CORONAS Y CAOS EN ELDORIA

CORONAS Y CAOS EN ELDORIAES

Romance
Última actualización: 2025-07-17
QUINN  Recién actualizado
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Resumen
Índice

En la brillante y caótica ciudad-estado de Eldoria, donde la realeza convive con el pueblo en una mezcla explosiva de tradiciones antiguas y modernidad, la joven Isabella Valenor, una plebeya con sueños demasiado grandes para su humilde origen, termina enredada en una intriga palaciega cuando un inesperado matrimonio arreglado la une al rebelde y carismático príncipe Sebastián Arion. Sebastián, cansado de las reglas y la rigidez de la corte, es conocido tanto por sus escándalos como por su ingenio agudo y su sentido del humor irreverente. La relación entre Isabella y Sebastián comienza llena de malentendidos, peleas cómicas y desafíos constantes, pero también de momentos inesperados de ternura y aventura. Entre conspiraciones, fiestas fastuosas, carreras por las calles de Eldoria y secretos que podrían derribar al reino, Isabella y Sebastián deberán aprender a confiar el uno en el otro para sobrevivir a los peligros que acechan en su propia casa... y, quizás, a enamorarse en el proceso.

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Capítulo 1

1

Isabella Valenor estaba concentrada en dar los últimos toques a una delicada joyería de plata cuando el estruendo de cascos contra las piedras del patio la sobresaltó. El cincel se le resbaló de las manos y apenas logró evitar que la pieza, fruto de tres días de trabajo meticuloso, se estrellara contra el suelo. Sus ojos color miel se alzaron hacia la ventana del taller con una mezcla de curiosidad y irritación.

 

"¿Quién diablos viene a galope en pleno mediodía?" murmuró, limpiándose las manos en el delantal manchado de óxido y plata. El barrio de los artesanos de Eldoria era conocido por muchas cosas, pero desde luego no por recibir visitas ecuestres tan dramáticas.

 

Su padre, Tomás Valenor, un hombre de espaldas anchas y manos curtidas por décadas de trabajo, asomó la cabeza desde el almacén con expresión preocupada. Los años habían plateado su cabello castaño, pero sus ojos conservaban la misma vivacidad que había heredado Isabella.

 

"¿Esperábamos a alguien?" preguntó, secándose las manos en un trapo.

 

"Solo si los duendes del bosque han aprendido a montar," respondió Isabella con su característico sarcasmo, aunque una punzada de inquietud comenzaba a formarse en su pecho.

 

El sonido de botas militares resonó en el estrecho pasillo que llevaba a la entrada principal del taller. Isabella intercambió una mirada con su padre. En Eldoria, cuando los soldados reales aparecían en tu puerta, las opciones eran limitadas: o alguien había cometido un delito grave, o estabas a punto de recibir noticias que cambiarían tu vida para siempre. Y considerando que los Valenor eran ciudadanos ejemplares que pagaban sus impuestos y respetaban las leyes, Isabella temía que fuera lo segundo.

 

"Señorita Isabella Valenor," la voz resonó desde el umbral con la autoridad de quien está acostumbrado a ser obedecido inmediatamente. Un hombre alto, vestido con el uniforme azul y dorado de la guardia real, se quitó el yelmo revelando un rostro serio y una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda. "Soy el Capitán Aldric Morne. Vengo por orden directa de Su Majestad la Reina Adelina."

 

El cincel que Isabella acababa de recoger volvió a caer de sus manos. Esta vez no se molestó en atraparlo.

 

"¿La Reina?" repitió, con la voz ligeramente más aguda de lo que habría querido. "¿Qué podría querer la Reina con una simple artesana?"

 

El Capitán Morne la estudió con ojos grises que parecían evaluar cada detalle de su apariencia. Isabella se sintió súbitamente consciente de su delantal manchado, de sus manos sucias y de los mechones rebeldes que se habían escapado de su trenza castaña.

 

"Su Majestad requiere su presencia inmediata en el palacio," anunció, extendiendo un pergamino sellado con el emblema real: un dragón dorado sobre campo azul. "Hay asuntos de importancia que discutir."

 

Isabella tomó el pergamino con manos temblorosas. El sello se sintió extrañamente pesado entre sus dedos, como si cargara con el peso de algún destino inevitable. Su padre se acercó y puso una mano protectora sobre su hombro.

 

"¿Qué tipo de asuntos?" preguntó Tomás, con la voz cargada de la preocupación paternal.

 

"Asuntos que conciernen únicamente a la señorita Valenor," respondió el Capitán, aunque su tono se suavizó ligeramente. "Puedo asegurarle que no ha cometido ningún delito. Al contrario, podría decirse que está a punto de recibir un... honor considerable."

 

La palabra 'honor' sonó en los oídos de Isabella como una campana de advertencia. En su experiencia, cuando la realeza hablaba de honores para los plebeyos, generalmente significaba que tu vida estaba a punto de complicarse de maneras que jamás habías imaginado.

 

"¿Puedo al menos cambiarme?" preguntó, mirando su apariencia desarreglada.

 

"Por supuesto. Pero no tardemos demasiado. Su Majestad no es conocida por su paciencia."

