Samanta recibe una oferta de trabajo inesperada; hacer de madre para Iván, el hijo de Fabio, uno de los CEO más importantes de medio país. perdiendo a su mujer dos años atrás, él y su hijo entraron en una espiral de dolor, encierro y soledad. Sam hará todo lo posible para sacar al pequeño de su vacío existencial, pero Fabio cada vez irá a peor. La locura comienza a nublarle la mente, sobre todo cuando un amor del pasado llega para reclamar lo que según ella le pertenece por derecho. Sam se vera envuelta en una red de manipulación y mentiras, pero firme a sus principios, hará todo lo posible por cuidar del pequeño Iván, aunque le acabe costando la salud, o algo más. ¿podrá Sam ser capaz de mostrarle a Fabio el verdadero camino y surgirá un amor puro, o acabará perdido en las sombras de la soberbia y el lujo con su antiguo amor?
Leer másEl reloj marcaba las tres y diez de la tarde cuando Fabio Gálvez cerró la carpeta de informes con un chasquido seco. El salón de reuniones, amplio y de cristal, se vació al instante apenas él se levantó. Sus empleados sabían que no era hombre de palabras innecesarias ni de tolerancias mínimas. Dirigía su empresa como dirigía su vida: con pulcritud, frialdad y distante a todo, y todos.
Pero esa tarde, mientras salía con pasos firmes por el pasillo de mármol hacia el ascensor privado, ignorando los saludos de trabajadores o compañeros de la junta de inversores, sintió una punzada en el estómago. Iba tarde. Otra vez. El coche lo esperaba en la puerta. Un Mercedes negro, con los vidrios tintados y la tapicería impoluta. Fabio se acomodó en el asiento trasero, ajustó el cinturón sin mirar al conductor, y murmuró: —A la escuela. El trayecto hasta el colegio privado al norte de la ciudad apenas duraba veinte minutos, pero Fabio los aprovechó para hacer lo que evitaba el resto del día: pensar en su hijo. Iván Ocho años. Silencioso, frágil, encerrado en sí mismo desde la muerte de su madre. La misma pérdida que había convertido a Fabio en un hombre aún más duro, más impenetrable. La misma que lo había dejado viudo a los veintiocho, con un hijo que apenas sabía cómo consolar. Lo había intentado todo. Psicólogos. Campamentos. Niñeras. Entrevistas con mujeres dispuestas a ser “figuras maternales”, como él las llamaba. Pero bastaban unos días para que mostraran su verdadero interés: no por Iván, sino por el apellido Gálvez y los ceros que lo acompañaban. Fabio apretó los puños. No era estúpido. No era ciego. Había mujeres que lloraban en las entrevistas y hablaban de vocación… pero bastaba un cheque generoso y una mansión con piscina para que la vocación se convirtiera en interés matrimonial. No buscaba una esposa. Ni una amante. Solo quería alguien que supiera ver a su hijo. Al niño que él mismo ya no podía alcanzar, porque tres años después de la muerte de Cloe, él se sumió en la misma oscuridad. El coche se detuvo frente al colegio. Era tarde. Las rejas estaban abiertas, pero el patio estaba vacío. Un guardia de seguridad lo reconoció de inmediato y lo dejó pasar sin mediar palabra. —Espérame aquí —ordenó Fabio al chofer, mientras salía del vehículo. Fue entonces cuando lo vio. Iván, sentado en uno de los bancos junto a la verja, con la mochila caída a un lado, las manos temblorosas y los ojos rojos. A su lado, una joven. De cabello cobrizo y trenza deshecha, ropa sencilla. Le hablaba con suavidad, agachada a su altura, con una mano sobre su hombro. Lo más sorprendente no fue verla allí. Fue lo que ocurrió después. —¿Y si tu papá viene corriendo, justo ahora? —dijo ella, con una sonrisa leve, como si contara una historia. Iván bajó la mirada y, en voz casi inaudible, respondió: —No corre. Nunca