(Long Island, Mansión Moretti – Amanecer)
El sol se alzaba tímido sobre la Costa Dorada, filtrándose entre las cortinas bordadas de la imponente mansión Moretti. El mármol brillaba con destellos dorados y el eco de los pasos matutinos se deslizaba por los pasillos como una melodía vieja y solemne. En el comedor, el aroma del café recién molido competía con el perfume a pan tostado y mermelada de moras.
Giuseppe Moretti se sentaba a la cabecera de la mesa, con el porte de un emperador sin corona. A su izquierda, su esposa Sofía, tan elegante como inquebrantable, sostenía una taza de porcelana con dedos finos y movimientos medidos. A su derecha, Isabella. Impecable. Inaccesible. Como una estatua de hielo tallada por un escultor con el corazón roto. Alessandra, su hermana menor, le seguía. Frente a ellas, Charly, un chico al que su padre había traído de Colombia tras la muerte de su madre, le había dado cobijo, cuidado y lo había tratado como parte de la familia. De pie, a cada lado de la puerta, dos hombres con miradas de acero.
El ambiente era pesado, casi opresivo. Charly pasó discretamente un panecillo a Alessa, su favorito. De pronto, el silencio se rompió.
—Esta noche asistiremos al evento benéfico en el Plaza —comentó Sofía con voz suave mientras removía su té—. Asistirá la familia De Angelis y también el alcalde…
Un leve movimiento de mano de Giuseppe bastó para silenciarla. Fijó su mirada en Isabella como quien observa una grieta en el mármol. Su mirada era firme, pero no cruel.
— ¿Y la universidad, cara mía? ¿Ya hiciste otros amigos aparte de ese Daniel? ¿Todo marcha bien?
Isabella dejó caer el cubierto con un leve tintinear sobre el plato.
—Es adecuada —respondió sin emoción—. En cuanto a los amigos, prefiero mantenerme al margen… y que ellos hagan lo mismo.
Giuseppe suspiró profundamente.
—No puedes vivir aislada, Isabella, ya es tu tercer semestre —replicó con voz baja, como un trueno contenido—. Debes crear un círculo. Conocer más gente. Hacerte un nombre fuera de esta casa. Conquistar tu mundo… antes de que te toque heredar el nuestro.
— ¿Conquistar? —repitió ella con sorna—. No tengo interés en conquistar nada más allá de mis estudios. No necesito fiestas, ni aplausos, ni “gente”. Mi círculo… —giró hacia Alessa y suavizó el tono—. Mi hermana es mi círculo. Mi vida. Mi corazón. Y con ella, Charly, Daniel y Giorgio, es suficiente.
Alessa le sonrió con ternura, como si cada palabra tejiera un abrigo para su alma.
Sofía y Giuseppe intercambiaron una mirada muda. El dolor dejado por Francesco era una sombra que aún danzaba por los rincones. Una herida que, lejos de cerrarse, había echado raíces.
Giuseppe suspiró con el peso de las generaciones sobre sus hombros.
—Salvatore me ha llamado. Preguntó por ti; dice que tiene días sin saber de ti. Le dije que pronto lo contactarías. Y Leonardo también escribió. Tu padrino, su tío y el abuelo envían saludos.
—Diles que los recuerdo. —Se levantó con elegancia helada—. Pero se me hace tarde. En otra ocasión conversamos… si eso aún importa.
Y se marchó. El taconeo de sus zapatos resonó por el mármol como una marcha de guerra silenciosa. Dejó tras de sí a sus padres, la fragancia de su perfume, la fuerza de su sombra y el eco de una herida que no cicatrizaba. Afuera, el auto negro esperaba. Giorgio abrió la puerta para ella, rodeó el auto y lo echó a andar.
El auto avanzaba por la carretera como un monolito de lujo. Isabella iba en el asiento trasero, con la mirada fija en el paisaje: árboles sin historia, el mar a lo lejos y ese cielo despejado que parecía más indulgente fuera de las paredes de la mansión.
En la radio sonaba una pieza instrumental suave. Isabella cerró los ojos. Por primera vez, sentía que podía respirar.
Lejos de Italia. Lejos de Francesco.
Pero entonces, como un veneno viejo, subió desde el estómago un recuerdo que la mordió sin aviso.
“No puedo seguir fingiendo, Isabella. Elena… Elena es mejor que tú. En todo. En la cama. En la vida. Tú eres solo una niña que juega a ser mujer.”
El rostro de Francesco. Su voz. El eco de esa risa cruel mientras se abotonaba la camisa tras usarla y descartarla como si nunca la hubiese amado.
El estómago de Isabella se tensó.
— ¿Todo está bien, pequeña? —preguntó Giorgio, mirándola por el retrovisor.
Ella abrió los ojos lentamente, respiró hondo y alzó la mirada hacia él a través del espejo.
—Sí. Solo fue un mal recuerdo… de esos que intentan colarse a molestar.
Giorgio asintió con un gesto que decía “te entiendo” sin tener que pronunciar palabra.
—Pero ya estoy bien. Hoy… no sé por qué… tengo la sensación de que el día será diferente.
