Soy Sofía Villarreal y pensé que huir de un matrimonio arreglado sería lo más difícil, hasta que terminé en un convento… y conocí a Fernando Saenz, un seminarista con ojos color miel que queman más que el infierno. Él quiere ser santo, yo solo quiero sobrevivir a su mirada… y al deseo que crece cada vez que se acerca. Entre rezos, baños helados y miradas que pecan sin tocarse, descubriré que aquí no hay paz, solo tentación. ¿Podrá él mantener su castidad… o romperá todas las reglas por mí?
Leer másSofia
Hay un momento en nuestras vidas que solo tienes dos opciones: la primera dejarte ir con todo, la segunda huir. Y hoy creo que escogeré la segunda, bueno no es que tenga muchas opciones
—Sofía, puedes mirarme de una buena vez a los ojos.
—Ya lo pensé padre y no pienso casarme con tu socio. Me iré como misionera al Congo si sigues obligándome —dije firmemente.
Bueno mi padre tiene que entender, que así si nuevo socio sea un completo Adonis, no es mi agrado, odio los engreídos, arrogantes, mujeriegos, en fin, lo odio.
—Está bien, acepto que te vayas de misionera, es más, acabo de hablar con tu tía y ella te recibirá contenta. —¡Que!, no, mi padre debe estar bromeando.
Que puedo decir, el pez muere por su propia boca y hoy yo Sofía Villarreal, acabo de morir.
—Papá, espera un momento… ¿Qué tía? —pregunté con un hilo de voz, sintiendo cómo mi dignidad se resbalaba por el piso de mármol como mantequilla derretida.
—Tu tía Miranda —dijo mientras revisaba su reloj de oro con fastidio—. Vive en Nueva York. Dirige un centro de misiones, orfanato, comedor comunitario… todo eso que a ti te gusta. Te irás mañana mismo.
Esas palabras retumbaron en mi cabeza toda la noche. Dormí abrazada a mi almohada de unicornio como si pudiera salvarme del destino cruel que me esperaba. ¿Un convento? ¿Mi tía monja? No, no, no. Dios, si estás escuchando, te prometo que dejaré de espiar al entrenador del gimnasio si me salvas de esta.
Pero al amanecer ya estaba sentada en un avión rumbo a Nueva York, vestida con unos jeans rotos, un top negro y mi chaqueta de mezclilla. Mi cabello castaño iba hecho un desastre en un moño alto, y mis Converse blancas ya no eran tan blancas. No parecía precisamente alguien con vocación religiosa, pero bueno, nunca digan nunca.
Cuando el taxi me dejó frente al convento, sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Era un edificio antiguo de ladrillo rojo, con un portón de hierro negro y un letrero que decía “Convento Santa Magdalena de los Ángeles”. Tragué saliva.
Mi papá definitivamente me odiaba.
Toqué el timbre y esperé, balanceándome en mis pies para distraerme del frío. Escuché pasos al otro lado y la puerta se abrió, revelando a una mujer alta, delgada, con un hábito gris claro y un velo blanco perfectamente colocado. Tenía el rostro serio, pero sus ojos eran cálidos.
—Sofía Villarreal… —dijo con voz firme, como si estuviera leyendo un reporte de policía—. Bienvenida. Soy la madre superiora Miranda, tu tía.
Tragué saliva de nuevo.
—Hola… tía... Digo, madre superiora. Digo… ¿tía madre?
Me miró de arriba abajo con un ceño fruncido tan poderoso que casi me hizo retroceder dos metros.
—Ven, hija. Vamos a tu habitación. Luego hablaremos de tus ropas. Aquí vestimos con decoro y sencillez.
“Decoro y sencillez”. Dos palabras que claramente no existían en mi armario de crop tops y shorts diminutos. Caminé detrás de ella por los pasillos silenciosos, decorados con santos, vírgenes y crucifijos. El lugar olía a incienso, madera vieja y limpieza.
