Isabella Moretti no es una estudiante universitaria común. Es la heredera de un imperio de poder y sangre, la princesa destinada a un trono que no eligió. Su vida es un equilibrio perfecto y frágil entre las clases y las expectativas de ser la futura líder de una de las familias más poderosas de la mafia italiana en NY. Hasta que conoce a Nick Fitzgerald. Nick es nuevo en la universidad: alto, musculoso, de impactantes ojos azules y una sonrisa que desarma. Es la luz que Isabella no sabía que necesitaba. Lo que ella ignora es que Nick es en realidad Nicholas James Walton Fitzgerald, un agente de la INTERPOL cuya misión es infiltrarse en su círculo y acabar con su familia desde dentro. Su arma más poderosa: hacer que se enamore de él. Atrapado entre su deber y la mujer que le está robando el alma, Nick se enfrenta a una misión imposible. Cada beso es una tracción, cada caricia una mentira que lo devora. Pero cuando el peligro real acecha a Isabella, Nick deberá decidir: ¿proteger a la organización a la que juró destruir o salvar a la mujer que juró engañar? Antes de Ser la Reina es una historia explosiva de amor prohibido, lealtades desgarradas y secretos que destrozan imperios. ¿Hasta dónde llegarías por amor? ¿Y qué precio estás dispuesto a pagar por la verdad cuando el corazón y el deber están en guerra? La mentira los unió, pero la verdad podría matarlos. ¡ADVERTENCIA AL LECTOR! Esta historia está llena de personajes imperfectos, decisiones cuestionables y giros inesperados. Si buscas héroes intachables o finales "predecibles". Aquí encontrarás: ✔ Protagonistas con aristas (y antagonistas con motivos complejos). ✔ Tramas que quizás desafían lo convencional (sí, incluye spoilers de la vida real: nada es perfecto). ✔ Contenido emocionalmente intenso.
Leer másCuando comenzó el dolor... y también el destino.
Hace tres años atrás…
La turbina del jet privado zumbaba como un corazón cansado. Isabella viajaba acompañada de la familia; estaba en un sillón de la parte de atrás, lejos de las conversaciones y de las miradas, reclinada en el sillón de cuero blanco, con los audífonos colgando del cuello y la mirada perdida en las nubes plomizas que flotaban bajo sus pies. Nueva York se acercaba, pero el pasado no la dejaba avanzar.
Las lágrimas que se negaba a derramar ardían en su garganta. Cerró los ojos y, como si el dolor tuviera vida propia, su mente la arrastró de vuelta a aquel día. La cabaña junto al mar. Las velas encendidas. El champagne. Las sábanas revueltas. Y Francesco...
—Ya está, puedes vestirte —había dicho él, frío, mientras se abotonaba la camisa.
— ¿Qué pasa? ¿Hice algo mal? —susurró ella, sentada en la cama, aún con el shock de la impresión.
Francesco la miró con desdén.
—‹‹Acaso no entiendes, todo esto fue un juego. No te soporto. Aquí termina este estúpido noviazgo. Elena será mi esposa, la mujer que despierte todos los días a mi lado, como lo hace hasta ahora. Ella es la única mujer que sabe cómo hacerme el amor, sabe cómo hacer vibrar cada parte de mi cuerpo con sus caricias. Esto que acaba de pasar entre nosotros, lo que acabo de hacer contigo, es solo una prueba para que Elena se termine de convencer de que ella es y será la única mujer que me importa en la vida.››
Arrojó treinta dólares sobre la cama y salió sin mirar atrás.
El recuerdo la sofocó. Se abrazó a sus piernas. Su cuerpo temblaba, pero no por frío. El recuerdo era una daga afilada que la hacía sangrar; apretó con fuerza los ojos, como si quisiera escapar del recuerdo, pero en cambio otro apareció:
Alessa en el colegio, ajena a lo que sucedía en casa. Sofía en el club, entre risas vacías con sus amigas. Giuseppe, encerrado en su despacho, hablando con Giorgio sobre negocios. La casa llena de ruido... excepto su cuarto, sumergido en un silencio absoluto.
Isabella, en la cama, aún en pijama. Su cuerpo encogido en posición fetal. Las lágrimas se confundían con la sangre.
—Isabella… —
La voz de su nana, Ana, le volvió a la memoria. La puerta de la habitación se había abierto con un crujido y ella había entrado con una bandeja. El grito que soltó fue tan agudo que sacudió toda la casa. La bandeja cayó de sus manos; la vajilla se impactó contra el piso, lanzando partículas por todos lados.
