La mañana llegó con la misma rutina de los días anteriores, pero sin los comentarios irónicos de Sofía. El comedor brillaba con luz tenue, el aroma del café comenzaba a envolverlo todo, pero esta vez… Sofía no estaba.
—Tu madre dijo que irá al club —informó Charly mientras servía jugo a Alessa.
—Mejor —musitó Isabella sin levantar la mirada—. No tengo ganas de duelos matutinos.
Charly, Alessa e Isabella desayunaron en relativa paz. Hubo risas tímidas, planes para el fin de semana que no incluían a nadie más que a ellos tres, y una pequeña tregua en la guerra invisible que colgaba del apellido Moretti.
Poco después, cada uno fue a su destino: Alessa y Charly a la secundaria, Isabella a la universidad. Era viernes y, en teoría, el último día de la semana escolar. Pero el corazón de Isabella aún palpitaba con lo vivido durante los últimos meses.
La universidad estaba más silenciosa de lo habitual. Quizá por la lluvia que comenzaba a caer, o por la calma antes del examen del lunes. Isabella caminó sola hasta su aula. Miraba el móvil de vez en cuando, pero no había mensajes nuevos.
Nick no había escrito. Tampoco respondió cuando ella envió un “¿todo bien?”.
El resto del día transcurrió entre clases y preguntas sin respuestas.
Al llegar a casa, Isabella notó que Giorgio estaba más serio que de costumbre.
— ¿Todo bien, Gior?
—Creo que alguien abrió tu auto, signorina. No forzaron la cerradura, pero dejaron algo en el asiento trasero.
Isabella se tensó. Caminó lentamente hasta el vehículo.
Allí, sobre el asiento… había una rosa negra envuelta en un papel. La nota solo decía:
“Cuanto más alto subes, más duele la caída.”
Isabella la leyó en silencio, su respiración contenida. Giorgio aguardaba sin decir palabra.
—Quémala —ordenó ella finalmente—. No le digas nada a nadie… todavía.
Al mismo tiempo, en la base secreta de INTERPOL, esa misma tarde, en una sala sin ventanas, pantallas iluminadas y cinco sillas alineadas frente a un monitor.
Nick, Carter, Arthur, John y Roger estaban de pie. Frente a ellos, Scott Walton, el padre de Nick, con un mando a distancia en la mano. Detrás de él, a unos pasos, estaban el capitán Darius Coleman y el subteniente Marcus Hale, imponente, desafiante, de mirada afilada y maliciosa.
Scott presionó el botón. En la pantalla apareció una imagen: Isabella en las gradas. Luego ella sonriendo en el restaurante. Luego el momento del bowling… el abrazo. La tensión. El casi beso. La salida al cine. Los paseos.
— ¿Y bien? —preguntó Scott sin emoción—. ¿Es esto parte del plan? ¿O parte de una debilidad que pondrá todo en riesgo?
Nick mantuvo la mirada.
—Puedo manejarlo.
—No fue lo que pregunté, Walton. Llevas meses en esa universidad. Tu superior, Coleman, no ha recibido avances reales: solo el perfil de una chiquilla arrogante, hija del Don de Calabria y parte de nuestra jodida ciudad. Necesitamos más que fotos, gustos de la niña y salidas a divertirse. No es un juego —la voz de Scott se tornó más gélida—. Es la hija del Don. Tu objetivo. No tu… redención.
Desde el fondo, la doctora Sasha Elroy, psicóloga del equipo y un desliz en la habitación de Nick tiempo atrás, intervino:
—Señor… con todo respeto, su hijo muestra claros signos de vínculo emocional genuino. Su lenguaje corporal, el contacto visual, los gestos… No se trata de simple manipulación. Esto puede comprometer la misión.
—Entonces —dijo Scott sin mirarlos—, se mantendrá alejado de ella una semana. Sin contacto. Sin mensajes. Sin presencia.
— ¿Y si pregunta por mí? —replicó Nick.
—Que sienta tu ausencia. Que entienda que eres indispensable. Y si ella lo busca… Sasha se encargará del resto.
Nick sabía el verdadero significado de esas palabras. Su sangre hervía. Su propio padre lo había expuesto ante sus superiores, ante el equipo. Había cruzado la línea y, no solo eso, dejaba que una chica resentida se involucrara, vislumbrando su ego herido disfrazado de un perfil psicológico. No pudo contenerse. Olvidó por un momento el lugar, el resto de la gente, y se levantó de la silla.
— ¿Qué m****a dices? ¿Para qué me metiste en esta misión si no confías en mí? Todos aquí saben que infiltrarse en una organización como esa lleva tiempo. Se trata de confianza. Es la jodida mafia italiana, no una pandilla del Bronx. No necesito que busques a terceros para analizar mi conducta. He pasado mi vida en esto y ahora nos traes de Irak, nos involucras en esto y pretendes que en unos meses ya tenga a una jodida organización que ni los que estuvieron antes, ni ellos —dijo señalando a Coleman y a Hale—, ni tú han podido desmantelar. Creo que he llegado más lejos de lo que ustedes han podido.
La discusión se tornaba cada vez más calurosa, así que Carter decidió intervenir.
—Novato, cálmate. Por otra parte, con todo respeto, señor, el chico tiene razón. Personalmente hablé con Giuseppe en la cena benéfica. El hombre es astuto, parece un maldito velociraptor: analiza, escudriña y mide cada palabra. Para entrar debemos ganar su confianza, y todos en esta sala sabemos que eso implica muchas pruebas, paciencia y tiempo.
