Ana Paula se enamoró de Cesar a las pocas semanas de conocerlo, y producto de esa ilusión, quedó embarazada de su heredero. Sin embargo, la idea de formar una familia con el hombre que amaba, se destruyó cuando él la abandonó sin explicarle nada, tan solo le dejó una carta en la que confesaba que esa aventura y ella no significaron nada. Santos Torrealba ha regresado del extranjero a vengar la muerte de su hermano menor. Lo ha investigado todo sobre la culpable, esa sinvergüenza que lo embaucó y después mató a sangre fría al ver que no conseguiría sacarle un solo centavo de su herencia, pues él, desde Barcelona, era quien controlaba sus cuentas. Algo que no estaba en sus planes ocurre cuando al fin el CEO Torrealba le planta cara a Ana Paula. Y es que ella está embarazada y él tiene la acertada sospecha de que ese hijo es el primogénito de su hermano… y no puede lastimarla, aunque sí castigarla. — Esa sinvergüenza está embarazada de mi hermano y tengo un mejor castigo para ella que la cárcel. — ¿Puedo saber que tiene en mente, señor? — Sí. La haré mi esposa y prisionera. Yo seré su verdugo y ella será mi mártir
Leer más— Señor, esta es la mujer que lleva meses buscando — Leonas Ferreira, el secretario y jefe de seguridad de Santos, le extendió un documento de varias páginas sobre el escritorio — Su nombre completo es Ana Paula Almeida. Hija de madre soltera. Su padre las abandonó antes de que nacieran.
Santos alzó la vista.
— ¿Plural?
— Sí, señor. Tiene una hermana gemela, pero hace años que no hay comunicación entre ellas.
— ¿Y te aseguraste de que esto no se trate de una confusión y estemos acusando a la hermana equivocada? — no quería errores a la hora de arremeter contra la asesina de su hermano.
— Lo hice, señor, pero efectivamente la joven que busca es Ana Paula. Ha tenido varios problemas con la ley por robos menores a tiendas y chantaje. Su nombre figura en la base de datos policial. Es la misma mujer que intentó estafar a su hermano.
Santos asintió y cruzó las manos sobre el escritorio.
— Cuéntame sobre esa hermana gemela. ¿Por qué razón no existe comunicación entre ellas?
— Eso no lo sé, señor, pero lo que mi equipo alcanzó a averiguar con algunas personas del vecindario en el que vivieron toda su adolescencia es que no se llevaban bien y Ana Paula siempre la metía en problemas.
— Muy bien — tomó el documento y se incorporó —. ¿Tengo aquí todo lo necesario para enviarla a prisión?
— Así es, señor.
— ¿Llamaste a nuestro contacto en la policía?
— Estaba esperando su autorización.
— La tienes. Quiero a esa mujer tras las rejas esta misma tarde — espetó con frialdad antes de salir.
— Señor, ¿iremos a algún lado? — preguntó Leonas, revisando la agenda digital en su reloj. No tenía nada más para ese día.
— Sí, quiero estar presente cuando la arresten.
— Como ordene, señor.
Ana Paula se miró al espejo y acaricio su vientre levemente hinchado. Sin poder evitarlo, una lágrima manchó su mejilla. Se la limpió con rabia.
Desde que el padre de su bebé la había usado en la cama y abandonado, se había sentido más sola y rota que nunca. Su madre le dio la espalda, de su hermana no sabía nada hace años y a su padre nunca lo conoció.
Su vida había cambiado.
A veces recordaba con ilusión aquellas noches en las que, sin reservas, se entregó a Cesar. Y en más de una ocasión, esperó a que él volviera, pero ya habían pasado más de tres meses de eso y sus esperanzas murieron, sobre todo porque había sido muy contundente en aquella carta.
Recordó con rabia y tristeza entremezclada. Había llegado al puerto marítimo, donde solían verse al atardecer. Tomaban algo juntos al tiempo que compartían miradas cargadas de electricidad y roces inocentes que, llegados a un punto, los sacaba entre beso y beso de allí hasta la privacidad de una preciosa y lujosa suite de hotel. Pero esa tarde… esa tarde fue distinto, él ya no la esperaba, y a cambio, una camarera le entregó la carta.
“Lo que vivimos estas semanas no fue más que una aventura pasajera para mí. Fuiste muy tonta al creer que yo de verdad estaba enamorándome. Adiós y no me busques”
La leyó con ojos llorosos, incluso una lágrima manchó el papel. Su corazón se hizo trozos a partir de ese momento y juró que no lo buscaría… ni siquiera cuando se enteró de que esperaba un hijo suyo.
