Un hijo

Victoria tragó saliva con dificultad, y con un movimiento lento giró sobre sus talones. Su cuerpo temblaba con un gran trozo de gelatina. 

Cada músculo de su cuerpo temblaba, cada fibra de su ser gritaba que corriera, pero la fría presión de la pistola la mantenía inmóvil.

Quería escapar, quería hacerlo, sin importar las consecuencias. No obstante, si lo hacía, una bala podría escaparse y acabar con ella.

Frente a ella, Santino, con la camisa abierta y manchada de sangre, sostenía el arma con firmeza, los ojos brillando con una mezcla peligrosa de rabia y satisfacción. 

Una mirada cargada de peligro y de determinación.

A su lado, su guardaespaldas intentaba mantenerlo erguido, pero el jefe parecía estar hecho de puro orgullo y voluntad.

Damián, en cambio, jadeaba con dificultad. Sus labios partidos, la piel amoratada y las rodillas temblorosas lo delataban: estaba al borde de desplomarse. Y aun así, en un acto desesperado, aprovechó un mínimo descuido. 

Cuando Santino fijó toda su atención en Victoria, Damián empujó su propio cuerpo hacia la oscuridad del pasillo lateral. Se tambaleó, casi cayó, pero logró escabullirse en un escape torpe, apenas sostenido por la rabia y el miedo.

Victoria abrió los ojos de par en par, intentando llamarlo, pero no pudo articular palabra. Santino, sin girarse del todo, notó el movimiento, y su dedo rozó peligrosamente el gatillo. No disparó. No todavía.

—Señor —murmuró el guardaespaldas con voz apremiante—. Debe calmarse. Esa herida necesita atención. Si sigue forzando el cuerpo…

Santino soltó una carcajada baja, oscura. Sus labios se curvaron en una sonrisa reluciente, pero no había calidez en ella. Más bien, era la sonrisa de un hombre que disfrutaba el miedo ajeno.

—¿Calmarme? —repitió con ironía, girando apenas la cabeza hacia su subordinado—. ¿Acaso no lo ves? La pequeña ratita cree que puede engañarme.

Volvió a mirar a Victoria, la pistola fija en su pecho.

—En algún momento pensé en dejarte ir… —dijo con voz suave, casi burlona—. Pero veo que no colaboras.

Victoria sintió las piernas flojas, un mareo recorrerle la cabeza. Cada palabra de Santino era como una sentencia que la iba atando a una cadena invisible.

—Camina, maldita sea —ordenó él, su voz retumbando con fuerza.

Ella obedeció, moviéndose con pasos temblorosos hacia la mansión. La respiración se le entrecortaba, el corazón martillándole las costillas. Detrás de ella, los pasos de Santino eran más lentos, arrastrados, y aun así cargaban con una amenaza latente. 

Se apoyaba en el hombro del guardaespaldas, cada tanto gruñendo por el dolor de la herida, pero jamás bajaba la pistola.

Al entrar, el aire cambió. La casa, con sus paredes oscuras y el olor a cigarro impregnado en cada rincón, parecía una jaula. Las ventanas cerradas, las cortinas pesadas y las sombras extendidas por los rincones aumentaban la sensación de encierro.

En la sala principal, Santino se separó de su guardaespaldas de un empujón.

—No necesito tu brazo —escupió, manteniendo la pistola en alto.

El hombre bajó su cabeza, pero asintió, entendiendo la orden implícita. 

—Señor, ¿y el chico? —preguntó con cautela.

Santino no apartó la vista de Victoria, que estaba de pie en medio de la sala, con los ojos brillosos por las lágrimas contenidas.

—Encuéntralo. —Su voz fue un cuchillo—. Encuentra al maldito de Damián y tráemelo aunque tengas que arrastrarlo.

El guardaespaldas inclinó la cabeza y salió sin replicar, cerrando la puerta tras de sí. El eco de sus pasos se perdió en los pasillos, y Victoria se encontró sola con Santino.

El silencio era sofocante. Él caminó despacio hacia ella, dejando el arma colgar a un costado, pero sus ojos permanecían fijos, duros, calculadores. Al llegar frente a ella, alzó una mano y, con un movimiento brusco, la tomó del mentón, obligándola a mirarlo.

—Dime, Victoria… —su voz era baja, peligrosa, como un rugido contenido—. ¿Qué pensaste cuando decidiste escapar?

Ella intentó hablar, pero sólo un balbuceo salió de sus labios.

—Y peor aún… —continuó él, apretando más fuerte su mentón—. ¿Qué pensaste cuando decidiste ayudar al maldito que robó mi dinero?

Victoria tartamudeó, las lágrimas empezando a rodar por sus mejillas.

—Y-yo… yo sólo quería… ayudar a mi hermano.

Santino soltó una carcajada amarga.

