Dante Bellandi, el hijo mayor de un despiadado líder del clan de Reggio Calabria, se ve arrastrado a un abismo de poder tras la repentina muerte de su padre. Con apenas veintitrés años, Dante se convierte en el inesperado heredero de un imperio construido sobre sangre y traición, enfrentándose a enemigos que acechan en cada sombra y a aliados cuyo apoyo es tan volátil como su humor. En medio del caos, su mundo se cruza con el de Svetlana, una talentosa bailarina que vive para la luz del escenario, ajena a los oscuros secretos que gobiernan en el bajo mundo del crimen italiano. Un secuestro inesperado la arranca de su vida de ensueño, obligándola a enfrentar una realidad peligrosa donde el amor y la venganza son caras de la misma moneda. Mientras Dante y Svetlana se enfrentan a sus propios demonios, una atracción inesperada surge entre ellos, amenazando con derribar los muros que ambos han construido para protegerse. Pero en el mundo de la mafia, el amor no es un lujo: es un arma que puede destruirlos a ambos. Entre conspiraciones, lealtades quebrantadas y un legado que lo consume, Dante debe decidir si luchar por el poder que heredó o arriesgarlo todo por la única mujer que podría salvarlo... o condenarlo.
Leer más—¡ALTO AL FUEGO O LE VUELO LOS PUTOS SESOS!
El mundo se detuvo.
—Mi sol —susurró Dante.
Ahí estaba ella. Entre humo y ruinas. Con el vestido de novia roto, manchado de barro y sangre. Con el cabello suelto, deshecho. Ella estaba temblando con los ojos abiertos, llenos de miedo... de lágrimas.
Y la pistola. Negra. Fría. Apretada contra su sien.
La mano de Nikolai temblaba de rabia.
—No… —Dante sintió que el suelo desaparecía.
Detrás de Nikolai, varios hombres apuntaban a los suyos. A su madre, a su hermano pequeño...
—¡BAJEN LAS ARMAS! —bramó Nikolai—. ¡AHORA!
—¡BAJENLAS! —gritó Dante, con la voz rota.
Todos obedecieron y el silencio cayó, más brutal que cualquier disparo.
Nikolai sonrió con la boca torcida.
—Mírame, Bellandi. Jaque mate, perro italiano.
Dante no respiraba. Ella. Su sol. Su todo. Tenía una pistola apuntando a su cabeza.
No podía moverse. No mientras ese hijo de puta la tuviera así. Ella lo miraba. Sin hablar. Pero sus ojos gritaban por ayuda. Las lágrimas trazaron surcos de ceniza en su rostro.
—¿Esto es lo que querías, mi amor? —susurró Nikolai, rozando con el cañón su piel—. ¿Flores blancas? ¿Una boda de ensueño? Yo te habría dado esto y más.
Ella cerró los ojos y una lágrima gruesa resbaló por su mandíbula.
—¡Suéltala! —rugió Dante—. ¡A mí, cabrón! ¡Mátame a mí!
—¿Matarte? —Nikolai rió, seco, desquiciado—. No, Bellandi. Ya te dije que esa opción no existe.
Ella jadeó, quebraba, sus piernas temblaban.
Dante dio un paso. Los rusos apuntaron. Uno de ellos directamente al pecho de Enzo.
—¡NO! —gritó la despavorida madre, abrazando al niño—. ¡No le disparen, por favor!
—Ni un puto movimiento más —sentenció Nikolai, apretando más el arma contra la sien de ella—. O los mato a todos. Uno por uno.
Dante se quedó quieto con los puños cerrados y la rabia asfixiándolo.
—Ella jamás va a ser tuya —escupió Dante.
—Tampoco era tuya. Y aun así la secuestraste —devolvió Nikolai—. No somos tan distintos, infeliz.
El aire pesaba. Como si el mundo estuviera conteniendo el aliento.
Un paso en falso, y todo volaba por los aires.
Ella lo miró. Solo a él.
Y en esa mirada, todo desapareció.
—No dejes que me lleve —susurró—. Prefiero morir aquí… contigo.
A Dante se le quebró algo por dentro. El corazón, el alma… la puta vida entera.
Temblaba. De rabia. De amor. De miedo.
—¡Suéltala! —rugió, avanzando—. ¡Tómame a mí! ¡Mi vida, mi imperio, lo que quieras! ¡Pero suéltala!
Nikolai ladeó la cabeza, con esa sonrisa torcida que helaba la sangre.