corre. Y luego, como si algo en él se abriera, añadió: —A veces… a veces creo que se le olvidó cómo. Fabio se quedó inmóvil. Esa voz. Esa confesión. Iván estaba hablando. Con alguien. Con una desconocida. Durante tres años, su hijo no había pronunciado más de dos frases seguidas fuera de casa. Ni siquiera con los profesores, ni con los médicos. Y ahora... ahora hablaba. —Cariño —le respondió la mujer con una dulzura en la voz que por unos segundos hipnotizó a Fabio—. Tu papá debe ser un hombre muy ocupado, aún así siempre saca tiempo para venir a por ti. Cuando llegue, le vamos a regañar y le vamos a exigir que te compre un helado por la tardanza. ¿Qué te parece? Iván sonrió. Sonrió como no había hecho en mucho tiempo y respondió: —Me gusta el de chocolate. Fabio se acercó, llamando la atención de la chica y poniéndose en pie. —¿Usted es su padre? —preguntó viéndole llegar, pero pasó de largo ignorándola por completo. —¿Estás bien? —preguntó a su hijo, con un tono seco que no podía ocultar el remolino de sentimientos y confusión en su estómago. El niño asintió lentamente y se puso en pie. —Llegué tarde, lo sé —añadió Fabio, sin mirar a la mujer—. ¿Quién es usted? —Me llamo Samantha, aunque mis amigos me llaman Sam—dijo ella con claridad, aunque en su voz había cierto temblor—. No quise molestar a su hijo. Soy profesora aquí, bueno, lo era. Me han despedido. Al parecer no pasé mis prácticas. Me iba a casa y lo vi solo, llorando. No podía dejarlo solo. Fabio la miró, por fin. No con la mirada inquisitiva que usaba en la oficina, sino con algo más profundo. Una mezcla de desconfianza y, tal vez, esperanza. —¿Usted le habló... y él le respondió? Samantha asintió, sorprendida por la pregunta. —Sí. Solo... me senté a su lado. No parecía tener miedo. Solo estaba triste. Fabio respiró hondo. Miró a su hijo. Luego a ella. —¿Samantha dice usted que se llama? —Sí, Sam para los… —No somos amigos. Samantha está bien. La chica se quedó muda. La frialdad y falta de modales de ese hombre empezaban a molestarle. Fabio mirando a su hijo siguió hablando. —¿No tiene trabajo entonces? —No —respondió —¿Sabe cocinar? —¿Perdón? —¿Sabe cocinar, conducir, cuidar a un niño? —Eh... sí. Pero no entiendo... —Mi hijo necesita una madre —dijo Fabio, como si hablara consigo mismo más que con ella—. No una esposa. No una niñera por horas. Alguien que se quede. Que lo despierte. Que lo lleve al colegio. Que juegue con él. Que lo escuche. Que lo vea. Alguien que esté con él cuando yo no pueda. Sam parpadeó. Su cerebro intentaba ordenar lo que estaba oyendo. —¿Está... ofreciéndome un trabajo? —Exactamente. Un empleo. Vivirá en mi casa, en un cuarto independiente. Tendrá todo lo que necesite. Y solo una responsabilidad: él. —Esto es una broma, ¿verdad? Fabio sacó la billetera. Extrajo un fajo de billetes con la misma indiferencia con la que firmaba contratos. Contó tres mil dólares y los extendió hacia ella. —Este es un adelanto. El sueldo será de seis mil al mes. Puede irse cuando lo desee. Sin explicaciones. Samantha no lo tomó. Miró al niño, que ahora jugaba con la cremallera de su mochila sin alzar la vista esperando a que su padre dejara de hablar. —No sé qué juego es este, pero no entiendo cómo le pide a una persona que no conoce de nada que cuide de su hijo en plena calle. No sé qué trama pero no estoy tan desesperada para caer en cualquier engaño. —respondió Sam Fabio suspiró, miró a su hijo y luego clavó su mirada en ella. Una mirada tan fría como vacía. —Perdí a mi mujer hace tres años, Iván perdió a su madre. Desde entonces, no habla, no juega, no vive. Llevo mucho tiempo buscando alguien que lo ame como una madre, pero todas van tras mi