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CAPÍTULO 2: DE BISTURÍES Y FRONTERAS INVISIBLES

Isabella entró a la biblioteca como si dejara atrás una batalla y necesitara esconderse en el único refugio seguro: el silencio.

El mármol del suelo brillaba bajo los rayos filtrados de los ventanales altos. El olor a papel viejo y tinta fresca envolvía el aire como un bálsamo. Sus tacones resonaban sutiles entre los pasillos, buscando un rincón donde su mente pudiera callar.

«¿Qué se cree ese idiota?» —pensaba mientras deslizaba los dedos por el lomo de un libro de anatomía—. «Torpe, encantador, entrometido… y con esa sonrisa que parece saber cosas que no debería saber.»

Se sentó cerca de la ventana. Sacó su libreta de apuntes, pero no escribió nada.

Solo entonces se dio cuenta de que su corazón aún latía más rápido de lo habitual. Y, como si la realidad se burlara de ella… ahí estaba él. Nick, a escasos metros. Con un café en una mano y un cuaderno en la otra. Sonriendo. Otra vez.

— ¿Biblioteca, eh? —dijo él acercándose con paso despreocupado—. Te imaginaba más de laboratorio oscuro y bisturí.

—Y yo te imaginaba más de gimnasio lleno de espejos —replicó sin mirarlo—. Qué decepción.

Nick rió.

—Vengo en son de paz.

—Deberías venir en silencio.

—Traje café —levantó el vaso con una leve reverencia—. El verdadero pasaporte para entrar a una conversación contigo.

—No estoy interesada en ninguna conversación.

— ¿Y en el café?

Isabella lo miró por primera vez, directamente. Los ojos de Nick no se inmutaron. Seguían allí, azules y atrevidos, como si nada le hiciera dudar. Ni siquiera ella.

—Si te acercas un centímetro más —dijo con tono bajo, pero firme—, te haré una demostración práctica de cómo se usa un escalpelo.

Nick sonrió como si acabara de ganar algo.

— ¿Eso significa que no te molesto… o que te estoy empezando a intrigar?

Ella giró la cabeza, volviendo la vista al libro abierto.

—Eres como un virus sin vacuna. Persistente. Molesto. Difícil de erradicar.

—Y, sin embargo, el cuerpo aprende a convivir con algunos virus —susurró él, guiñándole un ojo.

Ella contuvo una sonrisa que estuvo a punto de escaparse.

— ¿No tienes otra víctima que torturar? ¿Una porrista, tal vez? ¿Alguien que no planee convertirte en material de estudio?

—Ya lo intenté. Pero ninguna tiene esta mezcla letal de sarcasmo y misterio que tienes tú, doctora Moretti.

—¿Cómo sabes mi apellido? Y no soy doctora. Aún.

—Aquí eres como una celebridad. Y… tiempo al tiempo, Doc. Yo puedo esperar.

Esa última frase, dicha con un tono casi involuntario, le estremeció el pecho. Nick se dio media vuelta, como si no esperara nada más, y antes de marcharse, dejó el vaso de café sobre su mesa.

—Descafeinado. Con un toque de vainilla. Como lo pediste ayer. En el comedor. Cuando pensabas que nadie escuchaba.

Isabella lo miró alejarse. La espalda firme. El paso seguro. Y ese aire molesto de alguien que no necesitaba permiso para colarse en su vida.

—Idiota —susurró.

Pero no apartó el café. Tampoco lo tiró.

Lo sostuvo entre las manos… y lo dejó ahí. Caliente. Cerca. Como un segundo latido.

Después de aquel encuentro incendiario con Nick, Isabella se sumergió entre libros de medicina como quien se lanza a un océano para ahogar las emociones. Pero por más que leía, las palabras no lograban arrancar de su mente esa sonrisa descarada, esos ojos azules y la voz que aún vibraba en su pecho como una nota sostenida.

Pasó una hora. Cerró los libros con firmeza. Reunió sus cosas y salió.

Ya en el auto, se acomodó en el asiento trasero, pensativa. Giorgio la observó por el retrovisor, paciente como siempre.

—Quiero dar un paseo, Giorgio. No quiero ir directo a la jaula de oro.

—Como ordene, pequeña.

Entraron en una librería en el corazón de Manhattan, de aspecto antiguo, con madera oscura, olor a tinta vieja y vitrinas con primeras ediciones. Isabella caminaba como niña curiosa en tierra de gigantes. Recorrió estantes de novelas, biografías, poesía… hasta que algo la detuvo.

Los que se aman en silencio.

Tomó el libro con manos suaves. Era de tapa dura, forrado en lino azul oscuro. En letras doradas diminutas bajo el título, una frase: “Hay amores que no hacen ruido, pero dejan grietas en la eternidad.”

Lo abrió al azar. La página tembló entre sus dedos.

“Ella lo amó en susurros. Él la cuidó en la distancia. Y aunque la historia no los dejó juntos, el amor no necesitó final feliz para ser eterno.”

Sus labios se apretaron. No lo compró. Pero algo dentro de ella ya lo había memorizado.

Al salir de la librería, se detuvo frente a una floristería. Flores en cascada, colores brillantes, perfumes suspendidos en el aire.

Miró un ramo de tulipanes blancos. Sonrió… con amargura.

—Me regaló flores una sola vez… el día en que destrozó mi corazón —susurró, recordando a Francesco.

Suspiró y siguió caminando hacia el centro comercial.

