Mundo de ficçãoIniciar sessãoDespués de dos años y más de seiscientas citas a ciegas, Elías Harrington está convencido de que el amor debe ser un algoritmo perfectamente calculable. Metódico hasta la obsesión, registra cada encuentro en un cuaderno que ya parece un expediente policial del romance. Pero todo cambia cuando Maya Robles —la camarera del café donde él programa todas sus citas— decide intervenir. Intrigada por su extraña rutina, se ofrece a ayudarlo a encontrar “a la indicada”… aunque él sea lo menos dispuesto a dejarse ayudar. Lo que empieza como un acuerdo profesional se convierte en un viaje inesperado que desafía las reglas de Elías, rompe sus esquemas y lo obliga a aprender la lección más difícil: No se puede encontrar el amor sin aprender a sentir.
Ler maisEl Café Limonetto tenía esa iluminación perfecta que hacía ver a cualquier persona un poco más atractiva de lo que realmente era. Luz cálida, suave, como si alguien hubiese puesto un filtro de “romance incipiente” en cada lámpara. Era el lugar ideal para citas… y paradójicamente el sitio donde más citas habían fracasado en la historia moderna del amor.
Sobre todo, gracias a un solo hombre. Elías Harrington. Treinta y cuatro años, soltero profesional, mandíbula bien marcada, cabello castaño que siempre estaba peinado como si fuera a una entrevista laboral, y ojos azul grisáceo que parecían analizar todo lo que veían. Lástima que sus citas no sobrevivieran al análisis. Esa tarde estaba sentado en la mesa número 12—su favorita porque tenía mejor acústica para las conversaciones profundas—frente a una mujer que llevaba quince minutos describiendo la dieta que seguía su perro. Él asentía, serio, con su libreta negra al lado del capuchino. La libreta siempre estaba ahí. Ella parecía un expediente judicial. Y tal vez lo era. La mujer terminó de hablar. Elías hizo un hum, luego otro. Finalmente dijo: —Interesante. Ella sonrió, ilusionada. —¿Te gustan los animales? —Depende. La sonrisa de ella se desinfló. —¿Depende de qué? Elías abrió su libreta, pasó las hojas como quien repasa pruebas en un caso complicado y dijo: —De si sus dueños le dan más atención a ellos que a las personas. Ella pestañeó. Él anotó algo. La mujer agarró su bolso. —¿Sabes?, creo que no funcionamos. —También lo creo —confirmó Elías con calma quirúrgica. Ella se fue. Él marcó la última casilla de su hoja: Cita #632: no compatible. Cerró la libreta. Respiró. Y en la barra del café, Maya casi soltó el vaso que estaba secando. *** Maya Robles tenía veintisiete años, piel cálida, cabello largo y castaño que siempre llevaba medio suelto, medio recogido en un moño caótico, y ojos grandes, vivaces, de esos que parecen estar leyendo la historia completa de una persona en cinco segundos. Era la camarera que todo cliente quería: amable, rápida, divertida. Pero sobre todo… curiosa. Extremadamente curiosa. Y Elías era su misterio favorito. Llevaba meses observando sus citas a distancia mientras servía cafés, colocando pasteles, o fingiendo limpiar una mesa vacía solo para ver cómo le iba. —Cita seiscientos treinta y dos —murmuró para sí, con la ceja levantada—. Este hombre ya rompió récord mundial. ¿Qué sigue? ¿Un programa de televisión? Julián, el barista, se rió. —Déjalo, Maya. Ese tipo nació para ser soltero. Tiene cara de que pide factura emocional por cada conversación. Ella lo empujó del brazo. —No seas malo. Solo… es raro. Muy raro. Y eso me inquieta. Julián apoyó los codos en la barra. —Te inquieta él o te inquieta que nunca te haya invitado a una cita… con la cantidad absurda que tiene? Maya lo miró con la peor de sus expresiones: la de no empieces conmigo. —No quiero una cita con él. —Ajá. —No quiero. —Claro. Ella bufó. Luego, sin poder evitarlo, volvió a mirar la mesa 12. Elías estaba revisando su reloj. Ajustando la manga de su camisa. Ordenando su libreta con una escrupulosidad que daba miedo. —Dios mío —susurró Maya—, es como ver a un robot reiniciarse. Dejó el vaso que secaba y caminó hacia la mesa con dos cafés frescos. —Hola —saludó ella con la sonrisa que todos conocían, excepto él, que parecía inmune—. ¿Cita complicada? Él levantó la mirada, serio. —No. Solo… no compatible. —¿En qué parte? —preguntó ella, sentándose sin permiso porque le daba exactamente igual su formalidad. Él la vio, escandalizado. —Señorita… —Observó su nombre en su placa de identificación —…Maya… no puedes