Mundo ficciónIniciar sesiónAlessandro Rossi, el rey de la Mafia, necesita una esposa dócil para legitimar su trono. Elige a Seraphina Castillo, una bibliotecaria huérfana que es la encarnación de la inocencia. Él cree que ha comprado una coartada. Pero Seraphina es una mentira. Su misión no es ser su esposa, sino vengar a la familia que él aniquiló. Cada día bajo su techo es un paso más cerca de su objetivo, pero la posesiva protección de Alessandro comienza a quebrar el odio que la impulsa. Pronto descubrirá que hay algo más peligroso que el odio que siente por él: el deseo de que la reclame como suya para siempre.
Leer másElena
El último recuerdo feliz que tengo huele a limón y madera vieja.
Tenía diez años y debía estar en mi cama. En lugar de eso, estaba acurrucada en la parte superior de las escaleras, con las rodillas pegadas al pecho, espiando a mi familia a través de los barrotes de la barandilla. La luz del salón pintaba rayas doradas sobre mi pijama.
Abajo, mi padre, Andrei, reía. Era un sonido grave y cálido que hacía vibrar el suelo. Tenía a mi hermano pequeño, Luca, medio dormido sobre su regazo. Luca solo tenía cuatro años y su cabeza rubia se apoyaba en el pecho de papá como si fuera la almohada más segura del mundo.
Mi madre, Katerina, se acercó y le quitó a papá el vaso de whisky de la mano.
—Ya es suficiente, Andrei —dijo en voz baja, pero su sonrisa delataba que no estaba enfadada—. Tienes que llevar a este pequeño a la cama.
Mi padre atrapó su mano y la besó.
—Solo un momento más, Kat. Hoy cerramos el trato. Merecemos celebrar.
—Lo sé. Estoy orgullosa de ti. —Mamá se inclinó y besó la frente de Luca, y luego la de papá. Su perfume, una mezcla de gardenias y algo que solo olía a ella, subió hasta mi escondite.
Me sentí segura. El mundo era el sonido de la risa de mi padre, el olor del perfume de mi madre y el peso imaginario de la cabeza de mi hermano. Era un universo pequeño y perfecto contenido entre las paredes de nuestra casa.
De repente, los perros en el jardín dejaron de ladrar.
No se calmaron poco a poco. Se callaron de golpe. Un silencio antinatural cayó sobre la noche, tan pesado que pareció apagar la luz del salón.
Vi cómo la espalda de mi padre se tensaba. Su sonrisa desapareció. Miró a mi madre y en sus ojos vi algo que nunca antes había visto: miedo.
—Katerina —dijo, y su voz ya no era cálida. Era afilada como un trozo de hielo—. Coge a Luca. Llévalo a su habitación. Y a Elena también. Cierren la puerta con llave y no hagan ruido.
—¿Andrei? ¿Qué pasa?
No respondió. Se levantó con cuidado, depositó a Luca en los brazos de mi madre y caminó hacia la gran ventana que daba al jardín. Sus hombros anchos bloqueaban la vista.
—Ahora, Kat.
Mamá no discutió más. Me miró directamente, sus ojos encontraron los míos en la penumbra de las escaleras. No me regañó por estar despierta. Solo asintió una vez, un movimiento brusco y aterrado. Se giró y subió corriendo las escaleras, con Luca aferrado a su cuello.
Me agarró de la mano. Su piel estaba fría.
—Elena, vamos. A tu habitación.
Pero yo estaba paralizada. Mis ojos estaban fijos en la figura de mi padre, una silueta oscura contra la noche.
Un golpe seco y metálico sonó en la puerta principal. Luego otro, más fuerte. La madera se astilló.
—¡Métete en el armario! —me susurró mamá con urgencia, empujándome hacia mi cuarto—. ¡Ahora, Elena! ¡No salgas por nada del mundo!
Me empujó dentro del armario ropero, entre sus abrigos de invierno que olían a naftalina y a su perfume. El corazón me latía tan fuerte que dolía.
Abajo, el sonido de la puerta principal reventando fue como un trueno.
