Sofia
Hay un momento en nuestras vidas que solo tienes dos opciones: la primera dejarte ir con todo, la segunda huir. Y hoy creo que escogeré la segunda, bueno no es que tenga muchas opciones
—Sofía, puedes mirarme de una buena vez a los ojos.
—Ya lo pensé padre y no pienso casarme con tu socio. Me iré como misionera al Congo si sigues obligándome —dije firmemente.
Bueno mi padre tiene que entender, que así si nuevo socio sea un completo Adonis, no es mi agrado, odio los engreídos, arrogantes, mujeriegos, en fin, lo odio.
—Está bien, acepto que te vayas de misionera, es más, acabo de hablar con tu tía y ella te recibirá contenta. —¡Que!, no, mi padre debe estar bromeando.
Que puedo decir, el pez muere por su propia boca y hoy yo Sofía Villarreal, acabo de morir.
—Papá, espera un momento… ¿Qué tía? —pregunté con un hilo de voz, sintiendo cómo mi dignidad se resbalaba por el piso de mármol como mantequilla derretida.
—Tu tía Miranda —dijo mientras revisaba su reloj de oro con fastidio—. Vive en Nueva York. Dirige un centro de misiones, orfanato, comedor comunitario… todo eso que a ti te gusta. Te irás mañana mismo.
Esas palabras retumbaron en mi cabeza toda la noche. Dormí abrazada a mi almohada de unicornio como si pudiera salvarme del destino cruel que me esperaba. ¿Un convento? ¿Mi tía monja? No, no, no. Dios, si estás escuchando, te prometo que dejaré de espiar al entrenador del gimnasio si me salvas de esta.
Pero al amanecer ya estaba sentada en un avión rumbo a Nueva York, vestida con unos jeans rotos, un top negro y mi chaqueta de mezclilla. Mi cabello castaño iba hecho un desastre en un moño alto, y mis Converse blancas ya no eran tan blancas. No parecía precisamente alguien con vocación religiosa, pero bueno, nunca digan nunca.
Cuando el taxi me dejó frente al convento, sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Era un edificio antiguo de ladrillo rojo, con un portón de hierro negro y un letrero que decía “Convento Santa Magdalena de los Ángeles”. Tragué saliva.
Mi papá definitivamente me odiaba.
Toqué el timbre y esperé, balanceándome en mis pies para distraerme del frío. Escuché pasos al otro lado y la puerta se abrió, revelando a una mujer alta, delgada, con un hábito gris claro y un velo blanco perfectamente colocado. Tenía el rostro serio, pero sus ojos eran cálidos.
—Sofía Villarreal… —dijo con voz firme, como si estuviera leyendo un reporte de policía—. Bienvenida. Soy la madre superiora Miranda, tu tía.
Tragué saliva de nuevo.
—Hola… tía... Digo, madre superiora. Digo… ¿tía madre?
Me miró de arriba abajo con un ceño fruncido tan poderoso que casi me hizo retroceder dos metros.
—Ven, hija. Vamos a tu habitación. Luego hablaremos de tus ropas. Aquí vestimos con decoro y sencillez.
“Decoro y sencillez”. Dos palabras que claramente no existían en mi armario de crop tops y shorts diminutos. Caminé detrás de ella por los pasillos silenciosos, decorados con santos, vírgenes y crucifijos. El lugar olía a incienso, madera vieja y limpieza.
Llegamos a una habitación pequeña con una cama individual, un crucifijo sobre la cabecera y un armario diminuto. Había una biblia sobre la mesa de noche y una estampa de la Virgen María sonriéndome con compasión. Yo también te compadezco, Virgen, pensé, si tuvieras Tik Tok, sabrías lo difícil que es esta vida.
—Aquí dormirás. La misa de la mañana es a las cinco. No se permiten teléfonos durante los rezos ni en las horas de servicio. Te levantarás con las demás hermanas, ayudarás en la cocina y limpiarás la capilla. —Me miró con severidad—. Y sí, tendrás que usar el uniforme de voluntaria.
Yo solo quería llorar.
—¿Uniforme… de voluntaria?
Me extendió una túnica beige con un velo blanco.
Parecía la versión religiosa de un disfraz de Halloween.
—Póntelo, baja en quince minutos. No tolero la pereza ni el desorden.
Y se fue, dejando su aroma a jabón neutro y pureza flotando en el aire. Me senté en la cama, abracé la túnica y respiré hondo.
—Bienvenida al infierno, Sofía Villarreal —me susurré a mí misma.