—¿Tu vida? Ya la tengo. ¿Tu imperio? Hoy lo hicimos cenizas. Solo me faltaba arrancarte lo más valioso.
Dante se adelantó con el pecho agitado, como si su corazón quisiera salirse para protegerla.
—¡Llévame! ¡Hazme m****a si quieres! ¡Pero a ella no!
Nikolai lo miró con deleite. No burla. No desprecio.
Placer enfermo.
—¿A ti? —soltó una risa seca—. ¿Qué placer me daría hacerte a ti, lo que quiero hacerle a ella? —Y le pasó la lengua por la cara a ella.
Dante crujió los puños. Duro. Sentía los huesos. Dio otro paso.
Nikolai movió el arma. Más presión contra su cabeza.
—Ni un centímetro más —gruñó.
—¡Maldito seas! —bramó Dante, pero se detuvo.
El helicóptero rugió sobre el cielo roto, agitando el humo espeso, levantando pétalos muertos, tierra y cenizas. El fuego en la pérgola ardía como un mal presagio. Dante caminaba entre cadáveres y ruinas, con los ojos clavados en ella. En su sol.
Dos hombres la sujetaron con violencia. Nikolai abrió la puerta del helicóptero, sonriendo como un maldito demonio.
Dante ya no pensaba. Solo rugía.
—¡Suelta a mi mujer, hijo de puta!
Su voz se quebró. Feroz. Rota. Dolorosa.
Entonces la vio.
Una pistola, tirada entre las rosas muertas. Medio enterrada. Como una señal. Como una última carta.
Dante se lanzó. Rodó. Tomó el arma y cuando estuvo a punto de halar del gatillo...
¡BANG!
Un disparo lo impactó.
La pistola cayó.
Un círculo de sangre se abrió en su pecho, tiñendo la camisa de rojo.
—¡NOOOOOOOOO! —gritó ella, desgarrando el aire.
Quiso correr hacia él, pero Nikolai la empujó al helicóptero como si fuera un saco de carne.
Dante cayó al suelo, con los dientes apretados por el dolor que sentía, estaba bañado en sangre, sintiendo cómo la vida se le escapaba. Pero sus ojos seguían en ella. Solo en ella.
La vio golpeando la puerta del helicoptero, llorando y gritando.
—¡Dante! ¡DANTE!
El helicóptero despegó entre gritos, viento y polvo.
Y en el suelo, bajo un cielo que se volvía gris como si llorara con ellos, Dante Bellandi sangraba.
—Mi sol… —susurró, antes de perder la conciencia.
El sol aún no había salido. La casa aún dormía. Pero Svetlana se removió entre las sábanas revueltas, con una mueca de incomodidad en el rostro. Despertó con esa necesidad imperiosa que rompe el sueño más profundo y se levantó a tientas. Caminó descalza por la habitación silenciosa y fue al baño.Al volver, sus pasos apenas crujieron sobre la madera pulida. Y sin embargo, bastaron.Dante, medio dormido, percibió su aroma antes de abrir los ojos.Ese aroma…Dulce. Íntimo. Inconfundible.El olor de ella.Su cuerpo reaccionó sin permiso, sin necesidad de estímulos adicionales. Una sacudida involuntaria recorrió su bajo vientre y sintió cómo su miembro despertaba con fiereza, como si hubiese estado esperando solo eso: su presencia.Abrió los ojos y la vio acercarse. Cabello suelto, piernas desnudas, mirada somnolienta. Ella no se percató de la tormenta que ya se formaba en él. No hasta que él se incorporó en la cama y la tomó por la muñeca con fuerza controlada.—Vuelve aquí —murmuró con
La noche había caído con una suavidad inusual, como si incluso la oscuridad supiera que debía quedarse quieta. Las luces del pasillo estaban apagadas, y el silencio reinaba con una calma que hacía que el crujido más leve de la madera bajo los pasos pareciera un secreto.Svetlana estaba sentada al borde de la cama, descalza, con el cabello suelto cayendo como una cascada de oro liquido sobre su espalda. Vestía una bata ligera de seda negra.Lo miró. A su hombre. Al único capaz de hacerla arder y sanar con una misma mirada. Estaba ahí, de pie junto a la puerta, aún con el saco puesto, los hombros rectos, el perfil recortado contra la penumbra. Pero algo en su expresión había cambiado. No era el Dante de los últimos días, quebrado, ausente. No. Era él. Volvía a ser él.—Ven —susurró Svetlana, apenas audible, como si alzar demasiado la voz pudiera romper ese momento sagrado.Dante se acercó en silencio. Se deshizo del saco con movimientos lentos, calculados. Lo dejó sobre el sillón junto