Mamá cerró la puerta de mi armario, dejándome en una oscuridad casi total. Apenas un hilo de luz se colaba por el borde. Escuché cómo arrastraba mi cómoda para bloquear la puerta de mi habitación. Escuché el llanto asustado de Luca desde el otro lado del pasillo.
Luego, escuché las botas pesadas en el piso de abajo. Hombres. Más de uno. Sus voces eran ásperas, extrañas.
Me tapé la boca con las dos manos para ahogar mi propia respiración. El frío me subía por las piernas, congelando mis músculos. Me hice un ovillo en el suelo del armario, temblando entre la ropa de mi madre, y recé.
—¿Dónde está? —gritó una de las voces de abajo. Sonaba como si tuviera la garganta llena de grava—. Wilson, sabemos que estás aquí. No hagas esto más difícil.
Escuché la voz de mi padre. No era su risa cálida y profunda. Era dura, fría.
—Váyanse de mi casa.
Un golpe. Un ruido sordo, como el de un cuerpo cayendo contra un mueble. Contuve un grito que me quemó la garganta. Escuché a mi madre ahogar un sollozo desde el otro lado de la pared. El llanto de Luca se hizo más fuerte.
«Cállate, Luca, por favor, cállate», rogué en mi mente. «Nos van a encontrar».
—El trato era con Gabriel Rossi —dijo la voz de grava—. Y tú lo rompiste. El dinero o la mercancía. ¿Dónde están?
—No sé de qué hablas.
Otro golpe, seguido del sonido de cristales rompiéndose.
Y entonces, un disparo.
El sonido fue tan fuerte que me dolió físicamente. Retumbó a través del suelo de madera y se me metió en los huesos. Un zumbido agudo llenó mis oídos. En la oscuridad del armario, mi mundo entero se redujo a ese eco.
Después, silencio.
Un silencio terrible, absoluto. El silencio que quedaba donde antes estaba la voz de mi padre. Ya no había más golpes. Ya no había más preguntas.
Sabía lo que significaba. Con la certeza aplastante que solo un niño puede tener, supe que mi padre se había ido.
Las lágrimas corrían por mis mejillas, calientes y silenciosas. Mi cuerpo entero se sacudía sin hacer ruido.
Y entonces, el sonido que más temía: las botas pesadas en la escalera.
Subían despacio, con una calma aterradora. Cada peldaño era una sentencia. Escuché cómo la puerta de mi habitación se abría de una patada, la madera astillándose y la cómoda que mi madre había puesto cayendo al suelo con un estruendo.
A través de la rendija de la puerta del armario, vi pasar una sombra. Un hombre alto, vestido de oscuro. Olía a cigarrillos y a algo metálico, como la sangre.
Se detuvo.
Mi respiración se atoró en mi pecho. «No me veas. Por favor, no me veas».
Pero no estaba mirando hacia el armario. Estaba mirando hacia la puerta del cuarto de mis padres. Desde el pasillo, el llanto de Luca era ahora un chillido de puro terror.
El hombre salió de mi habitación. Escuché a mi madre gritar mi nombre.
—¡Elena! ¡Corre!
Otro hombre se unió al primero. Sus voces eran murmullos bajos y crueles.
—Encontramos al resto.
—El jefe dijo que nadie quedara vivo. Sin testigos.
La puerta de la habitación de mis padres se abrió con violencia.
El grito de mi madre fue lo último que escuché de ella. Un sonido desgarrador que se cortó de golpe. Luego dos disparos más, tan juntos que sonaron como uno solo. El llanto de Luca se detuvo.
Todo se detuvo.
El silencio que vino después era diferente. Estaba vacío. Muerto. Me quedé allí, en la oscuridad, temblando, con el olor a pólvora colándose bajo la puerta.
—¿Estás seguro de que son todos? —dijo uno de los hombres en el pasillo. Su voz estaba justo fuera de mi puerta.
—El padre, la madre y el niño. Como nos dijeron. La casa está vacía. Quémalo todo. No dejes nada. Gabriel Rossi quiere que este lugar desaparezca del mapa.
Rossi.
El nombre se clavó en mi cerebro. No era solo un nombre. Era un veredicto. Era el principio y el fin de todo.
