Fernando
Nunca en mi vida había sentido tanto calor en pleno invierno.
Ni siquiera cuando iba al gimnasio y entrenaba como loco para bajar la barriga cervecera que me dejaban los domingos de N*****x con pizza.
Pero ahora… sentado al volante de esta camioneta destartalada, con Sofía a mi lado, sentía que mi sotana entera (o bueno, mi suéter negro de seminarista en este caso) ardía como si estuviera hecha de brasas.
“Concéntrate, Fernando”, me repetía mentalmente mientras giraba la llave. El motor gruñó como un perro viejo y cansado. Insistí un par de veces hasta que, milagrosamente, rugió con un jadeo final y empezó a vibrar.
—¡Oh, gloria celestial! —susurré sin querer.
La escuché reír bajito a mi lado. Fue un sonido suave, casi musical, que me recorrió el pecho como una caricia.
No, Fernando. No. Ella es una monja… bueno, casi monja… bueno, nada de monja, pero está en un convento. Tú eres un seminarista. Fin.
Apreté el volante con fuerza y la camioneta empezó a moverse entre saltos y crujidos. Parecía que cada tornillo se iba a desarmar. Intenté ignorar su perfume tenue de jabón neutro y lavanda. Intenté no mirar cómo su túnica se abría apenas en su cuello, dejando ver un trocito de piel blanca y húmeda. Intenté no recordar…
No, no iba a recordarlo.
Ese cuerpo mojado y tembloroso no era para mí. Era una prueba.
Una prueba muy dura.
Avanzamos por la carretera rural, saliendo del convento hacia los barrios más pobres que visitaríamos hoy. Cada tanto ella suspiraba y yo me tensaba. Quería decir algo. Preguntarle si estaba bien. Si había dormido. Si… cualquier cosa. Pero si abría la boca, seguramente iba a salir un balbuceo ridículo o un “Padre nuestro” a media frase.
Fue entonces cuando sentí que las llantas empezaban a resbalar.
No.
No. No. No.
La camioneta dio un salto, otro más, y finalmente se hundió con un sonido horrible: glushhh.
Miré por el retrovisor. Barro. Barro espeso, oscuro, de ese que se mete en los zapatos y no sale nunca.
Cerré los ojos y conté hasta tres antes de hablar.
—Bueno… parece que… tendremos que bajar.
Ella me miró con esos ojos grandes y marrones que no ayudaban en nada a mi autocontrol.
—¿Nos quedamos atascados? —preguntó, ladeando la cabeza con curiosidad infantil.
—No. Claro que no. Solo… solo vamos a inspeccionar. —Intenté sonar firme y seguro, pero mi voz tembló como gelatina.
Apagué el motor, bajé y sentí el viento frío azotarme el rostro. Caminé alrededor de la camioneta. El barro llegaba casi hasta la mitad de las llantas traseras. Genial. Perfecto. Divino.
Me agaché a revisar mientras escuchaba sus pasos suaves detrás de mí.
—Hermana Sofía… —dije con la voz más neutral que encontré—. ¿Podría… podría venir un momento?
—¿Yo? —preguntó, como si no hubiera otra persona en el planeta.
—Sí… usted. Ven…digo, venga aquí, por favor. —Me corregí, avergonzado de mi torpeza.
La vi acercarse con cuidado, levantando apenas la túnica para que no se llenara de barro. Y vi, sin querer ver, la curva de sus pantorrillas blancas, la forma delicada de sus tobillos. Cerré los ojos un segundo. “Ave María Purísima”, recé en silencio.
—¿Qué necesita, padre Fernando? —preguntó con voz dulce.
Me obligué a mirar el barro, no su boca.
—Voy a intentar acelerar para ver si logramos salir. Necesito que pongas la mano aquí —le señalé una parte del guardabarros metálico oxidado—, y empujes un poquito cuando te diga. ¿De acuerdo?
Ella me miró como si le hubiera pedido desactivar una bomba nuclear.
—¿Empujar? ¿Aquí? Pero… ¿y si me caigo al barro? —preguntó con un puchero que me hizo doler el pecho.
