Pagar la deuda

Santino caminó con paso firme por el largo corredor de mármol de la mansión del patriarca, el eco de sus zapatos resonando entre los pilares.

El sol, a medio hundirse tras las colinas, teñía de oro viejo la fachada del edificio. Su silueta alta y elegante proyectaba una sombra alargada sobre el suelo, mientras el viento agitaba su abrigo negro. Detrás de él, Stefano lo seguía con su andar silencioso, las manos cruzadas al frente, como si acompañara a un rey que acababa de salir de su trono después de una audiencia.

Santino se detuvo a medio camino, respiró hondo y dejó escapar una carcajada baja, seca, que hizo que Stefano lo mirara de reojo.

—¿Qué es lo que le causa gracia, señor? —preguntó el hombre, sin poder evitar la curiosidad.

Santino giró lentamente la cabeza y sonrió con esa calma peligrosa que lo caracterizaba.

—Marcello cree que puede jugar conmigo —dijo despacio, como si paladeara cada palabra—. Que puede mover sus piezas sin que yo note la estrategia.

Dio un paso hacia ad
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