—¿Ayudarlo? —repitió, inclinando el rostro hacia el suyo—. Ese malnacido jugó con mi dinero, me humilló, y tú creíste que podías salvarlo con tus manos débiles.

Ella reunió el poco valor que le quedaba.

—Yo voy a pagar… —murmuró—. Voy a pagar todo lo que él debe.

La sonrisa de Santino se transformó en algo más siniestro.

—Oh, claro que vas a pagar —dijo despacio, cada palabra cayendo como plomo—. Pero no con dinero.

Victoria parpadeó, confundida.

—¿Q-qué…?

Santino acercó sus labios a su oído, su voz bajando a un susurro helado.

—Vas a pagar dándome un hijo.

Victoria se quedó inmóvil. Sus ojos se abrieron como platos, la respiración se le detuvo y un grito mudo le quemó la garganta.

¿Un hijo? Victoria parpadeó unas cuantas veces sin estar segura si había escuchado bien o no. 

—Quedaste muda... ¿acaso no escuchaste? Quiero que me pagues con un hijo, ¿te queda claro? un heredero. 

—No… —negó con la cabeza, una y otra vez—. No, eso no. Jamás le daría un hijo a alguien así. 

Santino la obligó a mirarlo fijando sus dedos en su mentón.

—Sí —afirmó con firmeza, sin titubeos—. Un hijo mío. Ese será tu pago. Y lo peor, Victoria, es que lo harás aunque me odies, aunque llores, aunque supliques. Porque ya hiciste un trato con el diablo. Y yo soy ese diablo.

Victoria quiso apartarse, pero él no lo permitió. Su mirada era un abismo, un pozo sin fondo donde no había escapatoria. Y lo único que ella podía pensar era en Damián, en si lograría mantenerse oculto, en si tendría alguna oportunidad de salvarse de aquella cacería.

Mientras tanto, a  varios kilómetros de ahí, Marcello caminaba de un lado a otro, los nervios crispándole los músculos del rostro. Se llevaba las manos a la cabeza una y otra vez, rascándose como si pudiera arrancarse la frustración de raíz. 

—Busquen al maldito Santino —gruñó—. Ese bastardo no pudo esfumarse así nada más.

Su respiración se volvió agitada, los ojos le ardían de pura rabia.

 —No puede ser… —murmuró con voz entrecortada, aunque firme—. El maldito debe estar muerto… sí, sí… tiene que estarlo.

Uno de sus hombres se acercó con cautela, sosteniendo un arma aún manchada de pólvora. 

—Señor… encontramos rastros de sangre en esa dirección. Lo más posible es que Santino di Morelli esté muerto.

Marcello lo miró en silencio unos segundos. Y entonces, una sonrisa sarcástica se dibujó en sus labios, helada, cruel. Dio un paso al frente, y el silencio entre todos los presentes se volvió insoportable.

—Yo no te pago a ti para que creas… —susurró, casi con dulzura venenosa—. Te pago para que me des resultados.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, Marcello levantó su pistola y disparó directo a la cabeza del hombre. El cuerpo cayó al suelo de inmediato, el eco del disparo retumbando en las paredes como un martillazo final.

Marcello levantó la mirada hacia el resto de los presentes, su voz grave y gélida. 

—¿Alguno más aquí piensa que Santino di Morelli está muerto? —preguntó, dejando que el silencio fuera la amenaza.

Ninguno de sus hombres se atrevió a replicar; todos negaron con la cabeza, bajando la vista. Marcello sonrió de nuevo, satisfecho. 

—Bien. Porque quiero a Santino di Morelli muerto en menos de veinticuatro horas. Y no acepto errores.

Uno de los hombres, con la voz temblorosa pero cargada de urgencia, se adelantó. 

—Señor… —dijo, y Marcello giró lentamente, su mirada fija como cuchillas—. Acabamos de encontrar a un hombre muy malherido. Dice que Santino di Morelli tiene a su hermana.

Marcello entrecerró los ojos y, en lugar de enfurecerse, una sonrisa lenta y venenosa apareció en su rostro. Alzó una mano, haciendo un ademán con los dedos. 

—Tráiganlo —ordenó.

Y en cuestión de segundos, dos hombres arrastraron a Damián, golpeado, ensangrentado, pero todavía consciente. Lo arrojaron al suelo frente a Marcello como un trofeo inesperado.

—Mírate —dijo Marcello, inclinándose hacia él con desdén—. Ni siquiera puedes mantenerte en pie, y aún así vienes a mi mesa con promesas. Dime, ¿qué puede ofrecerme un hombre derrotado? 

—Damián levantó el rostro, la respiración áspera, y escupió sangre antes de hablar. —Le daré lo que quiera, lo que sea… pero ayúdeme a rescatar a mi hermana de las manos de ese monstruo.

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