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CAPÍTULO 4: LOS OJOS QUE ME BUSCAN

La mañana siguiente amaneció con cielo gris y una llovizna perezosa. De esas que obligan al mundo a moverse más lento. Excepto dentro de Isabella, donde todo era una tormenta.

Se miró al espejo mientras ajustaba sus aretes de perlas.

—No fue nada… solo un baile.

Eso se repetía. Una y otra vez.

Pero el recuerdo de sus dedos entrelazados con los de Nick la había acompañado incluso en sueños. Y en ese sueño, no había música. Solo latidos.

Salió de la habitación y allí estaba Alessa, quien ya la esperaba en el pasillo con una sonrisa.

— ¿Dormiste bien, mi futura doctora enamorada?

—No. Y no estoy enamorada. Solo estoy… intrigada.

—Ese es el primer síntoma. Después viene el desvelo, la negación, los suspiros…

— ¿Quieres que devuelva el panda?

— ¡Mentira! ¡Jamás hablaré de Nick Fitzgerald otra vez! —gritó Alessa, cubriéndose la boca con dramatismo.

Isabella sonrió. Pero luego su expresión se tornó seria.

—No puedo dejarme llevar. No puedo repetir errores, Alessa. No otra vez.

Bajaron las escaleras. La lluvia aún se deslizaba como lágrimas suaves por los ventanales de la mansión. El comedor, usualmente imponente, parecía más pequeño bajo la tensión que flotaba entre los cubiertos de plata.

—Buongiorno —dijo Isabella mientras Giorgio retiraba la silla para ella. Se sentó en silencio, con Alessa a su lado. Un sirviente dejó la cafetera humeante sobre la bandeja, y el sonido del líquido al caer fue lo único que se escuchó durante un largo minuto.

Sofía leía el periódico con la misma frialdad con la que cortaba conversaciones incómodas. Giuseppe hojeaba su móvil con gesto ausente. Charly estaba en silencio, con los brazos cruzados, atento a cada movimiento como si esperara una bomba.

Entonces, Sofía dejó el periódico con suavidad sobre la mesa y, sin mirar a nadie, preguntó:

— ¿No les vas a decir nada?

Nadie respondió.

—Me refiero, claro está —continuó, cortando su pan con demasiada fuerza—, a la pequeña escapada durante la cena benéfica. Dos señoritas Moretti desapareciendo del Hotel Plaza como si fuera un mercado persa.

Giuseppe alzó lentamente la mirada.

—Quiero desayunar en paz, Sofía.

—Oh, perdón. ¿Paz? —replicó con sarcasmo fino—. Supongo que eso explica por qué tus hijas hacen lo que les da la gana. Tu sucesora no tiene sentido de responsabilidad ni de autoridad, se deja arrastrar por los caprichos tontos de su hermana. Nadie les exige nada. Todo es sonrisas, silencio… y complicidad.

—No empieces.

—No empecé yo, Giuseppe. Empezaron ellas. O tú., con tu maldita manera de evadirlo todo cuando la familia se desmorona. Te lo advertí: un heredero cumple con sus compromisos cuando es único y no tiene distracciones.

Isabella bajó la vista a su plato. El pan con mermelada no se movía, pero su apetito había desaparecido. Sus dedos tensos sobre el tenedor hablaban más que su rostro. En su interior, una mezcla de rabia, vergüenza y agotamiento hervía lentamente, como agua contenida por una tapa a punto de estallar. Detestaba ser el centro de esa discusión. Odiaba sentirse como una pieza que todos jugaban sin consultarla. Odiaba la forma en que su madre, con palabras disfrazadas, vociferaba el desprecio que sentía por su hermana.

—Mejor me voy —dijo Giuseppe, dejando la servilleta sobre la mesa—. Tengo que estar a tiempo en el aeropuerto. El viaje a Colombia no se retrasa solo porque tú quieres iniciar una guerra doméstica antes del café. Estaré fuera cuatro meses. Iré a Italia también para ver cómo marchan los negocios. Espero que, a mi regreso, tu humor haya mejorado.

—Sí, claro —respondió Sofía sin mirarlo—. Espero que de esos malditos negocios en Colombia no regreses con otra sorpresa. Ya tuvimos suficientes huérfanos, armas y cadáveres en esta casa.

El aire se volvió hielo.

Charly apretó los labios. Alessa dejó de moverse. Isabella cerró los ojos un segundo, como quien contiene un grito con el alma. Un dolor punzante se alojó en su pecho. Sentía que su vida se tejía entre traiciones, secretos y heridas sin cerrar. Y lo peor: estaba aprendiendo a vivir con ello.

—Papá —dijo de pronto, levantándose—. Que tengas buen viaje.

Giuseppe se detuvo un momento al verla. Luego asintió.

