Los hombres de Marcello sacaron las armas. Pero antes de que pudieran disparar, las puertas traseras se abrieron y una decena de hombres de Santino irrumpieron en la capilla, vestidos también de negro. Cada uno apuntó con precisión.
Los invitados gritaron; algunos corrieron, otros se agazaparon bajo los bancos.
Marcello levantó una mano, intentando ganar tiempo.
—Santino, no seas estúpido. No vas a salir vivo de aquí.
—Tampoco vine a salir vivo —respondió él con calma—. Vine a verte caer.
El silencio volvió, pesado. El sacerdote había huido. La novia lloraba. Santino se acercó un paso más, el sol entrando por los vitrales y tiñendo su rostro de luz roja.
—Este… —dijo lentamente— es mi regalo.
Y sonrió.
La novia temblaba, con el ramo entre los dedos y las lágrimas corriéndole por el rostro pálido
Marcello dio un paso adelante, bloqueando parcialmente a su esposa, su mandíbula tensa como el acero. A su alrededor, los invitados retrocedían poco a poco, algunos con miedo, otros con la so