Trágame tierra

Sofia 

Me desperté con el canto de las campanas a las cinco de la mañana, después de haber dormido apenas tres horas, si es que a eso se le podía llamar dormir. Había pasado gran parte de la noche recordando el rostro del padre  cuando me vio desnuda: sus ojos abiertos como platos, sus labios temblando y ese rubor subiéndole por el cuello perfecto.

Sacudí la cabeza para borrar esa imagen antes de irme directa al infierno. Me puse la túnica beige, me recogí el cabello en un moño bajo y me miré al espejo. Parecía una mezcla entre La Monja y Caperucita sin capa.

Suspiré, acomodándome bien el velo antes de salir de la habitación.

Caminé por los pasillos silenciosos hasta la oficina de mi tía, la madre superiora Miranda, tocando la puerta con suavidad. La escuché decir “adelante” con esa voz firme que siempre me hacía querer enderezar la espalda y confesar todos mis pecados… incluidos los pensamientos inapropiados que había tenido sobre un cierto sacerdote.

—Buenos días, tía… madre superiora —me corregí antes de que me regañara.

—Buenos días, Sofía —dijo ella sin mirarme, revisando unos papeles en su escritorio de madera oscura—. Hoy tendrás una tarea especial.

Tragué saliva, sintiendo un mal presentimiento recorrerme la columna.

—¿Especial…? —pregunté, intentando sonar tranquila mientras mis manos sudaban debajo de la manga ancha de la túnica.

La madre superiora levantó la mirada y entrecerró los ojos con atención. Su velo blanco caía perfecto sobre sus hombros huesudos. Nunca entendí cómo lograba que ni un cabello se asomara.

—Hoy ayudarás al padre con las visitas a los feligreses. Deben dar la comunión a los ancianos y bendecir las casas nuevas.

Visitas. Comunión. Casas. Todo bien… hasta que la palabra padre retumbó en mi mente como un tambor de guerra.

Mi corazón empezó a golpearme las costillas.

Dios mío… no. Por favor no.

Ella se levantó y caminó hacia la puerta, indicándome que la siguiera. Sus pasos eran firmes y sus sandalias negras rechinaban sobre el piso de mármol. Yo iba detrás, rogando internamente para controlar mis pensamientos.

—Hola, padre —dijo la madre superiora con un tono respetuoso mientras entrábamos al salón principal del convento.

Yo apreté los ojos con fuerza antes de abrirlos de nuevo y girarme. Estaba lista para encontrarme con su mirada dulce y culpable, con sus labios tensos, su mandíbula firme y esos ojos color miel.

Pero en lugar de eso…

Vi a un hombre viejo.

Muy viejo.

Tenía la espalda encorvada, el cabello completamente blanco y unas cejas gruesas que parecían dos orugas albinas. Llevaba lentes bifocales que ampliaban sus ojos como lupas y caminaba apoyado en un bastón de madera pulida.

—Buenos días, hermana Sofía —dijo con voz grave y temblorosa, asintiendo levemente.

—Buenos días… padre —respondí, reprimiendo una carcajada que amenazaba con salir. Porque mi mente traicionera no pudo evitar comparar al otro sacerdote con el padre Sebastián y agradecerle a Dios, con una risa interior, que al menos este no me vería desnuda. Si lo hacía, probablemente necesitaría un desfibrilador.

—Irán juntos a las visitas de hoy —dijo la madre superiora con severidad—. Padre Sebastián, Sofía será su apoyo.

—Claro… claro… —murmuró él, ajustándose las gafas con un temblor en la mano.

Yo asentí con una sonrisa amable, y la madre superiora me dedicó una última mirada de advertencia antes de irse. 

Caminé al lado del padre Sebastián, siguiéndolo por los pasillos. Él avanzaba tan lento que me dieron ganas de empujarlo en su silla de ruedas imaginaria.

Conté mentalmente los pasos para no desesperarme. Uno. Dos. Tres… ochenta y cinco… ciento diez… y apenas habíamos avanzado diez metros.

—Padre… —dije con cuidado—. ¿Quiere que le ayude con su bastón?

Él me miró por encima de sus lentes con expresión grave.

—Si me quitas el bastón, hermana, te arrastraré conmigo al suelo —respondió, tan serio que solté una risita nerviosa.

“Ok, Sofía, cállate”, me dije mentalmente mientras continuábamos avanzando hacia el estacionamiento trasero del convento.

