Fernando
Salí de la habitación como alma que lleva el diablo.
Aunque pensándolo bien… probablemente yo era el diablo en ese momento.
Cerré la puerta tan fuerte que la madera crujió, y me apoyé en la pared del pasillo, con el corazón latiéndome en la garganta y la sotana pegada al cuerpo como si también quisiera huir. Me llevé una mano al rostro, intentando borrar lo que acababa de ver, pero no… no se puede borrar una visión así.
Y por visión me refiero a un cuerpo.
Un cuerpo mojado.
Desnudo.
Perfecto.
—Dios mío… —susurré, mirando al techo como si la Virgen María fuera a lanzarme un baldado de agua bendita desde las alturas.
Me deslicé por la pared hasta quedar sentado en el suelo, con las piernas estiradas frente a mí y la cabeza entre las manos. Respiraba agitado, como si hubiera corrido un maratón en el Vaticano.
—Señor… —cerré los ojos, en busca de la calma—. Ayuda a tu siervo.
Aunque… Bueno, todavía no soy oficialmente un siervo, ¿verdad? No he tomado los votos. No me han ordenado. Técnicamente solo estoy aquí en “proceso de discernimiento”.
Proceso de discernimiento mis huevos…
Perdón.
Perdón, Dios. Me salió solo. Es que ¿la viste? ¡Claro que la viste! ¡Tú la hiciste!
Me golpeé la frente contra mis rodillas. Varias veces. Suavecito, claro. No quería parecer loco, pero también necesitaba que mi cerebro dejara de mostrar imágenes a cámara lenta de la hermana mojada, desnuda y gritándome “padre, ¿se siente bien?” con esa voz dulce y esos ojos abiertos como platos.
Juro que no entré con malas intenciones. Escuché su grito y pensé que se estaba muriendo. ¿Qué se suponía que hiciera? ¿Esperar a que alguna monja se despertara? ¡No! Yo reaccioné como un buen cristiano.
El problema es que reaccioné como un cristiano caliente.
Y eso no es lo que vine a buscar aquí.
Me pasé las manos por el rostro y miré hacia el techo abovedado del convento. Las luces del pasillo titilaban suavemente, y por alguna razón me sentí como un pecador atrapado en una comedia celestial mal escrita.
—Mira, Señor… yo vine aquí porque… porque estoy cansado de ser la versión más mediocre de mí mismo. —Mi voz era baja, sincera—. Porque pasé demasiados años siendo un desastre: en el trabajo, en las relaciones, en todo. Me la pasaba en fiestas, en camas equivocadas, con mujeres equivocadas, diciendo cosas vacías que no sentía. Me sentía… sucio. Roto.
Me llevé una mano al pecho, donde solía dolerme en las noches después de fingir que todo estaba bien.
—Y cuando toqué fondo, tú apareciste. Bueno, no tú directamente —aclaré, como si Dios necesitara especificaciones—, pero sí esa paz que dicen que uno encuentra cuando se rinde.
Un retiro espiritual. Un silencio extraño. Y esa idea repentina de que tal vez, solo tal vez, ser sacerdote era lo que necesitaba para ser alguien mejor. Alguien decente.
Pero nunca pensé que iba a encontrarme con una hermana así.
Una mujer como ella.
Con esa risa nerviosa, ese descaro bajo la túnica, esos ojos que parecen saber que los hombres buenos no deben mirar… pero aún así quieren que mires. Esa boca. Esos labios.
—¡Santo Dios! —me cubrí los ojos—. ¡Haz algo, no sé, mándame una señal! ¡Congélame el deseo! ¡Dame una amnesia selectiva!
Pero en lugar de paz divina o coros celestiales, lo único que escuché fue el crujido de una puerta más adelante. Me puse de pie de un salto. Era la hermana Teresa, una anciana de voz chillona y paso lento. Me sonrió con ternura.
—¿Todo bien, hijo?
—Sí, sí, hermana. Todo bien… solo estaba… orando —dije, acomodandome la sotana como si hubiera estado teniendo una conversación teológica profunda y no una crisis de abstinencia carnal.
—Muy bien. Que el Señor lo acompañe.
Y tú, hermana Teresa, que no te enteres nunca de lo que pasó aquí hace cinco minutos, pensé mientras caminaba hacia la capilla.
Entré al espacio sagrado con la cabeza baja. Las velas titilaban con suavidad, y el aire olía a incienso y cera derretida. Me senté en la última banca y dejé que el silencio me envolviera.
—Señor —susurré—, tú me conoces. Sabes que estoy intentando cambiar. Que quiero ser alguien digno de llevar tu palabra, de consolar, de sanar… de amar bien. Pero si no me ayudas a dejar de pensar en el cuerpo de la hermana como si fuera una prueba de resistencia olímpica, voy a tener que meterme en agua bendita hasta el cuello.
Me reí solo.
Una risa corta, entre culpable y resignada. Porque en el fondo sabía algo que no quería admitir:
La hermana me atraía. Mucho.
Y no solo por su cuerpo. Aunque, vamos, ¡qué cuerpo!
Era su forma de hablar con esa mezcla de rebeldía y dulzura, de desafío y timidez. Era esa chispa que tenía en los ojos, como si fuera perfectamente capaz de desatar el caos con una sonrisa… y después pedir perdón mientras come galletitas.
No estaba listo para eso.
No estaba listo para ella.
Y, honestamente, si Dios estaba jugando a probarme, había puesto la prueba final en el primer día.
Apoyé los codos sobre el respaldo de la banca de adelante y junté las manos como cuando era niño.
—Solo te pido algo, Señor. No dejes que esta atracción me haga fallarte. Si esta mujer está aquí como una tentación, ayúdame a resistir. Y si no lo es… —tragué saliva—, si no lo es, entonces dime qué se supone que haga con esto que siento.
Porque siento algo.
Y no es solo deseo.
Es como si… como si ella fuera un espejo. Uno que no solo muestra lo que quiero, sino también lo que me falta. Lo que he perdido. Lo que anhelo.
Y eso… me asusta más que sus curvas.
Sus curvas al natural, húmedas y vulnerables.
¡Ya basta, Fernando!
Me puse de pie bruscamente y salí de la capilla. Necesitaba aire. Mucho aire.