—Te prometo que no te caerás —mentí descaradamente, porque la conocía hace dos días y ya sabía que la hermana Sofía era capaz de tropezar con el aire.
—Está bien… —dijo, con un suspiro resignado, y colocó su mano en la parte que le indiqué.
Yo me subí de nuevo al asiento, agarré el volante y giré la llave. El motor vibró, rugió, y sentí las llantas patinar.
Escuché su pequeño grito de susto afuera. Me asomé y vi que estaba bien, aunque se había cubierto el rostro con la otra mano para evitar el salpicón de barro.
—¡Lo estás haciendo bien! —le grité.
No respondió, solo resopló y empujó con más fuerza.
Volví a pisar el acelerador. Las llantas giraron con rabia y de pronto, un CLANK metálico sonó bajo el capó. Algo chirrió, se zafó, y un humo negro empezó a salir por el frente.
—¡No! ¡No, no, no…! —murmuré, bajando de un salto.
Corrí hacia ella y la vi ahí, quieta como una estatua, con la cara completamente negra de hollín y humo quemado.
Los ojos eran dos esferas blancas gigantes en medio de un rostro carbonizado. El cabello estaba erizado hacia atrás, lleno de ceniza, como si hubiera metido un tenedor en un enchufe.
Parecía un dibujo animado después de explotar dinamita.
Por un segundo, me quedé mudo.
Y luego…
No pude evitarlo.
Me reí.
Intenté taparme la boca con la mano, pero un sonido extraño, mitad risa, mitad gemido ahogado, se me escapó.
Ella parpadeó un par de veces y me miró con un odio tan puro que casi hizo que me persignara.
—¿Te parece gracioso, padre? —preguntó, con la voz más calmada y fría que le había escuchado.
Tragué saliva, luchando por no reír de nuevo.
—No… no… bueno… sí… un poco —admití, frotándome la nuca.
Ella cerró los ojos, respiró hondo, y cuando los abrió otra vez, sus pestañas estaban tan cubiertas de hollín que parecían postizas.
—¿Sabes qué, padre Fernando?
—¿Qué… hermana? —pregunté, aún con la sonrisa tonta.
—Cuando llegue al convento, haré una novena completa para que te caiga un rayo —dijo con toda la solemnidad de una profeta del Antiguo Testamento.
Y ahí, viéndola de pie en medio del barro, con su túnica sucia, el rostro negro y esos ojos que parecían dos lunas brillantes, sentí algo tan fuerte que me asustó.
Deseo.
Enternecimiento.
Diversión.
Y algo más profundo.
Algo que no debería sentir.
Intenté no mirarla con ternura. Intenté no mirarla con hambre. Pero era imposible.
Era la hermana Sofía.
Mi prueba más difícil.
—Ven —dije con suavidad, ofreciéndole un pañuelo de mi bolsillo. Me lo quitó de la mano de un tirón y empezó a limpiarse el rostro con brusquedad.
—¡Ay! —se quejó al frotar su nariz con fuerza.
—Suave, Sofía… suave —susurré.
Me miró desde su cara medio limpia y medio ennegrecida. Y en ese momento, entre el olor a aceite quemado, el frío cortante y el humo que se elevaba entre nosotros, supe que estaba perdido.
Muy perdido.
Porque nada en la vida se comparaba a verla así: vulnerable, furiosa, hermosa… real.
Y yo…
Yo no quería ser un sacerdote en ese instante.
Yo quería ser un hombre capaz de tomarla en brazos, besarla y prometerle que nunca más tendría que limpiar hollín de su cara.
Pero no podía.
Porque Dios… Dios tenía otros planes para mí.
O eso quería creer.
—Bueno… —tosió y se terminó de limpiar—. ¿Y ahora qué hacemos, padre ?
Me encogí de hombros.
—Rezamos, hermana. Rezamos mucho. Porque esta camioneta no llega ni a la esquina.
Y mientras ella rodaba los ojos con fastidio, yo recé en silencio.
No por la camioneta.
Ni por el barro.
Sino para que Dios me ayudara a no desear tanto a la única mujer que no podía tener.