sentarte. Esta mesa está reservada para mis… —¿Citas? —terminó ella, apoyando el mentón en la mano—. Sí, me doy cuenta. Pero ahorita no hay ninguna. Él apretó los labios. —No es apropiado. —Dime algo —dijo ella, ignorándolo completamente—. ¿Por qué sigues haciendo esto? Él la miró largo rato. Como quien observa una ecuación que no entiende. —Porque creo en las probabilidades —respondió al fin—. En que si conoces suficientes personas, eventualmente encontrarás una compatible. Ella frunció el ceño. —¿Estás buscando novia o armando una tesis? Él parpadeó. —No estoy seguro de cuál es la diferencia. Maya soltó una carcajada audible. Él no. —Dime cuántas llevas hoy —preguntó con genuina curiosidad. —Dos. —¿Y ayer? —Cinco. —¿Y antes de ayer? —Cuatro. Ella abrió la boca. —Dios santo… ¿y no te cansas? —Estoy habituado. —¿Habituado? tú vives aquí. Conozco clientes fieles pero tú… tú eres residente oficial del Limonetto. Si cobraran arriendo por mesa, ya vivirías en esa silla. Él trató de mantener la seriedad, pero algo en su mirada se ablandó. Como si estuviera a punto de sonreír… pero no supiera cómo. —Maya —dijo él finalmente—. ¿Por qué te interesa? Ella parpadeó rápido. No lo había pensado. O sí. Pero no quería admitirlo. —Porque… —se encogió de hombros— porque no quiero que te vuelvas loco. Nadie pasa por más de seiscientas mujeres sin terminar hablando con muebles. Él la observó unos segundos más. —No estoy loco. —Lo dudo. Pero continuemos —dijo ella apoyando las manos en la mesa—. Necesito saber: ¿qué estás buscando exactamente? O sea, ¿por qué hacer todo esto? Él bajó la mirada a su libreta. —Busco compatibilidad al cien por ciento —respondió sin dudar. Ella se atragantó con su propia saliva. —¿Cien por ciento? Ni tu mamá es compatible al cien por ciento contigo. Él respiró profundo. —Una pareja ideal, Maya. Ordenada, responsable, puntual, emocionalmente estable, comunicativa, adaptable… Maya lo interrumpió: —Y con certificado de pureza mental y tarjeta de propiedad emocional renovada… —¿Perdón? —Nada, nada —dijo ella sonriendo de lado—. Solo pienso que tal vez estás… exagerando. Él la miró como si hubiera visto un fantasma. —¿Exagerando? —Sí, cariño —dijo ella palmeándole la mano—. Exagerando. Con ganas. Maya notó entonces algo en su rostro. Un detalle pequeño. Casi imperceptible. Soledad. No esa soledad dramática que todo el mundo presume en redes. No. La verdadera. La que pesa detrás de los ojos. Y eso, más que curiosidad, la sacudió. Elías no era un robot. Ni un loco. Era un hombre perdido dentro de su propio método. Ella suspiró. —Mira… —Guardo silencio adrede para que el le dijera su nombre. —Elías.. —Elías —dijo ella suavizando la voz—, tal vez solo necesitas… ayuda. Él se tensó como si le hubieran ofrecido veneno. —No necesito ayuda. —Sí necesitas. —No. —Sí. —No. —Sí. Él cerró la libreta. —Maya, por favor. Yo no… —¿Sabes qué? —lo interrumpió ella poniéndose de pie—. Voy a averiguar qué te pasa. Y te voy a ayudar, aunque no quieras. Él abrió los ojos, horrorizado. —No. —Sí. —Maya… —Demasiado tarde —dijo ella tomando su bandeja—. Mañana empezamos. —¿Empezamos qué? Ella le guiñó un ojo. —Tu rehabilitación sentimental. Y se fue, dejándolo con el corazón acelerado, la libreta cerrada y la sensación de que acababa de perder el control del universo. Por primera vez. Elías se quedó quieto un largo rato, mirando la mesa vacía frente a él. Maya Robles acababa de invadir su vida sin permiso. Y lo peor… es que no sabía cómo detenerla. O quizá —un pensamiento peligrosísimo— no quería. Se puso de pie, guardó la libreta en el maletín y murmuró: —Esto no puede terminar bien. Pero mientras salía del café, Maya lo observaba desde la barra con una sonrisa traviesa. Porque ella sabía algo que él aún no entendía: Lo que realmente necesitaba no era una cita perfecta. Era a alguien que lo desordenara. Y ella era experta en el caos.El Limonetto estaba en esa hora rara de la tarde en la que ya no era hora de almuerzo, pero tampoco de cena. Algunas mesas seguían ocupadas por gente con portátiles, otras por parejas atrasadas en sus conversaciones, y otras medio vacías con tazas solitarias. La mesa 12, por supuesto, estaba impecable. Sin migas, sin rastros de café, sin una sola servilleta arrugada. Elías había terminado su última cita hacía veinte minutos, pero no se había ido. Revisaba su libreta negra, tachaba algo, hacía anotaciones al margen. Maya lo observaba desde la barra mientras secaba tazas con una toalla que ya estaba seca desde hacía rato. —Va a hacerle un hueco a ese cuaderno —murmuró. —¿Vas a ir ya con tu informe o sigues recopilando pruebas? —preguntó Julián, sirviendo un espresso. —Ya lo tengo listo —respondió ella, dándole unos golpecitos a su libreta beige—. Estoy esperando el momento dramático. —¿Cuál es el momento dramático? —Cuando se queda solo con su café, mirando al vacío como