—La madre superiora me tiene al tanto de todo —dijo él de pronto, rompiendo el silencio mientras bajábamos un pequeño escalón con esfuerzo—. Sé que no quieres estar aquí. Pero espero que esto sea… um… una experiencia enriquecedora para ti.

Sus palabras, tan honestas y pausadas, me hicieron sentir culpable. Porque sí, al principio no quería estar aquí… pero ahora había algo que me hacía querer quedarme. O más bien, alguien.

—Lo intentaré, padre —respondí en voz baja.

Finalmente llegamos al garaje. Frente a mí había una camioneta… bueno, si es que a eso se le podía llamar camioneta. Era un vehículo viejo, muy viejo, color blanco percudido con óxido en las puertas, las llantas casi lisas y un par de calcomanías religiosas despegadas.

“Jesús te ama”, decía una, colgando a la mitad como una lágrima derretida.

El padre Sebastián soltó un suspiro profundo antes de apoyarse en su bastón y mirarme con severidad.

—Sofía.

—Sí, padre —respondí de inmediato, tiesa como un soldado.

—Hoy no iré contigo. Hoy… Irás con el seminarista Fernando.

Mi corazón se detuvo un segundo. O dos. O diez.

—¿Qué… qué dijo? —pregunté, tartamudeando.

—Fernando, baja del auto y saluda a la nueva hermana —ordenó el padre Sebastián con voz cansada.

Escuché cómo se abría la puerta del asiento del conductor. Y ahí estaba él.

El padre Fernando.

Con su sotana negra, su cuello blanco perfectamente colocado, su cabello castaño oscuro peinado hacia atrás, sus ojos miel evitando los míos con tanta fuerza que parecían pegados al suelo. Su mandíbula estaba tensa, y cuando me miró, fue solo un segundo, pero suficiente para que mis piernas temblaran bajo la túnica.

—Hola… hermana Sofía —dijo con voz baja.

—Hola… padre Fernando —respondí, intentando controlar el temblor en mis palabras.

—Ella nos acompañará hoy —dijo el padre Sebastián mientras se acomodaba los lentes—. Necesita paz y tranquilidad. Lo mismo que tú.

Fernando asintió, tragando saliva. Sus ojos se cerraron un momento, como si estuviera rezando en silencio, o pidiendo fuerzas para no mirar la curva de mis caderas que se marcaba bajo la tela beige.

Subimos a la camioneta. El asiento del copiloto estaba roto, así que tuve que empujarlo para que encajara en su lugar. El padre Fernando giró la llave, y la camioneta tosió. Literalmente. Tosió como un anciano fumador de sesenta años antes de encenderse.

—¿Estás bien? —preguntó él, con la mirada al frente.

—Sí… sí —dije, abrazando mi bolso de tela sobre el regazo.

El padre Sebastián se bajó del vehículo con lentitud. Apoyó su bastón en el suelo y nos miró con esa expresión sabia de abuelo que da miedo y paz al mismo tiempo.

—Fernando… cuídala. Sofía… escúchalo.

Ambos asentimos al unísono.

El padre Sebastián cerró la puerta con suavidad. El padre Fernando miró el espejo retrovisor, respiró hondo y metió primera.

Avanzamos apenas diez metros antes de que la camioneta empezara a temblar como si estuviera poseída por un demonio del motor. Todo vibraba. El volante, los asientos, mis dientes, mi cerebro.

—¿Esto… siempre es así? —pregunté, sujetándome al cinturón de seguridad que olía a incienso y guardapolvos viejos.

—No… normalmente es peor —respondió él con un leve toque de humor en su voz, el primero que le escuchaba desde que lo conocí.

Eso me hizo sonreír, aunque el temblor de la camioneta no paraba. El motor tosió de nuevo, como si fuera a estornudar y apagarse, y justo al llegar al portón del convento, un sonido seco retumbó.

La camioneta se detuvo en seco, vibrando por última vez antes de morir con un suspiro doloroso.

El padre Fernando apoyó la frente en el volante, suspirando con frustración. Yo me tapé la boca para no soltar la carcajada que subía con fuerza.

—Bueno… —dije entre risas contenidas—. Si querías una oportunidad para rezar juntos… Creo que este es el momento perfecto.

Él me miró, con esa mezcla de fastidio y deseo contenido que me derretía, y por primera vez, una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios.

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