Mientras tanto, Svetlana tenía que seguir llevando las riendas del clan. Las operaciones no se detenían. Las reuniones con los hombres, las decisiones financieras, los movimientos logísticos. Todo pasaba por ella. En las juntas con Asgeir y Versano, Svetlana sostenía el timón con firmeza, pero su mirada estaba nublada, su espíritu dividido.Por las noches, se sentaba al borde de la cama matrimonial, observándolo dormir o fingir que dormía. Algunas veces lo sorprendía llorando en silencio, las cicatrices brillando como grietas húmedas bajo la tenue luz del velador.Un día, mientras revisaba informes con Asgeir en la biblioteca, él le dijo:—Ya encontré un nuevo hacker. Es joven, pero bueno.Svetlana asintió con un suspiro.—Tráelo.Dos días después, el chico llegó. No tendría más de veinticuatro años, delgado, nervioso, con gafas oscuras y una risa nerviosa que trataba de ocultar su inseguridad. Lo pusieron a prueba inmediatamente: un ataque controlado a los servidores de una empresa f
Dos semanas después...—¿No te aburres allí sentada todo el día? —preguntó él, con la voz todavía un poco áspera por los días de intubación, pero firme, ya sin los temblores del dolor o la morfina.—No me aburría cuando estabas inconsciente, ahora menos que puedo hablar contigo —le respondió ella, sin despegar la vista del libro abierto en su regazo.Él giró la cabeza hacia ella, y por un instante no pensó en las vendas ni en los cables que aún estaban conectados a él. Por un instante, se sintió vivo. Solo un hombre más, con la mujer que amaba. Respiró hondo, y para su grata sorpresa, ya no sintió el tirón punzante en el costado donde el pulmón se había colapsado.—Hoy me siento más fuerte. Quiero pararme.—¿Estás seguro?—Quiero intentarlo.Svetlana lo ayudó a incorporarse, ajustando la bata que colgaba floja sobre su torso aún vendado. Sus piernas, aunque más firmes, temblaron al primer intento, pero se sostuvo con el apoyo de la barra metálica junto a la cama. Caminó dos pasos. Lue
La habitación estaba bañada por una luz dorada y cálida que entraba a raudales a través de las cortinas descorridas. El sol de la tarde pintaba las paredes de tonos miel y ámbar, acariciando los muebles, el piso de madera pulida y la gran cama donde descansaba Dante. Todo estaba limpio, ordenado, sereno, como si el mundo se hubiera detenido para que él pudiera sanar. En el aire flotaba una fragancia sutil de lavanda, y las ventanas estaban entreabiertas, dejando que la brisa suave agitara apenas los visillos. Ya no había monitores ni máquinas zumbando en la habitación. Solo quedaban los frascos de medicamentos sobre la mesita, una bandeja con vendas limpias, y la silueta inmóvil de Dante en la cama, por fin libre del infierno clínico.Svetlana estaba sentada junto a él, en silencio. No se separaba por más de un par de horas, le hablaba aunque él no siempre respondiera, le humedecía los labios con cuidado, le acomodaba las almohadas con dedos suaves, lo cuidaba como se cuida lo más sagr
La música del bar era vieja, crujía por los parlantes como si viniera desde el pasado, donde nadie recordaba exactamente cuándo fue que el lugar dejó de tener clientes decentes y se llenó de sombras con sed de whisky barato y secretos que olían a pólvora. Las paredes tenían humedad en las esquinas, y un leve olor a orina se colaba desde el baño del fondo, pero a los hombres que jugaban a los dardos en el rincón más oscuro del local eso no les importaba.La voz de Rino resonó con una carcajada áspera, alzando su cerveza sin quitarle la vista al blanco clavado en la madera agrietada.—Te lo juro, porca miseria, si ese cabrón de Dante Bellandi logra quedarse con lo de Mancini, yo mismo me tatuo su nombre en las pelotas.Los otros dos estallaron en risa. El más joven, Niko, apenas tendría veintitrés años. Aún tenía la sangre caliente y los nudillos rotos de la última pelea. Llevaba una camiseta negra y un diente de plata que brillaba cuando se reía.—Dante ha tenido más enemigos que polla
Último capítulo