Isabella había descubierto que los jardines del palacio al amanecer poseían una cualidad casi mágica. El rocío cubría los pétalos de las rosas como diminutos diamantes, y el aire matutino llevaba consigo el aroma a jazmín mezclado con el pan recién horneado que venía de las cocinas. Era el único momento del día en que podía caminar sin que algún sirviente apareciera de la nada para "asistirla" con algo que no necesitaba.
Sebastián la había encontrado allí tres mañanas consecutivas, sentada en el mismo banco de piedra frente a la fuente de los cisnes, con una taza de té que robaba de las cocinas y una expresión pensativa que él había aprendido a interpretar como "no me hables hasta que termine mi primera taza".
"¿Sabes qué es lo más extraño de todo esto?" preguntó Isabella, sin