El Café Limonetto estaba lleno como siempre, pero Maya no escuchaba nada. Ni la máquina de espresso, ni los cubiertos chocando, ni el murmullo de los clientes. Solo pensaba en Elías. Mientras atendía mesas, iba tomando notas discretas en una pequeña libreta beige, vieja, con bordes doblados. Se la guardaba en el delantal como si fuera contrabando. —¿Otra vez con eso? —preguntó Julián, sirviendo un latte—. ¿Qué escribes? —Observaciones científicas —respondió ella sin levantar la vista. —A ver… Julián se inclinó. Maya tapó la página, ofendida. —Es confidencial. —Maya, por favor. Tú no sabes guardar secretos ni cuando estás dormida. Ella lo miró con el ceño fruncido. —Son datos importantes. —¿Como cuáles? Ella suspiró y, resignada, le mostró una página. Julián leyó: “Cita 632 — análisis del paciente: — Se toca la manga 27 veces por minuto. — Mira el reloj cada 40 segundos. — No permite silencio. — Cero contacto visual prolongado. — Cuando se ríe, p
El bar “El Timbal Rojo” era uno de esos lugares donde la música nunca estaba a un volumen aceptable y las mesas siempre parecían pegajosas aunque las limpiaran cada cinco minutos. Pero ahí se reunían desde hacía años los amigos de Elías, autodenominados, con cero vergüenza, “el comité de expertos en nada”. Nico llegó primero, como siempre, porque vivía a dos cuadras y era incapaz de ser impuntual. Tenía barba descuidada, ojos vivaces y el humor más cruel disfrazado de cariño. Tomás apareció después, alto, flaco, con la postura de un perezoso profesional. Y Laura llegó al final, elegante, puntual, y ese tipo de mujer que resolvía problemas solo con la forma de mirar. Cuando Elías entró, todos lo reconocieron al instante. —¡Ahí viene el hombre que más ha invertido en café y decepciones! —gritó Nico levantando la mano. Elías soltó un suspiro. —¿Pueden saludar como personas normales? —No —respondió Tomás, bebiendo cerveza como si fuera una extensión natural de su mano. Se
El Café Limonetto amaneció lleno de gente y vacío de paciencia. A las ocho de la mañana ya había una fila que daba vuelta hasta la puerta, y Maya se movía entre las mesas como un torbellino con delantal negro. Sonrisa aquí, chiste allá, “buenos días, mi amor” por un lado y “¿le pongo azúcar o ya es dulce de nacimiento?” por el otro. Y aun así, en medio del ruido de platos, tazas y conversaciones cruzadas, ella tenía una sola cosa en la cabeza. Elías. Más exactamente: ¿qué le pasaba a ese hombre? Mientras servía cafés, lo veía mentalmente sentado en la mesa 12, con su libreta negra, anotando cosas como: “masticó con la boca un 12% más abierta de lo aceptable” o “risa demasiado estridente, puede causar daño auditivo a largo plazo”. —Maya, cariño, deja de fruncir el ceño que se te van a hacer arrugas —le dijo don Ramiro, el dueño, pasando a su lado con una bandeja. —No estoy frunciendo nada —gruñó ella. —Llevas diez minutos secando la misma taza —señaló él. Ella miró
El Café Limonetto tenía esa iluminación perfecta que hacía ver a cualquier persona un poco más atractiva de lo que realmente era. Luz cálida, suave, como si alguien hubiese puesto un filtro de “romance incipiente” en cada lámpara. Era el lugar ideal para citas… y paradójicamente el sitio donde más citas habían fracasado en la historia moderna del amor. Sobre todo, gracias a un solo hombre. Elías Harrington. Treinta y cuatro años, soltero profesional, mandíbula bien marcada, cabello castaño que siempre estaba peinado como si fuera a una entrevista laboral, y ojos azul grisáceo que parecían analizar todo lo que veían. Lástima que sus citas no sobrevivieran al análisis. Esa tarde estaba sentado en la mesa número 12—su favorita porque tenía mejor acústica para las conversaciones profundas—frente a una mujer que llevaba quince minutos describiendo la dieta que seguía su perro. Él asentía, serio, con su libreta negra al lado del capuchino. La libreta siempre estaba ahí. Ella par
Último capítulo