Giorgio sonrió apenas y mantuvo las manos firmes sobre el volante.
—Así sea, signorina.
Más tarde, al llegar a la universidad, Isabella cruzó el umbral como quien entra a territorio enemigo, pero con la compostura de una reina que no pide permiso para gobernar. Sus tacones resonaban sobre el mármol, y sus dos escoltas la seguían a distancia exacta.
Asistió a las dos primeras clases.
Durante ambas, Isabella mantuvo su atención férrea, tomando apuntes con precisión quirúrgica. Pero en el fondo, algo en su pecho palpitaba distinto. Una especie de latido sin nombre. Algo que parecía… calma.
Hasta que salió al jardín.
El sol neoyorquino se filtraba entre las ramas del campus. Isabella caminaba entre los senderos como una emperatriz sin súbditos. Escoltada por los hombres trajeados, vestida con marcas europeas, lentes oscuros. Labios rosados resaltaban bajo un brillo neutro. Belleza intacta, su aura de inaccesibilidad, su apellido. Todo en ella era mito y material de leyenda. Su andar tenía la firmeza de quien ha enterrado su corazón… y ha seguido caminando sobre él.
Un grupo de estudiantes reía en un rincón. Murmullos. Miradas. La admiraban con la misma intensidad con la que algunos la envidiaban. Isabella no los miraba; no eran parte de su mundo, no le importaban.
Las pelirrojas parecían ser una maldición en su vida. Una chica, pelirroja y de sonrisa retorcida, apretó una naranja con los dedos y, con un impulso de rabia envidiosa, la arrojó directo a Isabella.
Ella no se movió.
No gritó.
Solo cerró los ojos y esperó el golpe.
Como quien ya ha sido golpeada por cosas peores.
Pero el golpe nunca llegó.
Un sonido seco. El ¡thunk! de la fruta al estrellarse contra una palma abierta. Luego, el crujido de la cáscara al ser aplastada.
— ¿Estás bien, princesa?
La voz era como una tormenta envuelta en terciopelo. Grave, seductora, peligrosa. Isabella abrió los ojos. Y allí estaba.
Nick Walton, o como ella lo conocería: Nick Fitzgerald.
Lo primero que vio fue un par de ojos azules como las aguas de Bora Bora en verano. Cabello rubio, desordenado de forma rebelde. Y una sonrisa perfecta, insolente, como si llevara años practicando frente al espejo cómo conquistar mundos con una curva de labios. Sostenía la naranja en la mano como si acabara de detener una bomba.
Y de pronto, lo recordó. Lo había visto antes. Meses atrás.
En la cancha de la universidad, él —con ropa deportiva, igual de encantador— le había pegado accidentalmente con una pelota de básquet mientras jugaba con sus amigos de quinto semestre. Se había acercado corriendo, jadeante, con esa misma sonrisa despreocupada y ojos de cielo.
—Perdona, de verdad. ¿Te hice daño?
Ella lo había mirado como si le hablara un perro callejero.
—Solo a mi paciencia.
Y se fue.
Ahora, allí estaba de nuevo. Salvándola de una naranja.
El destino tenía un humor extraño.
—Gracias —dijo Isabella, entrecerrando los ojos.
Estaba cansada de guiones repetidos. Cansada de chicos bonitos que jugaban con fuego sin saber que ella era incendio puro.
—No hay nada que agradecer —añadió él—. Por ti enfrentaría huracanes, terremotos, tsunamis… o incluso a ese grupo de primates. Aunque me lleve la vida en ello.
Isabella lo miró de arriba abajo, arqueando una ceja.
— ¿De verdad empiezas así? ¿Con frases de novela barata y sonrisa de propaganda?
— ¿Funcionó? —replicó él, sin dejar de sonreír.
—Te voy a ahorrar tiempo. No lo intentes. —Le clavó los ojos con una frialdad de bisturí—. Si apostaste con esos idiotas a que me llevarías a la cama, lamento decepcionarte. No soy una niña tonta que se cree reina por acostarse con el capitán del equipo. Ni me interesan chicos lindos con frases ensayadas.
Nick alzó una ceja y entrecerró un ojo. Había algo en ella que lo desarmaba y lo intrigaba.
— ¿A la cama? Vaya… una chica con bisturí en la lengua. Me gusta, pero tengo que decir que la biblioteca me parecía un mejor plan.
— ¿Sabes qué me gusta a mí? Que las personas que no me interesan… se quiten del camino. —Ella dio un paso más cerca. Su voz era ahora una daga afilada con perfume caro—. Para mí, ellas y los que las rodean son solo futuros cerebros experimentales. Piezas prácticas en mi sala de autopsias.
Hizo una pausa. Luego, más suave:
—Gracias por sujetar la fruta.
Giró con la misma elegancia con la que una reina da la espalda a un súbdito.
—Nos vemos, si es que te atreves a insistir —añadió sin mirarlo.
— ¿Y si insisto?
—Entonces verás lo que es un verdadero huracán.
Nick se rió con un gesto ladeado, desafiante, divertido, y se hizo a un lado, como si disfrutara el desafío.
—Nos vemos pronto… princesa de hielo.