Lo que siguió fue un par de voces y pasos que se acercaban con urgencia. Giorgio subió los escalones de tres en tres, seguido por Giuseppe. Cruzaron la puerta; la vio desvanecida, sus ojos llenos de lágrimas, sus manos ensangrentadas y su rostro pálido mientras le repetía que cuidara de Alessa antes de caer en la inconsciencia. La cargó en brazos y salió junto a Giorgio, que abría las puertas del coche para ir al hospital.
Horas más tarde, en la habitación del hospital, Isabella estaba sentada, con la mirada clavada en sus manos vendadas. La voz de Giuseppe fue hielo puro:
—Nadie debe saber lo que pasó. Nadie. Y mucho menos Alessa.
Ana y Giorgio asintieron. Luego Giuseppe se giró hacia su hija, clavó sus ojos en los de ella y repitió:
— ¿Queda claro?
Isabella asintió en silencio, con las lágrimas corriéndole por el rostro.
—Hemos llegado, señorita —
La voz de Giorgio la sacó del abismo. Isabella abrió los ojos. El jet comenzaba a aterrizar. Un nuevo capítulo. El exilio disfrazado de oportunidad. El jet tocó tierra en Nueva York. Sus zapatos resonaban en el asfalto mojado mientras bajaba la escalinata. Atrás quedaban Calabria y el infierno.
Selva colombiana, misma noche — 2:13 a.m. (hora local)
El aire era denso, saturado de humedad y pólvora. Una lluvia fina había comenzado hacía horas, pero ahora caía como un diluvio tropical, implacable, ensordecedor. Las ramas crujían bajo los pies de los agentes mientras se internaban en el corazón de la plantación camuflada que operaba como fachada para uno de los cárteles más impenetrables del país.
Nick avanzaba primero, el fusil ajustado al pecho, las botas hundiéndose en el lodo. A su lado, Carter revisaba el GPS militar mientras Arthur y Roger cubrían los flancos. John los seguía, escaneando el terreno con el láser térmico.
—Confirmada la señal térmica en el búnker —susurró Carter—. Terran está dentro. Y no está solo.
Una explosión seca los obligó a cubrirse. Desde el borde del claro surgieron sombras armadas. El silbido de las balas rasgó el aire como cuchillas. Nick rodó al suelo, apuntó y disparó. Uno, dos, tres impactos certeros. La vegetación sangraba. El olor a tierra mojada se mezcló con el de pólvora recién quemada. Una escena salida del infierno.
— ¡Contacto en el flanco izquierdo! —gritó Roger, lanzando una granada de humo.
Los fusiles automáticos respondían en eco con el retumbar de los truenos. El cielo parecía estar en guerra también.
— ¡John! ¡Llama al Halcón! —ordenó Nick entre dientes, con la mandíbula tan apretada que parecía de acero.
John ajustó el auricular y murmuró en el canal seguro:
—Unidad Cero a Halcón Uno, confirmada zona roja. Activar plan de extracción.
—Halcón Uno en aproximación. Helicóptero asegurado. Punto Charlie. Zona segura en diez minutos.
Los narcos retrocedieron al recibir refuerzos por parte del equipo de Nick. Silencio. Luego, un último disparo. El campo quedó regado de cuerpos y lluvia. Las hojas caídas parecían sudar sangre.
Nick, empapado, con el rostro cubierto de barro y furia, bajó la mira cuando vio al hombre salir por la puerta metálica del búnker: Terran Ezquivel. Su excompañero. Su sombra rota.
—Bajen las armas —ordenó Nick a su equipo—. Déjenmelo a mí.
El resto del escuadrón se detuvo. El único sonido era la lluvia golpeando los techos de hojalata del búnker, los latidos como tambores sordos en las sienes. El relámpago iluminó el rostro de Terran: mojado, cansado, pero sin miedo.
—Vaya, vaya... los niños del viejo Walton. ¿Al fin llegaron? —dijo Terran con una media sonrisa torcida—. Justo tú, Walton. El hijo del glorioso director.
—Suéltala, Terran. Todavía puedes hacer lo correcto —respondió Carter.
Terran rió.
Fue una risa hueca, de las que nacen del resentimiento.