Sacudió la cabeza y volvió al presente.
— No te preocupes, bebé, te prometo que yo me encargaré de que nunca te sientas solo — susurró a su pequeño angelito con cariño.
Sería madre soltera, quizás de una niña o un varón, no lo sabría hasta el nacimiento, pues sin trabajo fijo no le alcanzaba para una de esas ecografías, si acaso para las vitaminas que le sugirió tomar su vecina porque eran las que le recomendó el doctor a ella con sus dos hijos.
Terminó de alistarse. Ese día tenía trabajo, y aunque no era mucho lo que le pagarían, le serviría muchísimo. Tenía toda la predisposición de salir adelante… por ella y por su hijo.
— ¿Es aquí? — preguntó Santos a Leonas al parquearse frente a un viejo y desgastado edificio en un barrio altamente peligroso.
— Sí, señor, de hecho, creo que… esa es la joven — señaló a una muchacha que salía por una puerta mal pintada con rastros de óxido.
Santos la miró atónito.
— ¿Estás seguro de que es ella?
— Sí, señor — aseguró Leonas luego de revisar una copia del expediente y comprobar que, en efecto, la de las fotos era ella.
El CEO Torrealba entornó los ojos. Era impresionantemente bella, tenía el cabello de un castaño precioso y su piel era tan blanca como la de un cisne. Sin embargo, nada de eso le causó tanta impresión como la pequeña y notoria prominencia en su vientre.
— ¿Qué carajos, Leonas? ¿Esa mujer está embarazada? — cuestionó a su escolta.
Leonas, confundido, revisó a detalles las fotografías que su equipo había captado los últimos meses, pero, en ninguna de ellas, se notaba lo que él y su jefe estaban viendo en ese momento.
— No entiendo, señor, creo que… se debe a que en las fotos está usando ropa holgada y aquí, bueno, no exactamente.
Santos negó.
No.
No podía ser cierto.
Y si lo era… si esa mujer estaba embarazada. ¿Ese hijo de quién era?
No lo pensó dos veces antes de bajar del auto.
— Detén a la policía y espera aquí.
— ¿Señor, que va a hacer? — llamó Leonas, pero su jefe simplemente no se detuvo hasta interceptar a esa descarada.
Unas semanas después… Tener que adaptarse a vivir juntos no fue nada complicado. Raquel lo hacía demasiado fácil. Los despertaba con brincos en la cama cada mañana y los tenía activos todo el día esperando que igualaran sus energías. Elizabeth parecía otra. Estaba renovada. Lo que la convertía en una mejor madre para su hija y la mujer con la que Leonas merecía compartir su vida. Una noche, en complicidad, padre e hija planearon una cena romántica en el jardín. Él se vistió de esmoquin y ella de chef profesional. Lo que arrancó una contagiosa carcajada de Elizabeth en cuanto bajó las escaleras y apareció en el jardín, con aquel precioso vestido rojo que él había dejado en la cama de ambos con una pequeña nota que decía. “Úsame esta noche” — ¿Qué es todo esto? — Usted, señora, y yo, hemos sido cordialmente invitados a probar el nuevo platillo, especialidad de la chef. — ¡Esa soy yo! — alzó el dedo, con su gorrito blanco que le quedaba divino. Elizabeth les siguió el juego. — ¿
— ¿Beth? — él la miró extrañado y la instó a continuar. En eso, se acercó Dalia. Elizabeth la examinó de arriba hacia abajo, después apartó la mirada. Leonas notó que Dalia todavía tenía puesta una camisa de él. M****a. Cerró los ojos por un segundo. — Elizabeth… — Iré por Raquel. He estado loca por pasar tiempo con ella — dijo con una sonrisa apagada, intentando restarle importancia a la situación. Y sin esperar a que él la detuviera, caminó hasta la casa. — ¿Está todo bien? — le preguntó Dalia en cuanto se quedaron solos. — Dalia, tienes que… — torció el gesto. La mujer arrugó la frente. Miró hacia la dirección en la que había desaparecido Elizabeth y después a él. Comprendió inmediato. — Dios, ¿es ella? — preguntó, avergonzada — ¿Es… Elizabeth? — Leonas asintió —. Dios, seguro imaginó lo peor. Yo… lo mejor será que me vaya, ¿verdad? Él se encogió de hombros. — ¿Estarás bien? — Sí, llamé a una amiga. Vendrá por mí. Justo venía a avisarte. Leonas asintió y la despidió co