Llegamos a una habitación pequeña con una cama individual, un crucifijo sobre la cabecera y un armario diminuto. Había una biblia sobre la mesa de noche y una estampa de la Virgen María sonriéndome con compasión. Yo también te compadezco, Virgen, pensé, si tuvieras Tik Tok, sabrías lo difícil que es esta vida.
—Aquí dormirás. La misa de la mañana es a las cinco. No se permiten teléfonos durante los rezos ni en las horas de servicio. Te levantarás con las demás hermanas, ayudarás en la cocina y limpiarás la capilla. —Me miró con severidad—. Y sí, tendrás que usar el uniforme de voluntaria.
Yo solo quería llorar.
—¿Uniforme… de voluntaria?
Me extendió una túnica beige con un velo blanco.
Parecía la versión religiosa de un disfraz de Halloween.
—Póntelo, baja en quince minutos. No tolero la pereza ni el desorden.
Y se fue, dejando su aroma a jabón neutro y pureza flotando en el aire. Me senté en la cama, abracé la túnica y respiré hondo.
—Bienvenida al infierno, Sofía Villarreal —me susurré a mí misma.
SofíaCaminaba rápido por el pasillo, tratando de regular mi respiración después de ese encuentro con mi padre y… con él. Sentía mi pecho apretado y mi mente daba vueltas como licuadora sin tapa. Apenas y podía enfocarme en nada más que en lo que acababa de pasar. Y en esa mirada. Esa mirada color miel que sentí clavada en mí como una caricia ardiente.—Sofía —escuché la voz firme de mi tía, la madre superiora, llamándome.Me detuve en seco, parpadeando. Mi corazón seguía acelerado, y mi mente, bueno… mi mente estaba preguntándose lo que no debía.“¿Qué hacía el padre Fernando parado ahí? ¿Por qué me miraba así? ¿Por qué… siento esto en el pecho cuando pienso en él?”—Sofía —repitió la madre superiora, esta vez con más fuerza.—¡Sí, madre! —respondí rápido, girándome para mirarla.Sus ojos grises me analizaron de arriba abajo, como si pudiera leer mis pensamientos impuros con solo un vistazo. Bajé la mirada al suelo, apretando mis manos contra los costados de mi falda.—Necesito que
FernandoBajé la cabeza, sintiendo un nudo extraño formarse en mi pecho cuando escuché la voz temblorosa de la hermana Teresa.“Tu padre y tu prometido te esperan en la oficina de la madre superiora.”El mundo se detuvo un segundo. Mi respiración se cortó a la mitad y sentí que el calor me subía desde el estómago hasta el cuello. Fue tan rápido y tan abrumador que tuve que cerrar los ojos para no traicionarme con mi expresión.Prometido.Esa palabra resonaba como un eco maligno en mi cabeza. Me obligué a abrir los ojos justo a tiempo para verla alejarse, con su falda larga danzando alrededor de sus tobillos y su espalda erguida. Caminaba con paso firme, aunque sus hombros parecían cargados de un peso invisible.Esperé a que su figura desapareciera en el pasillo y respiré hondo, sintiendo que el pecho me dolía. Me froté la frente, intentando entender qué era esto que sentía. No era enojo, ni tristeza… era algo peor. Algo que creía que había arrancado de raíz hacía años.—Padre Sebastiá
SofíaDespidiéndome de doña Rosa y don Hilario, me incliné para darles un suave beso en la mejilla a cada uno. Sus rostros estaban arrugados y suaves como una manta tejida, y sus sonrisas cálidas me hicieron sentir, aunque fuera por un segundo, que todo valía la pena. Incluso haber perseguido gallinas con olor a corral incluido.—Cuídese, hermana Sofía —dijo doña Rosa, sosteniendo mis manos entre las suyas—. Y cuídenos al padre Fernando, que cada día anda más delgado de tanto trabajo.Sentí un calor extraño subir desde mi estómago hasta mis mejillas. Miré al padre o seminarista Fernando de reojo, pero él solo sonreía con humildad mientras acomodaba la pequeña mochila de medicinas en su hombro.—Siempre los cuidaremos a ustedes, doña Rosa —dijo él, con esa voz suave que me hacía temblar por dentro—. Nos veremos la próxima semana.Subimos a la camioneta y Zeus nos despidió con dos ladridos alegres antes de correr hacia el corral. Cerré la puerta con cuidado mientras el padre Fernando en