—Isabella… —dijo Sofía, reprochándole que se levantara de la mesa sin permiso.

—Alessa. Charly. —ordenó Isabella, su voz fue firme—. Vamos. Se nos hace tarde.

Sofía la miró, con los ojos duros, pero Isabella no respondió. No tenía fuerza para más veneno. Ya bastante tenía con las cicatrices que aún no cerraban.

Alessa la siguió sin decir palabra. Charly tomó su chaqueta, cruzó miradas con Giuseppe y salió detrás de ellas.

Después de dejar a Charly y Alessa, Isabella siguió hacia la universidad. La llovizna seguía cayendo, pero Isabella agradecía el cambio de ambiente. Cada paso en la universidad era un respiro, un escape.

Luego de dos clases, se dirigió al auditorio donde tendría su práctica de ballet como parte de una actividad física complementaria. Se cambió en silencio, recogió su cabello y salió al escenario vacío.

Allí, bajo la tenue luz natural que se filtraba por los ventanales altos, estaba ella, con un leotardo negro y una falda de tul gris humo. La música clásica llenaba el espacio. Su cuerpo se movía con precisión, una mezcla de rabia, fuerza y una melancolía que pesaba más que el piano de fondo. Danzó hasta el cansancio, como si el cuerpo gritara todo lo que su boca callaba. Su reflejo en el espejo parecía otra mujer: una guerrera vestida de delicadeza, con un corazón herido en cada pliegue.

Desde las sombras, Nick la observaba fascinado y se preguntaba: ¿quién la había herido tanto? Detrás de esa máscara de hielo y dureza se escondía una gran tristeza.

Levantó el móvil y tomó una foto. Una sola.

Ella en medio del giro, con la lluvia golpeando los ventanales detrás de ella. Como un sueño entre cristales.

No dijo nada.

No interrumpió.

Solo se fue.

Más tarde, Isabella tomó una ducha, se cambió y se dirigió a la biblioteca. Allí hojeaba un libro cuando una taza de café apareció sobre su mesa.

—Con crema y canela —dijo Nick con una sonrisa—. Como lo tomaste ayer. Dos sorbos, una pausa, luego un gesto de fastidio con la ceja izquierda. Ya te conozco el ritual.

—No deberías acercarte así. No estoy de humor para rituales ni para epidemias.

—Oh, vamos. ¿Ni siquiera por caridad? ¿Después de la humillación pública de la cena?

Ella lo miró de reojo.

— ¿A qué te refieres?

—Tu huida con Alessa.

—Te repito, no estoy de humor.

—Ok, pero yo estoy para arrancarte una sonrisa. Aunque sea una pequeña.

— ¿Con tus frases de catálogo?

—No. Con una invitación.

Isabella alzó una ceja.

— ¿Qué clase de emboscada es esta?

—Partido de básquet. Hoy. Contra una universidad visitante. Entrada libre. Y yo… abandonado por todos.

—Lo siento. Tengo cosas que hacer.

Nick hizo un puchero.

—Anda, reina del hielo. Nadie vendrá a verme. Mi hermano está ocupado. Mi equipo me odia por ser el mejor. Y tú… me ignoras.

Isabella sonrió de lado.

—La rubia de anoche puede hacerte porras. Y tu club de idiotas también.

— ¿Acaso la reina del hielo está celosa?

Isabella se sonrojó levemente y murmuró:

—Por Dios… ni siquiera te conozco. Además… eres insoportable.

Nick soltó una carcajada tan sonora que varios estudiantes voltearon a verlos.

— ¡Shhh! —le reprendió Isabella—. Estamos en la biblioteca.

Nick alzó las manos en señal de rendición.

—Ok, guardaré silencio si dices que sí. O gritaré que me dejarás solo esta noche, y que soy un pobre niño huérfano que solo quiere que lo quieran.

— ¡Cállate! —susurró Isabella, llevándose las manos a la cara.

—Entonces ven.

—Primero debo buscar a mi hermana en la academia. Si todavía estás vivo después, tal vez pase.

Nick sonrió satisfecho y se dejó caer en un sillón cercano con su café y un libro de Maquiavelo entre las manos.

Isabella lo miró de reojo mientras fingía leer. Y cuando él alzaba la vista, ella bajaba la suya.

Isabella cerró su cuaderno tras un rato. Guardó sus cosas en silencio y salió de la biblioteca sin decir palabra.

Afuera, bajo un paraguas que sostenía Giorgio, la esperaba junto al auto.

— ¿Ya terminó tu encuentro con los libros? —preguntó Giorgio.

—Sí. También hablaba con Nick. Me invitó a un juego, así que debo ir por mi hermana y regresar después.