2 meses después… — ¿Y bien, Elizabeth? ¿Cómo te sientes? ¿Estás lista para volver a São Paulo? — le preguntó la psicóloga aquella última tarde en la que se verían. Tuvo un escalofrío. No porque no estuviese lista… sino por todo a lo que había tenido que enfrentarse para llegar a ese punto. Mostró una sonrisa. — No puedo evitar sentirme nerviosa. La mujer le devolvió el gesto. Estaban sentadas la una frente a la otra. — Es completamente normal — le dijo —. ¿Recuerdas nuestra primera consulta? Se recordó hecha pedazos, con miedo al futuro y a sí misma... a no volver a ser ella, a quedarse atrapada en ese oscuro pasado y a que la sombra de Renato no la dejara nunca en paz. — Escucho su voz en mi cabeza — recordó haberle dicho. Había tenido que armarse de un necesario valor para hacerlo. La mujer asintió, paciente. — ¿Y qué te dice esa voz? — Cosas horribles, y ha empeorado desde que… — bajó la mirada, sin poder continuar. — Decidió quitarse la vida en frente de ti porque querí
Poco recordaba Elizabeth de lo que había sucedido esa terrible noche. Solo supo que Leonas se encargó de absolutamente todo. Completó las respuestas a la pregunta de la policía, se aseguró de que el cuerpo de Renato fuese llevado a donde pertenecía y consoló a Raquel hasta que se quedó dormida. También dio aviso a la familia. La prensa no tardó en enterarse y rodear la casa. Redujeron el escenario a una absurda y macabra historia de hombres peleando a cuerpo por la mujer que amaban que terminó en tragedia. Una vil mentira. Renato nunca fue capaz de amarla. Eso también él lo controló. El asunto se extendió hasta las dos de la mañana… cuando de a poco, todo el mundo fue desalojando la propiedad. — Iré al hospital a ver cómo se encuentra Alina. Raquel se ha quedado dormida al fin. ¿Estarás bien? — le había dicho en voz baja. La había encontrado en su habitación hecha un ovillo. Ella apenas asintió. Leonas experimentó un ramalazo de preocupación al verla así. Se había alejado de todo
Elizabeth creyó estar reviviendo la peor de sus pesadillas. No, no podía estar ocurriendo otra vez. Corrió con todas sus fuerzas en dirección al grito. Leonas no la detuvo, y a cambio, cargó el arma que siempre llevaba en la cinturilla de su pantalón y se preparó para el peor de los escenarios. Se detuvieron de súbito ante el escalofriante escenario. Elizabeth ahogó un jadeo de horror. Alina estaba tirada en el piso, envuelta en un charco de sangre, apretándose la herida como tantas veces Leonas le había enseñado en caso de ser necesario. Y sonreía… la pobre mujer sonreía para que no se preocuparan por ella. — ¿No les parece que hemos vivido antes este momento? — preguntó Renato, divertido. Llevaba una pistola consigo. La misma con la que había disparado a Alina. Elizabeth apretó los puños. Su aspecto era el de un hombre acabado. Había bajado varios kilos y tenía una barba de una o dos semanas. Llevaba puesta una chaqueta desgastada, al igual que sus pantalones. Lucía fatal, lejos
Después de largos segundos, Leonas salió de su estupor, se pasó la mano por el rostro y fue tras ella. — ¡Beth, espera! — la vio bajar las escaleras. Tenía prisa por alejarse de él. Eso le dolió — ¡Beth, por favor! Ella se detuvo al final del último escalón. Él la alcanzó. — ¿Qué quieres que espere? — le preguntó con el corazón chiquitito — No quiero verte ahora. — No me digas eso — rogó, dolido. — Entonces deja que me vaya. — No puedo hacer eso… no puedo dejar que te expongas y expongas la vida de nuestra hija allí fuera — le dijo en tono pausado. Suspiró —. Beth, escucha, asumo toda la culpa por haberte ocultado algo importante en pos de protegerte, pero tu familia y yo creíamos que… — ¿Mi familia? — enarcó una ceja — ¿Quieres decir que todos lo sabían menos yo? — él no dijo nada en ese momento —. No tenían ese derecho… — Fue un error, sí, pero no puedes culparnos por intentar protegerte, por intentar… evitarte un dolor. — Oh, Leonas, cuan hipócrita se escucha eso — escupió
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