— ¿Ayudar? ¿Para qué? —respondió con una risa amarga antes de continuar—. Sea como sea, ya estoy muerto, Walton. Dime, todos estos años, ¿qué hemos ganado? Cuando me maten, ¿qué recibirá mi madre? ¿Una bandera doblada y una palmada en el hombro? ¿Una pensión miserable? ¿Una medalla para mi ataúd? Eso es todo. Como en Irak. Como todos los nuestros. Y el glorioso padre de Nick, desde su oficina en Nueva York o posiblemente en Washington, se hará el ciego. No hay limpieza. Hay fuego y ceniza. Y si me entrego, Hale y la Cámara Cero me van a desollar vivo. Tu padre va a usarme de ejemplo. Y...
—Aún puedes redimirte.
— ¿Redimirme? Escucha bien, Walton —dijo mientras daba un paso al frente—. El juramento de “proteger y servir” es un chiste cuando los que dan las órdenes están más sucios que los criminales que combatimos. Tú lo sabes. Solo que aún no lo quieres aceptar.
El silencio se hizo más denso que la lluvia.
—Recuerda estas palabras: “Semper Fi” —añadió Terran, mirándolo a los ojos—. ¿A quién, si nadie es fiel a nosotros? Lamentablemente, Walton, aquí y ahora, o mueren ustedes o muero yo. Esta noche no podrás salvar a todos, novato. Solo cadáveres. Y si crees que mi decisión es incorrecta... dale, aprieta el gatillo.
Nick dudó. Carter, Arthur y Roger no dijeron nada. Pero en sus rostros se leía la rabia, el dolor... y también el miedo. Terran tenía razón. Había visto caer a sus hermanos de armas. Había visto familias olvidadas.
—Lo haré más fácil —Terran alzó su fusil.
Nick disparó.
El estampido reventó en medio del trueno.
Terran cayó de rodillas, con los ojos abiertos y una sonrisa amarga en los labios.
Cayó de espaldas. Todo quedó en silencio. Solo el golpeteo de la lluvia sobre su cuerpo sin vida.
Nick bajó el arma. Se giró. Con un rugido, golpeó una de las paredes metálicas del búnker hasta hacer sangrar sus nudillos.
— ¡Maldita sea!
Arthur se acercó despacio.
—Nick…
— ¡Quemen todo este maldito lugar! —ordenó con voz quebrada—. No quiero ni un rastro de esta basura. Y cuando llegue el equipo, suban el cuerpo al helicóptero. Fue un soldado... uno de los nuestros.
Carter asintió con pesar y Roger murmuró una oración breve.
John dio la orden final por radio:
—Halcón Uno, extraigan ahora. Tenemos el cuerpo.
Nick se arrodilló junto a Terran, cerró sus ojos con la palma de la mano y murmuró con rabia y compasión:
—Fuiste un soldado… que eligió mal. Pero aun así, mereces que te saquemos de aquí como uno de los nuestros.
Dos minutos después, el helicóptero apareció rompiendo la cortina de nubes. El rugido de las aspas hizo volar las hojas en el aire. Nick subió último, sin mirar atrás.
Y mientras se alejaban, la plantación ardía como una estrella caída. Como la última llama de una lealtad rota.
Dos años después – En la actualidad
El sonido de las puertas automáticas en la sede de la INTERPOL en Nueva York marcó el inicio de algo más que una reunión.
Scott Walton esperaba junto a la mesa de operaciones. Nick, Carter, Arthur, John y Roger entraron, con un poco más de edad, pero con la misma tensión en el rostro.
Scott lanzó una carpeta sobre la mesa. Cayó con un golpe seco.
—Desde el regreso de los Moretti a Nueva York, en dos años, los atentados, la expansión territorial y la “limpieza” de competencia se han duplicado. Parecen fantasmas. Intocables. Nick, tu nueva misión está aquí. Su nombre es Isabella Moretti, hija de Giuseppe Moretti. Es el Don de la mafia italiana: lavado de dinero, tráfico y distribución, atentados, asesinatos y un sinfín de cargos que aún no se le pueden atribuir por falta de evidencias. Como ya saben, el único recurso que podíamos usar prefirió enfrentarse a ustedes, y está de más repetir lo que sucedió en Colombia hace dos años atrás.
Nick abrió el archivo. Las fotos de Isabella en distintos eventos. Su rutina. Su sonrisa oculta. Sus ojos...
Carter lo observó de reojo. Algo en la mirada de Nick había cambiado.
—Cuidado, novato. Esos rostros angelicales suelen ser los más peligrosos.
Nick no dejaba de mirar la foto. Su voz fue apenas un susurro:
—Para ser la futura heredera, sus ojos están llenos de tristeza.
