El amanecer se filtró entre las cortinas gruesas de la habitación de Santino. La noche anterior había sido un infierno de dolor y silencio. El vendaje en su brazo derecho seguía fresco, apretado, recordándole cada segundo que había sobrevivido por poco al atentado. Pero su orgullo no conocía la palabra descanso.
Apenas el reloj marcó las ocho, Santino se incorporó con esa calma gélida que lo distinguía de todos los demás.
Caminó hacia el enorme armario de roble y, como si se preparara para una ceremonia, deslizó los dedos por los trajes hasta encontrar el negro. Siempre negro. Negro como su reputación, como la historia que lo había hecho temido en tres países, como la sombra que nunca se apartaba de él.
El paño del traje caía perfecto sobre su cuerpo atlético. El nudo de la corbata lo ajustó frente al espejo sin apartar la mirada de sus propios ojos. En ellos no había cansancio, ni vulnerabilidad, solo una determinación que rozaba la locura.
Tomó su reloj, ese que alguna vez pertenec