Giorgio abrió la puerta del auto para ella, luego cerró el paraguas y subió. Encendió el motor y, al verla por el retrovisor, notó que la pequeña princesa italiana se veía diferente, menos rota.

—El yankee tiene su encanto, ¿verdad, pequeña?

Isabella veía a través del cristal. Sonrió y dijo:

—Sí, es encantador. A su manera molesta… pero lo es.

Al llegar al instituto, Charly y Alessa esperaban ansiosos.

—La biblioteca te liberó temprano.

—En realidad —respondió Isabella abriendo la puerta— quiero ir a almorzar y que regresemos a la universidad por la tarde. Nick me invitó al partido de básquet.

Charly frunció el ceño de inmediato.

— ¿Desde cuándo te gusta el básquet? Hasta donde sé, prefieres el béisbol.

—Desde que alguien que me cae bien me pidió que fuera —respondió sin mirarlo directamente.

Charly la observó con detenimiento.

—No sé qué tiene ese chico… pero hay algo en él que no termina de agradarme.

—Vamos, Charly —interrumpió Alessa con una mueca divertida—, más idiota que Francesco no creo que sea. Y además… ¿quieres que volvamos a casa mientras papá está de viaje y mamá está más insoportable que nunca?

Charly bufó.

—Ok. Mejor el tonto de la universidad que Sofía. Al tonto puedo meterle un tiro si se pasa de listo.

Isabella soltó una risita y subió al auto.

Horas después, los tres regresaron al campus.

El gimnasio estaba repleto. Las gradas vibraban con los cánticos y tambores. Isabella, Charly y Alessa entraron al recinto escoltados por Giorgio y Sebastián. Se sentaron a mitad de gradas, rodeadas por estudiantes de ambas universidades.

El ambiente era eléctrico, pero Isabella estaba tensa. Había algo extraño en su pecho, una ansiedad suave pero persistente. Su mirada buscó a Nick.

Y lo encontró.

Vestido con la camiseta del equipo, cabello despeinado, músculos tensos, respiración agitada. Sus ojos la buscaron en las gradas y, cuando la encontró, le hizo un gesto con los dedos como si dibujara una sonrisa invisible.

Durante el partido, Nick jugó con furia contenida. Cada pase era preciso, cada movimiento rápido y elegante. El equipo rival era fuerte. El marcador iba empatado en varias ocasiones. Las faltas se acumulaban. El sudor le corría por el cuello. Isabella apretaba las manos sobre sus rodillas. Sentía cada punto como un latido en su pecho.

En el último cuarto, con menos de un minuto en el reloj, Nick atrapó un rebote, esquivó dos defensas, volteo hacia ella haciendo una seña de que ese tiro estaba dedicado a ella, giró en el aire… y encestó un triple imposible. El gimnasio explotó en gritos. La victoria fue suya.

Isabella se puso de pie sin darse cuenta. Alessa aplaudía emocionada. Nick se abrió paso entre los abrazos y palmaditas hasta pararse frente a ellas.

—Gracias por venir, princesa de hielo, y por traer compañía.

—Fue tu amenaza en la biblioteca lo que me hizo estar aquí.

—No hice amenazas. Tus ojos sí. Y son peores.

Se miraron un segundo más de lo necesario.

—Ok, perdón por interrumpir su tensión sexual —intervino Alessa, poniéndose de pie—. ¡Pero tengo hambre! ¡Pizza! ¡Ahora!

Nick rió y alzó las manos.

—Como la pequeña ordene. Esperen 20 minutos, me ducho y salimos. Tu hermano y los chicos del terror pueden seguirnos.

Se refería a Giorgio y Sebastián, que ya los observaban desde atrás.

Alessa, haciendo de cupido, distribuyó los autos.

— ¡Perfecto! Charly y yo iremos en el auto de Isa, Giorgio y Sebas en su auto, e Isa se irá contigo. Ahora date prisa.

—Como ordene, capitán Alessa. Solo 20 minutos —dijo Nick, parándose firme y sonriendo.

El cielo pintaba de tonos naranja y rojizo cuando llegaron al restaurante italiano.

Nick estacionó su auto, se bajó y abrió la puerta para ella. Isabella dudó… pero luego aceptó su mano. El contacto fue breve. Íntimo. Eléctrico.

—Me han dicho que aquí hacen las mejores pizzas de Manhattan.

—Mi padre es el dueño —dijo Alessa—. Así que más le vale que lo sean.

Dentro, el ambiente era cálido. Luces suaves, aroma a masa horneada y albahaca. Se sentaron en una mesa en la esquina. Nick, Alessa y Charly hablaban sin parar. Isabella los observaba, el corazón latiéndole con calma… por primera vez en años.

— ¿Por qué tan callada? —preguntó él.

—Solo… disfruto de la conversación.

Nick apoyó los brazos sobre la mesa y se inclinó hacia ella.