Darius Coleman intervino:
—Su tristeza no es nuestro problema. Tu objetivo es acercarte, conquistarla si es necesario, y que nos abras una puerta para llegar a su padre. No lo olvides, Nick. Aquí están sus identificaciones. Serás Nick Fitzgerald, estudiante de cuarto semestre de arquitectura; tu padre, empresario petrolero y de bienes raíces; Carter será tu hermano mayor, y el resto de los chicos, tus guardias de seguridad en una que otra ocasión.
— ¿Algo más que debamos saber? —preguntó Carter.
—La chica llegó hace tres años de Italia, junto a su hermana Alessandra, el padre y la mamá, Sofía Conti de Moretti. Hay un chico, Charly Montoya. Para todos es un ahijado del Don, pero en realidad todos creemos que el infeliz esconde algo más. La madre del chico era Patricia Montoya, una hermosa colombiana. La mujer murió y desde entonces el chico vive con la familia —añadió Darius.
—La chica, ¿sale con alguien? ¿Qué le gusta? ¿Qué lugares frecuenta? —indagó John.
—La chica es solitaria, muy poco sale de la jodida mansión. Hay un chico, su nombre es Daniel Colmenares. El padre es colombiano y la madre neoyorquina de buena posición. Es el único amigo que se le conoce y el que permite acercarse en la universidad. El chico parece tener preferencia por los de su mismo género. La heredera visita librerías, da algunos paseos por el Central Park con la hermana; una que otra vez va a restaurantes o eventos con sus padres, pero esa investigación deberán ampliarla. La chica es la abeja reina y no deja que nadie se acerque. Ya le hemos preguntado a varios estudiantes: algunos la admiran, otros la odian por su simple presencia y aire de superioridad. Deberás trabajar bien tus encantos, Walton, y recuerda: ella es la clave para llegar a su padre. No te involucres más allá de la misión.
Nick observó otra fotografía, de Isabella, ahora sonriendo y abrazando a Alessa, y suspiró.
—Entendido...
Pero su voz carecía de la firmeza habitual. Carter lo notó. Fue la primera vez que lo vieron dudar.
Y en el horizonte... Isabella Moretti estaba a punto de cruzarse con Nick Walton.
La historia estaba a punto de comenzar…
Lunes – 3:12 p.m.Mansión Caballero – Upper East Side, Nueva YorkLa mansión de los padres de Daniel no era solo grande. Era elegante hasta el suspiro.Pisos de mármol blanco, techos altísimos, cuadros firmados y un aire a “revista de arquitectos” mezclado con aroma a pan recién horneado.La mezcla perfecta entre el buen gusto neoyorquino de su madre, dueña de una reconocida clínica privada, y el alma cálida de su padre, un empresario colombiano que seguía hablando con “parce” en las reuniones familiares como si estuviera tomando café en Medellín.Nick estaba tendido en un sofá mullido, con la camisa abierta y la chaqueta colgada sobre un perchero art déco. Sobre su piel, una capa de crema mentolada hacía su trabajo lento y doloroso.— ¿Seguro que no querés un traguito? —preguntó Daniel, sacando una pequeña botella con etiqueta caribeña—. Ron con miel. Artesanal. Mi tía Dalia lo guarda como si fuera oro líquido. Hace hablar hasta a los mudos.—Paso —dijo Nick con una sonrisa torcida—.
LUNES – 12:37 P.M. Universidad de Columbia – Cafetería CentralEl murmullo de la cafetería parecía un coro sin dirección. Cucharas chocaban con tazas, estudiantes reían, otros discutían tesis como si el mundo girara alrededor de sus ideas. Y en medio del caos habitual… Isabella Moretti cerraba su libro con un suspiro contenido.Su rostro era sereno, casi estoico, pero su cuerpo… su cuerpo hablaba otro idioma. Una pierna cruzada sobre la otra, balanceándose con impaciencia. La mirada enfocada en nada. Y el móvil… mudo.Daniel revolvía su batido de frutas sin apartar los ojos de su amiga.—Sigo diciendo que deberías bloquearlo —murmuró.Isabella alzó la mirada y preguntó:—¿De qué hablas?Daniel entrecerró los ojos.—Sabes de qué te hablo. ¿Crees que no he visto cómo el chico popular lleva meses tratando de acercarse? Hasta te golpeó con un balón, pero tú, como toda reina, jamás volteas, jamás bajas la cara para ver a los simples mortales que te rodean, para que tu corona no se incline.