Escuché sus pasos alejándose, bajando las escaleras. Unos minutos después, un olor a químico inundó la casa, seguido por el aroma acre del humo.
Esperé. No sé cuánto tiempo. Podrían haber sido minutos u horas. Mi cuerpo estaba rígido, mis músculos eran piedras. El humo se hacía más espeso, me picaba en los ojos y me hacía toser. El calor empezó a sentirse a través de la madera de la puerta.
El fuego me obligó a moverme.
Empujé la puerta del armario. Estaba atascada. Empujé con más fuerza, usando todo mi pequeño cuerpo. Cedió con un crujido.
Mi habitación estaba llena de un humo anaranjado y denso. El fuego ya trepaba por las cortinas. La puerta de mi cuarto estaba destrozada. Salí al pasillo.
Y los vi.
No quise mirar, pero no pude evitarlo. Estaban allí, en la puerta de su habitación. Mamá y Luca. Juntos en el suelo. Inmóviles. El mundo se inclinó y un ruido sordo llenó mis oídos.
No grité. El grito se había muerto dentro de mí.
El calor en mi espalda me recordó que tenía que moverme. Bajé las escaleras, saltando sobre el cuerpo de mi padre sin mirar. Salí por la puerta trasera de la cocina y corrí hacia el bosque que rodeaba nuestra casa.
No paré de correr hasta que mis pulmones ardieron y mis piernas cedieron. Caí al suelo del bosque, entre las hojas húmedas y la tierra fría. Desde allí, me giré y observé cómo las llamas se comían mi casa, mi vida, mi pasado.
El fuego iluminaba el cielo nocturno, borrando las estrellas.
Tenía diez años. Estaba sola. Y en las cenizas de mi mundo, hice una promesa.
El hombre que había ordenado esto, Gabriel Rossi, o cualquiera que llevara su sangre, pagaría. Lo encontraría. No importaba cuánto tiempo tomara. No importaba en quién tuviera que convertirme.
Yo sería el fantasma que vendría a cazar a los suyos.
AlessandroLa encontré en la biblioteca del ala este. No era una sorpresa. Parecía ser el único lugar de la casa, aparte de su suite, donde se sentía cómoda. Estaba sentada en un sillón de cuero junto a una de las ventanas, con un libro grueso sobre su regazo. La luz de la tarde entraba a raudales, iluminando las motas de polvo que bailaban en el aire y creando un halo alrededor de su cabello oscuro.Por un momento, me quedé en el umbral, observándola. Había una quietud en ella que me resultaba a la vez útil e inquietante. Se adaptaba a la casa como si fuera parte de su arquitectura silenciosa. Desde nuestra boda hacía tres días, apenas la había visto. Se movía por la casa como un fantasma, dejando apenas rastro de su presencia. Era exactamente lo que había querido: una esposa que no interfiriera.Y sin embargo, su misma discreción era una especie de desafío. No hacía preguntas. No se quejaba. Simplemente existía. Me encontraba pensando en ella en momentos extraños, preguntándome qué
SeraphinaA la mañana siguiente, me desperté con la primera luz del alba. La cama, a pesar de su lujo, no me había ofrecido un verdadero descanso. Mi sueño fue ligero, plagado de sombras y pasillos oscuros. Me sentía como si hubiera pasado la noche en un estado de alerta máxima, mi cuerpo tenso incluso en la inconsciencia.Me levanté y me vestí con uno de los conjuntos que colgaban en el armario: un pantalón de cachemira gris y un suéter a juego. La tela era increíblemente suave, un lujo que nunca me había permitido. Se sentía como llevar una nube, pero también como llevar una mentira. Era el uniforme de la señora Rossi, no el mío.Decidí no quedarme en mi suite. El aislamiento era un veneno, y necesitaba empezar a normalizar mi presencia en el resto de la casa. Salí al pasillo silencioso y bajé la gran escalera. El vestíbulo estaba bañado por la luz pálida de la mañana, que se filtraba a través de un alto ventanal sobre la puerta principal.No sabía dónde estaba la cocina, ni si se e
