SÁBADO – 5:47 A.M.
Isabella estaba sumergida en un sueño profundo, soñaba con libros cayendo.
No cualquier caída: volúmenes enteros de anatomía y filosofía despeñándose de los estantes como dominós, mientras Nick la empujaba contra la pared de la biblioteca, su cuerpo un bloque de calor entre sus muslos.
—Sei mia —murmuró él contra su boca, las palabras en italiano fluyendo como ron puro—. Solo mia.
Ella quiso protestar. Decirle que nadie la poseía, que era una Moretti, maldita sea. Pero entonces sus manos, grandes, callosas, tan distintas a las de Francesco, le cerraron la espalda como un corsé de carne, y el mundo se redujo a tres cosas:
El sabor de su boca, una mezcla entre café y menta. Como si hubiera estado masticando chicle esperándola. El sonido de su respiración, entrecortada cuando sus dientes le mordisquearon el labio inferior.
La cicatriz: esa línea imperfecta en su costilla izquierda que sus dedos encontraron al deslizarse bajo su camisa. “¿Cómo te hiciste esto?”, quiso p