SofíaAbrí la puerta con una sonrisa cansada, esperando ver a algún vecino curioso o tal vez a un vendedor ambulante de empanadas, porque sinceramente, después de correr tras gallinas y casi morir atacada por Zeus, mi día no podía empeorar.Bueno, me equivoqué.Cuando vi quiénes estaban ahí, mis ojos se abrieron tanto que sentí que se me iban a caer de la cara. Eran dos oficiales de policía, con sus uniformes azul oscuro, gafas negras y expresiones tan serias que hasta sus cejas parecían estar enojadas. Entre ellos estaba una señora mayor, con un vestido floreado, cabello gris perfectamente peinado en un moño y un bolso marrón colgado del brazo con fuerza.—¡Oficiales, es ella! —exclamó la señora, señalándome con su dedo huesudo y tembloroso—. ¡Arresten a esa monja ladrona! Ella robó mis gallinas.—¿Qué? —dije con un chillido, retrocediendo tan rápido que casi tropiezo con la puerta—. ¿Yo?Sentí cómo se me secaba la garganta y el sudor frío me corría por la espalda. Tartamudeé, busca
FernandoAún estaba arrodillado junto a Zeus, acariciando su cabeza y rogando mentalmente que todo estuviera bien, cuando escuché un leve murmullo y un cacareo lejano. Fruncí el ceño y levanté la mirada hacia el camino polvoriento. La escena que vi me hizo parpadear varias veces antes de procesarla por completo.Allí, avanzando con pasos lentos y rostros sudorosos, venían don Hilario y doña Rosa. Él cargaba dos gallinas bajo cada brazo como si fueran bolsas de pan y ella venía detrás con otra en brazos, mientras la tercera iba colgada del delantal, asomando su cabeza emplumada como un prisionero resignado.No pude evitar abrir los ojos y reír bajito ante el espectáculo. Giré para ver a Sofía, que estaba sentada en el escalón, con los ojos cerrados y la frente apoyada en sus manos. Me acerqué y le toqué suavemente el hombro.—Hermana Sofía… —dije en voz baja—. Abre los ojos, tienes que ver esto.Ella parpadeó con lentitud y me miró, como si regresara de otro planeta. Luego siguió la d
SofíaLa camioneta temblaba como si fuera a desarmarse en cualquier momento. Cada salto hacía que mi trasero rebotara en el asiento y que mi paciencia, ya bastante reducida, se esfumara como perfume barato bajo la lluvia.—Dios mío… —susurré, mientras me agarraba del borde de la ventana—. Si salgo viva de este viaje prometo no volver a quejarme de mis tacones de 10 centímetros.El padre Fernando, con el ceño fruncido y sus manos fuertes aferradas al volante, murmuraba oraciones cada vez que la camioneta tosía como un fumador empedernido. Entre sus labios escuché un “Señor, ayúdame con esta chatarra”, seguido de un suspiro largo.—¿Sabías que tu cara cambia de color cada vez que la camioneta suena raro? —le dije, intentando distraerme de la vibración constante en mi columna vertebral.—¿Ah, sí? —preguntó con esa voz grave y suave que se me metía por la piel sin permiso—. ¿Y de qué color está ahora?—Entre verde, morado y gris… muy atractivo, padre. —Sonreí, aunque la camioneta rugiera
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