Sofía
Despidiéndome de doña Rosa y don Hilario, me incliné para darles un suave beso en la mejilla a cada uno. Sus rostros estaban arrugados y suaves como una manta tejida, y sus sonrisas cálidas me hicieron sentir, aunque fuera por un segundo, que todo valía la pena. Incluso haber perseguido gallinas con olor a corral incluido.
—Cuídese, hermana Sofía —dijo doña Rosa, sosteniendo mis manos entre las suyas—. Y cuídenos al padre Fernando, que cada día anda más delgado de tanto trabajo.
Sentí un calor extraño subir desde mi estómago hasta mis mejillas. Miré al padre o seminarista Fernando de reojo, pero él solo sonreía con humildad mientras acomodaba la pequeña mochila de medicinas en su hombro.
—Siempre los cuidaremos a ustedes, doña Rosa —dijo él, con esa voz suave que me hacía temblar por dentro—. Nos veremos la próxima semana.
Subimos a la camioneta y Zeus nos despidió con dos ladridos alegres antes de correr hacia el corral. Cerré la puerta con cuidado mientras el padre Fernando en