SeraphinaEl comedor era otra demostración de poder frío y calculado. Una larga mesa de madera oscura, tan pulida que reflejaba la luz de una lámpara baja como un estanque negro. Podría haber sentado a veinte personas, pero esta noche, solo había tres puestos preparados.Uno en la cabecera, uno a su derecha y otro directamente frente a él.Alessandro ocupó la cabecera, el rey en su trono. Me señaló el asiento a su derecha.—Siéntate.Mientras me sentaba, Isaac Graves entró en la habitación desde otra puerta y tomó el asiento frente a mí. Su presencia solidificó la atmósfera, convirtiendo una cena en un interrogatorio. No me saludó. Simplemente se sentó y me miró, con sus ojos claros y penetrantes fijos en mi rostro. Era una mirada que no buscaba cortesías, sino que diseccionaba, buscaba grietas, falsedades.Una empleada del servicio, joven y con una expresión nerviosa, comenzó a servir la comida en silencio. Se movía con una eficiencia sigilosa, como si temiera hacer el más mínimo rui
SeraphinaLa puerta principal de la mansión se cerró a mi espalda con un sonido sordo y pesado. El clic de la cerradura automática fue como el de una celda. Me quedé inmóvil en el centro de un vestíbulo tan grande y silencioso que parecía una catedral dedicada a la nada.El suelo era de mármol blanco y negro, pulido hasta alcanzar un brillo de espejo que reflejaba el techo de doble altura y una araña de cristal que colgaba como una constelación helada. Una escalera monumental se curvaba hacia el segundo piso, cada peldaño una losa de piedra sólida. No había fotos familiares. No había cuadros de colores. Las paredes estaban desnudas, salvo por algunas piezas de arte abstracto, frías y geométricas. Este no era un hogar. Era una declaración de poder.Alessandro me soltó el codo. Su calor se desvaneció al instante, dejándome fría.—Anna —dijo, su voz resonando en el vasto espacio.De una puerta lateral apareció una mujer mayor. Debía tener unos sesenta y tantos años, con el cabello platea
SeraphinaNo hubo vestido blanco. No hubo flores. No hubo música.Mi boda fue en una oficina gubernamental anónima en el centro de la ciudad, un martes por la tarde. El aire olía a moqueta vieja y a la débil desesperación de un centenar de transacciones burocráticas. La única decoración en la habitación era un retrato torcido del alcalde y una bandera estadounidense descolorida.Llevaba un vestido de seda de color marfil. Lo había encontrado colgado en el armario de la habitación de invitados donde me habían instalado. Era elegante, caro y completamente impersonal. No era mi elección. No era mi ropa. Era un disfraz. Parte del uniforme de mi nuevo trabajo. El trabajo de ser la Señora de Alessandro Rossi.Alessandro estaba a mi lado, un pilar de oscuridad con su traje negro hecho a medida. No me había dicho ni una palabra desde que llegó a buscarme. Su presencia era una fuerza física, una presión constante contra mi costado que no necesitaba contacto para sentirse. Olía a ozono y a dine
AlessandroLa oficina de mi abogado, Arthur Vance, era un reflejo de la mía: minimalista, cara y diseñada para intimidar. Muros de cristal oscuro, un escritorio de mármol negro que parecía un altar de sacrificios y un silencio tan profundo que se podía oír el latido del propio corazón. Arthur, un hombre calvo con gafas sin montura, estaba sentado a un lado del escritorio, perfectamente inmóvil. Era menos un abogado y más una extensión de mi voluntad, una herramienta bien pagada para legalizar lo ilegal.Yo estaba de pie junto al ventanal, observando el tráfico de la mañana, cuando la puerta se abrió. Mi hombre la escoltó adentro.Seraphina Castillo entró en la habitación y, por un momento, el espacio pareció encogerse a su alrededor. Llevaba la misma ropa de ayer. Su rostro estaba pálido, con tenues sombras bajo los ojos. Parecía agotada, derrotada. Bien. Era exactamente el estado de ánimo que quería que tuviera.No me miró. Sus ojos se fijaron en el documento que descansaba en el cen
Último capítulo