—Y yo disfruto verte sonreír. Tan libre. Sin esa fachada de chica ruda.

Isabella bajó la mirada.

—Es necesaria.

—No. Nadie más tiene la culpa de lo que pasó antes. Y aunque no tengo ni idea de qué o quién te hizo así, juro que vale la pena sonreír otra vez.

Solo hubo silencio, seguido de una sonrisa pequeña. Real.

Nick la atrapó en su memoria.

Pagaron la cuenta y salieron a caminar por la acera empedrada.

Frente al local de los helados, Nick señaló con un gesto.

— ¿Helado?

—Siempre —respondió Alessa, saltando.

Isabella asintió. Pero su mirada se perdió por un instante entre los árboles de la avenida. Allí, bajo la luz tenue de un farol, sintió que algo cambió. Desde un coche oscuro, dos figuras los observaban. Uno de ellos levantó un teléfono con una antena corta y transmitió:

—Objetivo localizado. Confirmado. Está con ella. Activar vigilancia nocturna. No intervención… todavía.

El otro revisaba una carpeta con fotografías. Entre ellas, una de Isabella, otra de Nick. Otra… con ambos juntos en el campus.

—Apenas comienzan a confiar. Será más doloroso cuando caiga todo —murmuró.

La amenaza era real. Y estaba cada vez más cerca.

La voz de Charly la hizo apartar la mirada.

— ¿Qué tal si seguimos la noche, Yankee? —sugirió Charly—. Unas partidas de bowling, tal vez. El equipo soñado contra el caos.

—Por mí que esta noche no termine jamás —respondió Nick, mirando a Isabella.

—Aceptamos el reto —dijo Alessa—. Yo pido zapatos rosados.

Todos rieron. Luego, ya en el bowling, Nick e Isabella formaron equipo. Alessa y Charly, el otro.

Los turnos pasaban entre carcajadas, burlas y desafíos. Isabella, competitiva, lanzaba con fuerza. Nick hacía comentarios como:

—Esa es mi reina del hielo.

En la penúltima ronda, Isabella lanzó un strike. Nick la levantó en un abrazo repentino. La giró una vez, rieron, y cuando la bajó… se quedaron frente a frente.

Respiraban agitados. Los ojos entrelazados. Sus rostros tan cerca que los labios casi se tocaban. La electricidad era innegable.

Alessa, al otro lado, sonreía expectante en espera del beso. Charly, con la guardia ahora más baja, se mantenía junto a Alessa observando la escena.

Isabella se sonrojó, retrocedió un paso y se acomodó el cabello con torpeza.

—Vamos, chicos, todavía queda una ronda —dijo Charly, cortando el momento.

Nick sonrió sin decir nada y lanzó su bola. Un tiro limpio: el equipo de la reina de hielo ganaba.

Finalmente regresaron a la realidad. Los autos se estacionaron frente a la mansión iluminada. Charly bajó del auto de Isabella, rodeó el vehículo para despertar a Alessa, que dormía recostada contra el vidrio.

Nick detuvo su coche y se bajó para abrirle la puerta a Isabella.

—Gracias por venir al juego —dijo, con voz más suave que nunca.

—Gracias por el día tan maravilloso.

Ella se alzó de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Un beso que duró lo justo para descolocarlo y dejarlo queriendo más.

Isabella se reunió con los suyos y entró a la mansión. Desde la vereda, Nick levantó la mano despidiéndose, con esa sonrisa torcida que ya comenzaba a colarse en su alma.

Y esa noche, desde las sombras de un vehículo estacionado a metros… alguien más seguiría observando.

Después de esa noche, las semanas avanzaban como un torbellino. La primavera hacía que todo se viera con más brillo, con paisajes coloridos y llenos de vida. Habían pasado tres meses desde aquella primera salida tras el partido de baloncesto, y desde entonces, Isabella y Nick parecían haberse convertido en inseparables.

No estaban solos: Charly, con su humor punzante; Daniel, siempre elegante, alocado y atento; y Alessa, con su chispa encantadora, se habían vuelto parte de una especie de pequeña familia improvisada.

Salían a pasear por la ciudad, reían hasta las lágrimas en los pasillos de la universidad, discutían de música, libros y conspiraciones en las cafeterías cercanas. Habían ido a patinar sobre hielo en el Vine, y aunque Nick terminó con un golpe en la cadera y Charly con un moretón en el orgullo, fue uno de esos días que se quedan tatuados en la memoria.

Isabella aún no lo decía en voz alta, pero en su mirada había una certeza que se le escapaba en cada sonrisa cuando lo veía llegar: Nick se había convertido en parte de su mundo, sin pedir permiso, sin dar explicaciones. Y muy pronto, esa presencia se convertiría en el peso de la ausencia.

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