SÁBADO – 9:02 A.M.El móvil vibraba. Otra notificación. No de él. Nunca de él. Isabella lo miró con rabia contenida, lo giró entre los dedos y lo dejó sobre la mesa como si quemara.Nick había desaparecido. Sin mensajes, sin llamadas, sin excusas. Ni siquiera estaba en línea. Y eso dolía más que cualquier palabra.Las palabras de Charly volvían a su mente: «En nuestro mundo que alguien desaparezca es muy normal.»Charly tenía razón, pero ¿por qué desaparecerlo? Su padre estaba de viaje, solo había conocido a Nick durante la cena en el Plaza. ¿Por qué lo haría desaparecer si solo había bailado y conversado con él? ¿Acaso Charly le había dicho algo más a su padre? ¿Acaso el viaje era una coartada para no parecer involucrado? No… su padre no haría eso, no sin razón. Y aun así, para muestra un botón: Francesco Rossi seguía con vida, disfrutando con la infeliz de Elena.Se sirvió café, pero no lo bebió. Solo se sentó en la terraza trasera, con la vista fija en el jardín, donde Alessa reía
MARTES – LA ROSA NEGRA Y EL SUEÑO 5:30 A.M. – Mansión MorettiIsabella despertó gritando, las sábanas empapadas en sudor frío. En su sueño, Nick estaba atrapado tras un vidrio ensangrentado, golpeando con las manos mientras repetía su nombre. Lo peor: alguien más estaba en esa habitación, una figura sombría que sostenía un cuchillo.—¡No es real! —se susurró a sí misma, pero al mirarse en el espejo del baño, vio sus propios ojos inyectados en sangre… como si hubiera llorado en sueños.7:00 A.M. Alessa irrumpió en su habitación con un plato de waffles.—¡Buenos días, hermana de mi…! —se detuvo al ver la foto de Nick en la mesita de noche. La tomó con dedos temblorosos.—¿Desde cuándo la tienes? —preguntó.Isabella intentó arrebatársela, pero Alessa la esquivó. Sus ojos color miel brillaban con lágrimas repentinas.—Devuélvela, Alessandra. Él la dejó en un libro que me prestó hace unos días, es todo.—Te escuché gritar esta madrugada. Intenté abrir la puerta, pero tenía seguro. ¿Desde c
LUNES – EL CAFÉ FRÍO 7:15 A.M. – Mansión MorettiEl comedor estaba bañado en la luz dorada del amanecer, pero el aire era pesado. Isabella, sentada frente a su café frío, tenía los ojos clavados en sus notas de estudio, las páginas llenas de diagramas de músculos y órganos esparcidas sobre la mesa. No había tocado su jugo de naranja ni el croissant que Ana le había preparado con cuidado.Alessa, al otro lado de la mesa, revolvía nerviosamente su cereal, los ojos saltando entre el reloj y su hermana.—Isa, son las siete quince —dijo, intentando que su voz no sonara tan preocupada—. Tu examen es en dos horas y media. ¿Vas a comer algo o solo vas a mirar esos papeles como si les debieras dinero?Isabella parpadeó, como si volviera de muy lejos. Sus dedos se cerraron alrededor de una hoja, arrugándola sin querer.—Ya estudié —murmuró, aunque su tono no sonaba convincente.Alessa dejó la cuchara con un clink metálico.—Mentira. No has dormido bien en días, y desde que Nick desapareció, sol
SÁBADO – 5:47 A.M.Isabella estaba sumergida en un sueño profundo, soñaba con libros cayendo.No cualquier caída: volúmenes enteros de anatomía y filosofía despeñándose de los estantes como dominós, mientras Nick la empujaba contra la pared de la biblioteca, su cuerpo un bloque de calor entre sus muslos.—Sei mia —murmuró él contra su boca, las palabras en italiano fluyendo como ron puro—. Solo mia.Ella quiso protestar. Decirle que nadie la poseía, que era una Moretti, maldita sea. Pero entonces sus manos, grandes, callosas, tan distintas a las de Francesco, le cerraron la espalda como un corsé de carne, y el mundo se redujo a tres cosas:El sabor de su boca, una mezcla entre café y menta. Como si hubiera estado masticando chicle esperándola. El sonido de su respiración, entrecortada cuando sus dientes le mordisquearon el labio inferior.La cicatriz: esa línea imperfecta en su costilla izquierda que sus dedos encontraron al deslizarse bajo su camisa. “¿Cómo te hiciste esto?”, quiso p
Último capítulo