En el centro comercial, Isabella miró escaparates con ropa, bolsos, zapatos. Todo le parecía vacío: más de lo mismo, vanidad, opulencia, poder, frialdad… pero nada de amor. Hasta que una tienda de peluches la detuvo.

Un oso panda grande llevaba sobre su espalda a uno más pequeño. Sus ojos brillaron. Recordó cuando Alessa, de niña, se trepaba sobre su espalda. Cuando reían sin miedo. Cuando su mundo aún no pesaba tanto.

Entró. Tomó los pandas. Caminó decidida hasta la caja.

— ¿Quiere que lo envolvamos? —preguntó la empleada.

—No. Solo póngale un lazo. Uno hermoso. Azul. Es para mi hermanita.

Pagó, abrazó los peluches como si fueran un tesoro y salió.

Giorgio sonrió al verla.

—¿A dónde vamos ahora, pequeña?

—Es hora de comer, chicos. Hoy… rompemos las reglas.

Caminaron hasta la feria de comida. Isabella detuvo sus pasos en el área de comida rápida. A los lados, opciones tailandesas, árabes, italianas. Pero Isabella tenía un objetivo claro.

— ¿McDonald’s o KFC?

Sebastián titubeó.

—Señorita… solo estamos aquí para protegerla. No podemos sentarnos con usted.

— ¿Por qué no? —se giró con una sonrisa traviesa—. Giorgio me preparaba biberones cuando era bebé. Y tú, Sebas, relájate. Mi madre no está cerca para soltar uno de sus discursos de clase y linaje.

Se cruzó de brazos.

—Van a sentarse conmigo. Y vamos a comer como humanos normales. Giorgio, ¿cajita feliz, combo… o ambos?

—Sabes que quieres el juguetico niña. —dijo él, riendo.

El rostro de Isabella se iluminó como cuando era pequeña.

— ¡Exacto! ¡Ganar-ganar!

Después de ordenar, se sentaron, comieron y rieron recordando viejos tiempos. Isabella sostenía la figura de Shrek y Burro. Giorgio recordó cuando el Don le enseñaba a negociar y a salirse con la suya. De pronto, Isabella se sintió observada… pero no dejó que eso arruinara el momento.

Horas más tarde regresaron a la mansión. Al llegar, Isabella subió directo a la habitación de Alessa.

Isabella abrió la puerta y entró sin anunciarse, con los dos osos panda entre brazos.

Alessa, envuelta en una manta, levantó la vista y parpadeó sonriendo.

— ¿Qué es eso? —preguntó, saltando del colchón.

—Un recuerdo. Una excusa. Un regalo sin motivo.

Le entregó el peluche con suavidad. Alessa lo abrazó con fuerza.

—Me recuerda cuando te trepabas sobre mi espalda —dijo Isabella con una sonrisa—. Y gritabas que yo era tu unicornio.

— ¡Lo eras! —rió Alessa—. Un unicornio gruñón, pero mágico.

—Y tú eras mi caos favorito.

Ambas se abrazaron; el peluche quedó atrapado entre las dos.

— ¿Estás bien? —preguntó Alessa, mirándola de cerca—. Hay… hay algo diferente en tus ojos hoy. Como si se hubiese encendido una luz. ¿Pasó algo?

Isabella la miró, bajó la voz como si fuera un secreto.

—Conocí a alguien hoy. Bueno, en realidad hace meses me golpeó con su balón, pero no le presté atención… hasta hoy.

— ¿¡Qué!? —Alessa se incorporó en un salto—. ¿Es guapo? ¿Tiene músculos? ¿Nombre?

—Demasiado guapo para ser legal. Ojos azules como las playas de Bora Bora. Sonrisa de “te vas a arrepentir de confiar en mí”.

—¡Por Dios! ¿Y te habló?

—Me salvó de una naranja voladora. Luego vino a molestarme en la biblioteca. Y me dejó café… justo como me gusta el café de la cafetería.

— ¿Y tú qué hiciste?

—Amenacé con diseccionarlo. Pero creo… que eso solo lo animó más.

Alessa soltó una carcajada.

— ¡Me encanta ya! Quiero conocerlo. Le voy a decir que si no te trata bien, lo meto en formol.

—Te amo, loca —le susurró Isabella, acariciándole el cabello—. Nunca cambies.

Fue entonces cuando la puerta se abrió con el peso de una tormenta contenida, reflejando la figura de su madre.

—Isabella, debes estar lista a las siete. Vamos a la cena de caridad.

Isabella se giró con calma, para ver a Alessa.

—Perfecto. Vamos a buscar qué ponernos.

—Alessandra no va —cortó su madre, sin emoción.

— ¿Por qué?

—Porque causa problemas. Esta cena no es para niñas. Es un compromiso social.

—Entonces vayan sin mí.

Sofía se acercó y la tomó del brazo con fuerza.

—No me retes. Soy tu madre y te estoy dando una orden.

Isabella se soltó con brusquedad.

—Y como madre deberías saber que tus dos hijas valen igual. Si soy la heredera del imperio de papá, entonces Alessa viene conmigo. A donde yo vaya, va ella.

Sofía cerró los ojos, como si reuniera toda la paciencia del mundo. Su mandíbula se tensó y respondió entre dientes:

—Como ordene… su majestad. Estén listas a las siete.

Salió de la habitación sin cerrar la puerta.

Alessa miró a su hermana con una mezcla de asombro y orgullo.

—Gracias… por defenderme.

—Siempre, peque. Porque tú eres mi lazo azul, el único que no pienso desatar.

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