dinero, tras mi apellido, tras mi poder. Pero tú… —La señaló con el dedo—. Tú has sido capaz de hacerle hablar. Tú te sentaste a su lado sin conocerlo, sin saber de qué familia venía. Veías a un niño indefenso y no a un futuro heredero. Samantha tragó saliva. El dinero seguía allí, extendido. —No se trata del sueldo —dijo finalmente—. Yo no siento que sea capaz de cuidar a nadie. Yo… No terminó de hablar, un pensamiento la llevó al borde de las lágrimas y guardó silencio. Fabio bajó la mano. Guardó el dinero. —Tiene todo el día de hoy para pensarlo. Venga mañana a las ocho a mí casa —le tendió la dirección en un papel que escribió apresurado—. Me llamo Fabio Gálvez.Si acepta el trabajo mañana mismo le daré el adelanto y firmaremos el contrato. Si no le interesa, entonces deberá buscar empleo en otra parte. Sam dudó. Pero cuando Iván la miró de reojo, con una expresión de vacío y soledad que no había visto nunca en un niño, algo se rompió dentro de ella. —Está bien, me lo pensaré. Con esa respuesta, Fabio se marchó junto a su hijo. Ambos caminaban uno al lado del otro, casi como si fueran simples desconocidos. «El único problema aquí no es tu hijo, Fabio» pensó Sam mientras recogía del suelo una pequeña caja de cartón con las pocas pertenencias que había recogido de la escuela. —¡Y comprale un helado de chocolate! —gritó mientras ambos se perdían tras las puertas.Había pasado poco más de una semana desde que Margareth entró en aquella casa como si fuera la dueña absoluta del mundo. Durante esa semana, casi a diario aparecía con su paso firme, prepotente, y se perdía en el despacho de Fabio. A veces unos minutos antes de irse con la cara apretada de rabia, otras pasaban horas allí. A Sam no le molestaba especialmente que se encerrara con él, lo que sí le empezaba a afectar, era el hecho de que llegase con sus aires de grandeza mirando a todos los sirvientes —incluyéndola— como escoria inservible. —¿Esa señora va a quedarse a vivir aquí? —preguntó Iván una tarde mientras amasaban galletas de chocolate. Sam rió, aunque no supo muy bien por qué. —No, cariño. Solo viene a ver a tu papá. —No me gusta. No me gusta cómo te mira —añadió el niño, aplastando con fuerza una bola de masa. Ella no respondió, pero lo miró de reojo. Había una sinceridad en esa frase que le provocó un nudo en la garganta. Cada vez eran más cercanos. Jugaban, reían, iban
Las calles estaban teñidas de un gris indeciso y el viento arrastraba hojas secas como si fueran secretos olvidados. Sam sostenía una pequeña bolsa en una mano y su bolso en la otra, esperando el bus con la impaciencia de quien lleva la mente llena de ocupaciones y horarios. Debía hacer la compra de todo lo que hacía falta, y mentalmente se esforzaba en planear platillos equilibrados y sanos. Quería comprarle algo a Iván, un regalo, un obsequio, algo que le pudiera gustar. No por ganarse su cariño —sentía que ya lo tenía—, sino como agradecimiento por aceptarla, por escucharla y por convertirse de cierta forma, en su apoyo moral. Fue entonces cuando notó la presencia. No un ruido, no un susurro, sino una sensación, como si alguien la mirara desde el otro lado del mundo. Al girarse, vio a una mujer caminando hacia ella con pasos seguros y una sonrisa que tenía más de amenaza que de cortesía.Alta, elegante, con una melena rubia perfectamente arreglada y un abrigo que gritaba "lujo" d