 

Isabella subió corriendo las escaleras que llevaban a su pequeña habitación en el segundo piso. Sus manos temblaban mientras se quitaba el delantal y se ponía su mejor vestido, un sencillo diseño verde musgo que había cosido ella misma. Se miró en el pequeño espejo de su tocador y vio reflejada a una joven de veintitrés años con ojos decididos pero claramente nerviosos.

 

"¿Qué querrá conmigo?" murmuró a su reflejo, intentando dominar los mechones rebeldes que se negaban a permanecer en su lugar.

 

Cuando bajó, encontró a su padre conversando en voz baja con el Capitán. Sus voces se cortaron abruptamente al verla aparecer.

 

"¿Sucede algo?" preguntó Isabella, notando las expresiones tensas de ambos hombres.

 

"Nada que no puedas manejar," respondió su padre, aunque sus ojos decían lo contrario. La abrazó con fuerza, como si temiera que fuera la última vez. "Recuerda quién eres, Isabella. Sin importar lo que te digan allá arriba, recuerda de dónde vienes."

 

El viaje al palacio se hizo en un silencio tenso. Isabella cabalgaba en una yegua blanca prestada, escoltada por el Capitán Morne y dos guardias más. A medida que se alejaban del bullicioso barrio de los artesanos y se adentraban en los distritos más elegantes de Eldoria, Isabella sentía como si estuviera entrando en un mundo completamente diferente.

 

Las calles empedradas se volvían más anchas y limpias, las casas más altas y ornamentadas. Los ciudadanos que se cruzaban en su camino vestían sedas y terciopelos en lugar de lino y lana. Algunos se detenían a observar la extraña comitiva: una joven claramente plebeya escoltada por la guardia real hacia el palacio.

 

El Palacio Real de Eldoria se alzaba imponente al final de la Avenida de los Reyes, sus torres de mármol blanco alcanzando hacia el cielo como dedos orgullosos. Los jardines que lo rodeaban eran un despliegue de color y perfección que contrastaba dramáticamente con los patios polvorientos y las calles estrechas que Isabella conocía.

 

—Impresionante, ¿verdad? —comentó el Capitán Morne, notando su expresión de asombro.

 

—Es... diferente —respondió Isabella, tratando de mantener la compostura. No quería parecer la campesina deslumbrada que, admitía para sus adentros, probablemente era.

 

Fueron conducidos a través de pasillos que parecían infinitos, decorados con tapices que probablemente valían más que todo lo que su familia había ganado en años. Isabella intentó memorizar cada detalle, cada rincón, como si fuera un cuento que tendría que relatar después.

 

Finalmente, se detuvieron frente a unas puertas dobles de madera tallada que se alzaban hacia el techo abovedado. Dos guardias las abrieron desde dentro, revelando una habitación que quitó el aliento a Isabella.

 

El salón del trono era una obra maestra de arquitectura y ostentación. Columnas de mármol sostenían un techo pintado con escenas mitológicas, y grandes ventanales permitían que la luz del sol se filtrara creando patrones dorados en el suelo pulido. En el centro, sobre una plataforma elevada, se encontraba el trono real, y en él, la mujer más poderosa de Eldoria.

 

La Reina Adelina Arion era exactamente lo que Isabella había imaginado y al mismo tiempo completamente diferente. Su presencia llenaba la habitación de una autoridad que parecía provenir tanto de su posición como de su carácter personal. Su cabello rubio estaba peinado en una elaborada corona de trenzas, y sus ojos azules, tan parecidos a los de su hijo según los rumores, la estudiaban con una intensidad que hizo que Isabella se sintiera completamente expuesta.

 

—Acércate —ordenó la Reina, y su voz resonó en el vasto espacio.

 

Isabella obedeció, sus pasos resonando en el silencio. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se inclinó en la reverencia que había visto hacer a otros, esperando haber recordado correctamente el protocolo.

 

—Isabella Valenor —dijo la Reina, y el nombre sonó extraño en sus labios aristocráticos. "Hija de Tomás Valenor, artesano de plata. Veintitrés años, soltera, sin compromisos conocidos."

 

Era desconcertante escuchar su vida resumida tan clínicamente. Isabella asintió, no confiando en su voz para responder.

 

"Me imagino que te preguntarás por qué estás aquí," continuó la Reina, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

 

—La curiosidad podría ser una descripción adecuada, Su Majestad —respondió Isabella, encontrando finalmente su voz y, con ella, una pizca de su sarcasmo habitual.

 

La Reina arqueó una ceja, y por un momento, Isabella temió haber cometido un error. Pero entonces, para su sorpresa, la Reina sonrió genuinamente.

 

—Directa. Me gusta eso. Se inclinó hacia adelante en su trono. —Isabella Valenor, he decidido que te convertirás en la esposa de mi hijo, el Príncipe Sebastián. La ceremonia se realizará en tres semanas.

 

Si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies, Isabella no habría estado más sorprendida. Su mente se quedó completamente en blanco, como si las palabras de la Reina hubieran borrado todo pensamiento coherente.

 

—¿Perdón? fue lo único que logró articular.

 

—Has escuchado correctamente —respondió la Reina, claramente divertida por su reacción—. Felicidades, querida. Estás a punto de convertirte en princesa.

 

Y así, en un salón lleno de mármol y suntuosidad, con el peso de una corona que nunca había deseado cayendo sobre sus hombros, Isabella Valenor descubrió que su vida tal y como la conocía acababa de terminar para siempre.

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