Scott guardó silencio, con su mirada clavada en Nick, debatiéndose entre sacarlo de una vez por su insubordinación de hace unos segundos o simplemente alejarlo una semana de la misión. Sabía muy bien que su arranque no era por la desconfianza, era por la simple amenaza de que Sasha se encargara. Finalmente rompió el silencio.
—Bien. Carter, ya lo dije una vez: estás al frente de esto. Cualquier error correrá por tu cabeza, la de Arthur y la de Roger. Son los oficiales con más rango, han trabajado conmigo y saben cómo me gusta el trabajo.
Scott se giró y sus ojos azules se clavaron en Nick.
—En cuanto a usted, Walton, por su insubordinación, será aislado una semana en la Cámara Cero —un reinicio forzado, donde se “corrigen” las desviaciones.
Scott hizo un gesto y dos oficiales se acercaron a Nick. Él se puso de pie y los hombres lo escoltaron fuera de la sala. Scott observó a Carter y al equipo y dijo:
—Acompáñenme. El novato debe ser corregido y ustedes lo harán.
Caminaron por un pasillo largo, apenas alumbrado por lámparas que colgaban. No había ventilación ni un rayo de luz colándose por alguna hendidura. El lugar no tenía nombre oficial en los registros de la INTERPOL. Solo un número: Sector 9, Habitación C-12. Pero los agentes que habían pasado por allí la llamaban “Cámara Cero”.
Era un cubículo de tres metros por tres, con paredes acolchadas de un gris sucio, diseñadas para absorber sonidos, gritos, golpes, súplicas. En la puerta, una placa que decía: “Fidelidad a la patria. La nación es lo primero.” Y dos oficiales con fusil en mano a cada lado.
El aire olía a desinfectante y sudor frío. No había ventanas. No había reloj. Solo una cámara de vigilancia en la esquina superior, su luz roja parpadeando como un ojo inmisericorde.
La puerta se abrió ante ellos. Las palabras “LA DISCIPLINA FORJA SOLDADOS” resonaban en la habitación estrecha, iluminada solo por una luz roja de emergencia. Nick estaba arrodillado en el centro, las manos esposadas tras la espalda, la camisa rasgada y el rostro ya marcado por el primer golpe.
Sus compañeros Carter, Arthur, John y Roger formaron un semicírculo alrededor de él, puños cerrados, mandíbulas tensas. Detrás, Scott Walton observaba con los brazos cruzados, mientras el subteniente Marcus Hale sostenía un bastón de acero.
—No podemos hacer esto —murmuró Arthur, los nudillos blancos de tanto apretar los puños.
—Es una orden —gruñó Scott—. O lo hacen ustedes, o lo hace Hale. Y él no tendrá piedad.
Nick levantó la mirada, un hilo de sangre corriendo por su sien. Respiró hondo, luego dijo con voz ronca:
—Háganlo.
Roger fue el primero en vacilar. John maldijo entre dientes. Pero fue Carter quien, con los ojos vidriosos, dio el primer golpe. Cuando Carter bajó el puño, sus ojos se cruzaron con los de Nick. Allí había culpa. Pero también promesa. Un puñetazo al estómago, calculado para no dejar moretones profundos. Nick dobló el torso, pero no cayó.
—Fidelidad a la patria —ordenó Scott, con voz de acero.
—La nación es lo primero —respondieron, mecánicos.
Dos golpes más cayeron a cada lado.
—¡Fuerzas de Operaciones Especiales! —gritó Scott.
—¡Siempre fiel! —respondieron los hombres, mientras los puños continuaban cayendo sobre la cara y el cuerpo de Nick.
Nick no gritó. Solo apretó los dientes, repitiendo en su mente el nombre que lo mantenía en pie: Isabella.
Arthur fue el siguiente: un rodillazo al muslo, el tipo de golpe que paraliza sin romper huesos. Nick gruñó, pero se enderezó de nuevo.
—Sigan —ordenó Scott, frío.
John lo golpeó en las costillas, pero su puño estaba más flojo de lo normal. Carter, sin embargo, no se movió.
—No voy a continuar con esto —dijo Carter, clavando los ojos en Scott—. No otra vez.
El silencio se hizo más denso.
Entonces Hale sonrió, con su típica sonrisa de depredador, y avanzó con el bastón de acero.
—Pues yo sí.
El primer latigazo contra la espalda de Nick lo hizo tambalear. El segundo lo derribó.
Scott observó, impasible. La lección estaba clara: la obediencia era más importante que la lealtad.
—Siempre fuiste como tu madre… Ella tampoco sabía obedecer. Vamos, el novato debe estar siete días en soledad, para que recuerde dónde está su lealtad.
La Soledad: “Siete Días con Ella en la Mente”
Ahora, solo en la oscuridad, Nick respiraba entre dientes. Cada movimiento le recordaba el dolor controlado, meticuloso, que Scott había diseñado para no incapacitarlo, solo quebrarlo.
Pero lo peor no eran los golpes. Era el silencio. El aislamiento. Y el nombre que repetía en su cabeza como un mantra:
Isabella.
¿Qué pensaría ella de su desaparición? ¿Creería que la había abandonado? ¿O que todo había sido una mentira desde el principio?
Siete días.
Siete días para recordar su risa, su mirada desafiante, el casi-beso que lo había condenado.
Siete días para dudar. O para jurar que, al salir de allí, nadie —ni su padre, ni la INTERPOL— lo detendría.
Y mientras Nick se hundía en la oscuridad de la “Cámara Cero”, muy lejos de allí, en la habitación de Isabella, una pequeña gota de sangre había manchado el pétalo de la rosa negra. Como si incluso el destino se preparara para la guerra.