La mañana llegó envuelta en un silencio espeso. Fabio hojeaba unos documentos en la mesa del comedor cuando la puerta principal se abrió. Christian entró con paso firme y la misma actitud soberbia de siempre.—Me enteré de lo que pasó en la reunión —dijo, sin rodeos, dejando su abrigo sobre el perchero.Fabio no levantó la vista. Solo murmuró:—No tengo ganas de hablar de eso.—No estoy aquí para presionarte hermanito. Solo para recordarte que, si algo se complica, en mi empresa siempre tendrás las puertas abiertas.Ese comentario le resultó insultante, pero no quería mostrarlo en su rostro. No hacía falta, la tensión crecía en el ambiente como una cuerda a punto de romperse. —Quizás seas tú el que viene suplicando por trabajo en mi empresa. Christian lo miró con una sonrisa burlona, pero no dijo nada. En ese momento, se escucharon pasos suaves desde la entrada. Sam apareció de la mano de Iván. El niño, aunque aún callado, llevaba en la mirada un brillo que antes no estaba. Era peq
Las paredes del despacho principal estaban cubiertas de cristal, reflejando los rostros tensos de los seis miembros de la junta directiva. Todos sentados con la espalda recta, trajes impecables, relojes que valían más que un coche de gama media, y expresión de guerra. En el extremo de la mesa, Fabio mantenía la mirada firme y los dedos entrelazados sobre la superficie de madera pulida.—Los informes no mienten, Fabio —dijo el más veterano, el señor Cárdenas, cruzando las piernas—. Este trimestre las pérdidas han sido las más altas en los últimos cinco años.—Y eso no ocurre porque yo no esté haciendo mi trabajo —replicó Fabio con tono contenido, aunque frío como una ráfaga de invierno—. Todo lo contrario. He trabajado más horas que ninguno de ustedes. He cerrado negociaciones con medio mundo. He sacrificado tiempo con mi hijo por esta empresa.—Pero lo haces solo —intervino la única mujer de la junta, Clara Muñoz—. No delegas, no escuchas, no generas confianza. Muchos inversores han r
Fabio no levantó la cabeza hacia su interlocutor. Detestaba cada vez que su “hermano” pisaba esa casa. No pasaba mucho por allí aún así. Siempre estaba demasiado ocupado con las reuniones y estrategias de su empresa —una mucho más pequeña que la de Fabio, aunque él se empeñara en aparentar lo contrario.—¿Qué haces aquí? —preguntó llevando la mano a su cabeza.Christian se dejó caer en el sillón donde minutos antes Sam había estado sentada. Se acomodó como si el lugar le perteneciera. El mismo aire altivo y distante de siempre. El mismo aire de superioridad que debía reconocer, tenía Fabio, aún más agravado desde la desgracia.—Me enteré de que hoy venía otra chica para ocupar el puesto de "madre" —dijo con sorna—. Quise ver con mis propios ojos qué clase de mujer estás metiendo ahora en casa de nuestros padres. Aunque no lo creas, me preocupo por ti.Su tono fue más suave al final, pero para Fabio eso no significaba nada. Lo miró por primera vez desde que había entrado, con una cal
El sonido del cerrojo resonó en la soledad del pequeño piso. La puerta crujió al abrirse como si ya estuviera cansada de siempre lo mismo durante años. Sam dejó caer las llaves sobre la mesita de entrada y cerró la puerta con el pie. El apartamento estaba en penumbra. No había nadie que la esperara, y eso dolía más algunos días que otros. Este, sí le dolía.Se quitó el abrigo con gesto mecánico, lo dejó sobre una silla cualquiera y se encaminó al baño. Mientras se desabrochaba los botones de la blusa, la rutina de siempre se instalaba en su cuerpo como si fuera automático: quitarse el maquillaje, recoger el cabello, dejar la ropa en una montaña sin plegar. Cada movimiento llevaba la carga del cansancio, pero también de la resignación.Tenía veintiocho años y un historial laboral que no duraba más de seis meses por puesto. Había estudiado magisterio con pasión, con vocación real, de esas que te arden en el pecho desde niña. Pero la realidad le había escupido en la cara. Su belleza —es
Último capítulo