Sofía
Abrí la puerta con una sonrisa cansada, esperando ver a algún vecino curioso o tal vez a un vendedor ambulante de empanadas, porque sinceramente, después de correr tras gallinas y casi morir atacada por Zeus, mi día no podía empeorar.
Bueno, me equivoqué.
Cuando vi quiénes estaban ahí, mis ojos se abrieron tanto que sentí que se me iban a caer de la cara. Eran dos oficiales de policía, con sus uniformes azul oscuro, gafas negras y expresiones tan serias que hasta sus cejas parecían estar enojadas.
Entre ellos estaba una señora mayor, con un vestido floreado, cabello gris perfectamente peinado en un moño y un bolso marrón colgado del brazo con fuerza.
—¡Oficiales, es ella! —exclamó la señora, señalándome con su dedo huesudo y tembloroso—. ¡Arresten a esa monja ladrona! Ella robó mis gallinas.
—¿Qué? —dije con un chillido, retrocediendo tan rápido que casi tropiezo con la puerta—. ¿Yo?
Sentí cómo se me secaba la garganta y el sudor frío me corría por la espalda. Tartamudeé, busca