Santino apretó la mandíbula hasta que una marea de dolor recorrió su rostro; la mano le tembló por un instante y se llevó la palma a la mejilla como si intentara borrar la sensación de la cachetada.
Aún percibía el calor del golpe, la huella invisible que Victoria había dejado en su piel, y en ese brillo irritado que cruzó sus ojos había una mezcla rara de sorpresa, orgullo herido y una furia que no quería domar.
La veía alejarse por el corredor, con la espalda recta y los puños apretados; cada paso suyo le decía que no era simple sumisión la que tenía delante sino una dignidad obstinada, irritante y, en algún recoveco que no llegó a admitir, fascinante.
Se quedó inmóvil un latido más, escuchando cómo aquella puerta se cerraba tras ella con el sonido seco. El silencio volvió a la estancia como una ola fría. Santino dejó que la mano apoyada en la mejilla bajara lentamente, y su mirada, al principio perdida, se fue tensando hasta convertirse en un filo. No dijo nada. No necesitó pron