedad y óxido impregnaba cada rincón, y el sonido metálico de la soga al tensarse era el recordatorio constante de su encierro. Sus muñecas estaban quemadas por los intentos desesperados de liberarse, pero no podía rendirse.

Respirando con dificultad, volvió a girar la soga con todas sus fuerzas, y esta vez sintió cómo el nudo cedía apenas un poco. La esperanza la impulsó. Con un último tirón desesperado, el nudo se soltó. Sus manos quedaron libres.

—¡Damián! —susurró entre lágrimas mientras corría hacia él.

Su hermano estaba encorvado contra la pared, el rostro amoratado, la respiración entrecortada. Levantó los ojos con esfuerzo al verla. 

—Corre… huye de aquí, Victoria —dijo con voz apagada—. No quiero ser una carga.

Ella lo tomó de los hombros con fuerza, sus lágrimas cayendo sobre la piel maltrecha de Damián. —¡No me digas eso! No voy a dejarte, ¿me oyes? No voy a abandonarte.

Él intentó sonreír, pero solo le salió un gesto torcido de dolor. Victoria miró alrededor, desesperada, hasta que sus ojos se posaron en una ventana pequeña, cubierta de polvo. Era su única salida.

Corrió hacia una mesa oxidada en la esquina y, con un esfuerzo sobrehumano, la arrastró hasta la pared. Subió encima, golpeó el vidrio con el codo hasta romperlo, y los fragmentos cayeron al suelo con fuerza. El aire fresco de la noche entró como un soplo de esperanza.

—Vamos —murmuró, volviendo a su hermano. Lo ayudó a levantarse, pasando su brazo por encima de sus hombros y cargando con la mayor parte de su peso.

Damián, tambaleante, apenas podía sostenerse, pero Victoria no se detuvo. Juntos, con pasos torpes, alcanzaron la ventana. Ella salió primero, arrastrándolo con cuidado. Afuera, la hierba húmeda les rozaba los tobillos, el cielo nocturno los envolvía como un manto protector.

Caminaron despacio, con ella soportando casi todo el peso de Damián. Cada paso era una lucha, pero avanzar significaba vivir. Llegaron hasta el patio exterior, y Victoria se detuvo al darse cuenta de algo extraño: la entrada principal estaba desierta.

Frunció el ceño, sus ojos brillaban con desconfianza. 

—Esto es raro… demasiado raro. ¿Dónde están los guardias? —susurró.

Damián respiraba con dificultad. 

—Tal vez… fueron a cenar.

—Sí —respondió Victoria, aunque en su voz se colaba la sospecha—. Pero eso lo hace aún más peligroso.

Continuaron caminando, el silencio pesaba más que cualquier amenaza visible. Pero entonces, a media distancia, la figura de dos hombres apareció entre las sombras. Uno cojeaba, claramente herido, y el otro lo sostenía del brazo. Lo alarmante era que el segundo llevaba un arma en la mano.

Victoria se detuvo en seco. Su corazón se encogió.

—Damián… detente.

Él levantó la vista lentamente, y sus ojos se abrieron de par en par. El tiempo pareció congelarse.

El hombre armado levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron. Victoria sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Ese rostro, incluso cubierto de sangre y polvo, era inconfundible.

—Santino… —murmuró, paralizada.

El propio Santino, sostenido por su guardaespaldas, esbozó una sonrisa torcida, cargada de rabia y cansancio. A pesar de las heridas, sus ojos negros brillaban con un fuego implacable.

Victoria tragó saliva y giró hacia su hermano. 

—¡Corre! Como puedas, Damián. Yo… yo voy a solucionar esto.

—¡No! —negó él con desesperación—. No pienso dejarte aquí.

Ella lo tomó de la cara, obligándolo a mirarla. Sus lágrimas corrían libres, pero su voz sonaba firme. 

—Hazlo por mamá. Hazlo por ti. ¡Vete!

Damián temblaba, incapaz de dar un paso, pero el sonido de los pasos de Santino acercándose lo empujó a la realidad.

El guardaespaldas que lo sostenía murmuró algo en el oído de Santino, pero este lo ignoró. Con la mano extendida, le pidió el arma. El hombre dudó, luego se la entregó. Santino la sostuvo con firmeza, y su sombra se proyectó larga bajo la luz de la luna.

Victoria dio un paso atrás, lista para correr. Pero la voz de Santino la detuvo como un cuchillo en el aire.

—Si das un paso más, te vuelo la cabeza.

El cañón del arma brillaba apuntándole directo, y el silencio posterior fue tan pesado que hasta el latido de su corazón parecía escucharse en la noche.

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