Finalmente, tras varios giros, el coche se detuvo frente a un viejo almacén de metal oxidado en las afueras de la ciudad. El chirrido de la puerta al abrirse la hizo estremecer. El aire olía a humedad, hierro y polvo acumulado.
Los hombres la obligaron a bajar. Sus pies descalzos tocaron el suelo frío y rugoso del lugar. Las luces fluorescentes parpadeaban, lanzando destellos mortecinos que apenas iluminaban el interior.
Y allí, en una silla metálica, con las manos atadas a la espalda y el rostro ensangrentado, estaba su hermano.
—¡Damián! —el grito salió de su garganta con fuerza.
El hombre levantó la cabeza con dificultad, un ojo hinchado y los labios partidos. Cuando la reconoció, intentó enderezarse, pero la cuerda le apretaba con violencia.
—¡Victoria! —su voz era ronca, gastada, pero viva.
Ella corrió hacia él, pero uno de los guardias la sujetó de los brazos, obligándola a detenerse. Su desesperación era un nudo que la asfixiaba.
—¡Suéltenla! —gimió Damián, forcejeando inútilmente contra las ataduras.
Santino entró detrás de ellos, su silueta imponente dominando todo el espacio. Caminó despacio hasta quedar frente a los dos hermanos. Su mirada se paseó por Damián como si se tratara de un animal herido sin remedio.
—Aquí está tu hermana —dijo con calma—. Tan valiente, tan dispuesta… a pagar por ti.
Victoria giró la cabeza hacia él, con lágrimas deslizándose por sus mejillas.
—Se lo prometí. Yo pagaré cada peso. No le haga daño, se lo suplico.
Santino soltó una risa seca, sin humor.
—¿Lo escuchas, Damián? —se inclinó hacia el hombre atado—. Tu querida hermana se ofrece a cargar con tu deuda. Una deuda que por cierto, era dinero destinado a tu madre enferma… y que tú apostaste como el imbécil que eres.
El rostro de Damián se contrajo en vergüenza y rabia.
—¡No la meta a ella en esto! ¡Yo asumí el riesgo, yo acepto las consecuencias!
Santino lo observó con frialdad, y luego miró a Victoria, que temblaba bajo la presión de su imponente mirada.
—¿Y crees que me importa lo que aceptes o no? —su voz resonó como un trueno—. Aquí mando yo. Y aquí, la deuda la paga quien pueda… o quien esté dispuesto a dar la cara.
Victoria dio un paso hacia adelante, liberándose del guardia con un tirón desesperado.
—Entonces míreme a mí. No a él. Yo lo haré.
Santino se acercó a ella, tan cerca que el humo de su aliento le rozó la piel.
—¿Tienes idea de lo que estás diciendo? —su tono era bajo, casi un susurro, pero cargado de amenaza.
Victoria asintió con los ojos enrojecidos.
—No me importa cuanto tarde, no me importa lo que tenga que hacer… pero pagaré hasta el último peso.
Damián gritó, completamente desesperado.
—¡No, Victoria! ¡No lo hagas! ¡No sabes con quién tratas!
Santino lo calló con una mirada. Luego tomó a Victoria del mentón, obligándola a levantar el rostro.
—Muy bien —murmuró—. Te daré la oportunidad. Pero recuerda algo: en mi mundo… las promesas se cumplen o se pagan con sangre.
Ella cerró los ojos un segundo, tragando el miedo, y luego asintió.
—Lo entiendo.
Santino sonrió apenas, un gesto que más que alivio era una confirmación de poder.
—Entonces… bienvenida a tu deuda.
Santino chasqueó los dedos y sin apartar la vista de Victoria ordenó con voz seca.—Manténganlo.
Los dos hombres se acercaron de inmediato a Damián, sosteniéndolo por los hombros y forzándolo a inclinar la cabeza hacia adelante. Victoria gritó, su voz desgarrada resonando en el almacén.
—¡No! ¡No lo toquen! ¿Por qué va a matarlo si yo le dije que pagaré la deuda? ¡No tiene sentido!
Damián forcejeó contra las sogas, la desesperación pintada en su rostro ensangrentado.
—¡Victoria, vete de aquí! ¡No caigas en su juego, no le debes nada, yo soy el culpable!
Santino soltó una carcajada baja, acercándose lentamente.
—Eso es lo más gracioso —dijo—. Los culpables siempre hablan, siempre suplican… pero al final lo único que importa es quién tiene el poder. Y ahora, muchacha, ese poder lo tengo yo.
De un tirón brusco, Santino sujetó a Victoria del brazo, atrayéndola hacia él hasta dejarla frente a su pecho, inmóvil bajo su fuerza. Su voz descendió a un murmullo cargado de veneno.
—Acabas de hacer un trato con el diablo. Creíste que con tus lágrimas podías cambiar las reglas, pero aquí todo se paga. ¿De verdad entiendes lo que significa pertenecerme hasta que saldes cada moneda?
El cuerpo de Victoria temblaba bajo su agarre, el eco de sus palabras tatuándose en su piel como una marca invisible. En ese instante supo que había cruzado un límite del que jamás podría regresar.