No sé si alguna vez has intentado bañarte en un convento a las cinco de la mañana en pleno invierno neoyorquino. Si no lo has hecho, felicidades, eres un ser bendecido.
Porque hoy, mientras yo me sacaba la túnica beige y la dejaba cuidadosamente colgada en el único gancho de metal que había en la ducha comunitaria, pensé que quizá el Congo no sonaba tan mal después de todo.
Encendí la llave y esperé. Nada. Giré hacia la izquierda. Nada. Giré hacia la derecha de nuevo y de pronto, sin previo aviso, un chorro de agua helada como el corazón de mi ex cayó sobre mí.
—¡AAAAAAAAAAAAAH! —grité como si me estuvieran asesinando.
Intenté apartarme, pero el baño era tan pequeño que terminé resbalándome y chocando contra la pared de azulejos blancos. Me temblaba todo el cuerpo, los dientes castañeaban.
—¡Hermana! Del… —escuché que alguien gritaba desde afuera, con voz masculina y preocupada.
Antes de que pudiera reaccionar, escuché la puerta abrirse con un golpe.
—¡Hermana, se encuentra bien! Voy a entrar.
—¡NO! ¡NO ENTRE! —grité con desesperación, cubriéndome los pechos con mis manos mientras intentaba ocultarme detrás de la cortina transparente.
—Voy a entrar… —repitió él, y su voz sonaba cada vez más cerca.
Vi cómo una mano grande y fuerte empujaba la cortina un poco, mientras la otra cubría sus ojos. Avanzaba a ciegas, con la palma extendida hacia adelante como si buscara fantasmas.
—Hermana, ¿está usted bien? Escuché un grito… ¿está herida? —preguntó con urgencia.
—¡NOOOOO! ¡SALGA DE AQUÍ! —grité nuevamente, mientras el agua seguía cayendo sobre mi cuerpo desnudo y helado, pegando mis pechos y mi cabello mojado a mi piel con una sensación de vulnerabilidad absoluta.
En ese momento, él bajó la mano de sus ojos solo un segundo y… sus pupilas se agrandaron de inmediato.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó, dando un paso atrás con tanto ímpetu que tropezó con el borde de la puerta, perdió el equilibrio y cayó de espaldas al piso con un golpe seco.
Yo me quedé congelada (literal y figurativamente), sin saber si cubrirme, correr o reanimarlo.
—¡Padre! —grité mientras cerraba la llave con brusquedad. Tomé una toalla blanca y me la enrollé alrededor del cuerpo, aún temblando. Salí con cuidado de la ducha, dejando un rastro de agua detrás de mí.
El padre estaba en el piso, con su sotana negra algo arrugada, sus ojos cerrados y su pecho subiendo y bajando rápido.
Tenía el rostro completamente rojo.
Dios santo, era guapo. Muy guapo, demasiado guapo.
—Padre… ¿se siente bien? —pregunté con cautela, inclinándome hacia él mientras sostenía con fuerza la toalla para que no se me bajara.
Sus ojos se abrieron de golpe y me miró. Se puso aún más rojo.
—Hermana… yo… yo lo siento mucho, muchísimo. Creí… pensé… escuché su grito y… y… —tartamudeaba sin control, como si su cerebro estuviera sobrecalentado.
—Tranquilo, padre. Fue… el agua. Estaba fría. —Intenté sonar casual, aunque mi dignidad y mi cuerpo tiritaban como gelatina en terremoto.
—¿Agua fría? —preguntó, aún aturdido.
—Sí… helada. Literalmente. Como el Ártico. Como el corazón de Satanás. Como… como… —me detuve porque su mirada bajó inconscientemente por mi cuello hasta el borde de la toalla.
Dios… mis pezones estaban marcados contra la tela húmeda. No había forma de ocultarlos.
Él cerró los ojos con fuerza y giró el rostro, cubriéndose con una mano mientras murmuraba algo como “perdóname, Señor, por lo que mis ojos han visto”. Quise reírme, pero el temblor me lo impidió.
—Padre… ¿puede ponerse de pie? —pregunté con voz temblorosa, aunque no sabía si por el frío o por la vergüenza de que un sacerdote me hubiera visto completamente desnuda.
—S-sí, sí… claro —balbuceó, y se incorporó con dificultad. Evitaba mirarme, como si un solo vistazo pudiera enviarlo directo al infierno sin escalas.
Yo me aparté un paso y busqué a tientas mi ropa interior en el banquito de madera al costado. Él, sin mirar, caminaba a ciegas hacia la puerta con la mano extendida como un zombie casto y avergonzado.
—Gracias… padre —dije con un hilo de voz.
—No… no fue nada. Quiero decir… sí fue… pero… bueno… me voy —dijo atropelladamente y salió, cerrando la puerta con tanta fuerza que la cortina de la ducha se agitó.
Me senté en el banquito de madera, con la toalla empapada pegada a mi piel, y me cubrí el rostro con las manos. Mi corazón latía a mil. Nunca, jamás en mi vida, me había visto desnuda de esa forma.
Ni siquiera mi ex, mejor dicho, nunca nadie me ha visto mi cuerpo, excepto el médico que me vio nacer.
Pero el padre… él me había visto toda. TODO.
Y lo peor no era eso.
Lo peor era que, en el segundo en que sus ojos me recorrieron, sentí un calor extraño en el pecho y en mi vientre bajo. Un calor que nada tenía que ver con el agua congelada.
Me levanté, me sequé rápido y me puse la ropa interior de algodón blanco y la túnica beige. Mientras me miraba en el espejo empañado, con el cabello goteando y el corazón aún acelerado, pensé en sus ojos.
Ojos color miel, profundos, enmarcados por pestañas oscuras. Unos ojos que no parecían de sacerdote, sino de hombre. De hombre que alguna vez había deseado.
Sacudí mi cabeza. ¡No, Sofía! Me regañé mentalmente. Él es un sacerdote. Un siervo de Dios. Un hombre de fé. No un modelo de Calvin Klein ni un actor de esas películas eróticas que ves a escondidas cuando no puedes dormir.
Salí del baño en silencio, con la dignidad por el piso y la toalla empapada en las manos. Al llegar al comedor común, lo vi sentado en una de las bancas de madera, con un rosario en las manos, murmurando oraciones tan rápido que parecía estar pagando todas sus culpas acumuladas.
Cuando me vio, su rostro se enrojeció nuevamente. Bajó la mirada con humildad, pero vi cómo su cuello latía, como si su pulso estuviera tan acelerado como el mío.
Me senté a su lado y carraspeé.
—Padre… lo siento mucho. Fue un accidente. No quería incomodarlo.
Él negó con la cabeza, con el ceño fruncido y los labios tensos.
—No… no es su culpa. Fue mía. No debí entrar sin… sin… sin… —cerró los ojos y respiró hondo—. Sin pensarlo.
Vi cómo sus manos temblaban sobre el rosario y una parte perversa de mí sintió un cosquilleo cálido en la boca del estómago.
¿Qué demonios me pasaba?
¿Acaso quería seducir a un sacerdote?
¿A mí, la misionera forzada, me atraía un padre?
Suspiré y miré hacia adelante, fingiendo devoción frente al crucifijo de madera tallada.
“Bienvenida al infierno, Sofía Villarreal”, me repetí en silencio.
Pero algo dentro de mí susurró que, si este era el infierno, quizá no estaba tan mal después de todo.