El aire dentro de la cabina del avión era asfixiante, un calor artificial que no lograba calmar el frío glacial que Sam sentía en el estómago. A su lado, Iván intentaba dormir con la cabeza apoyada en su hombro. Él no sabía que huían de una amenaza. Sam, en cambio, no podía dejar de mirar a su alrededor, su mente se había convertido en un escáner que analizaba cada rostro, cada movimiento.
Una azafata con una sonrisa profesional le ofreció una bebida que ella rechazó.
Cada pasajero le parecía sospechoso. El hombre que leía un periódico en la fila de enfrente, la mujer que acunaba a un bebé al otro lado del pasillo. Todos parecían encajar en el perfil que los hermanos le habían explicado la noche anterior; “parecerán inofensivos, distraídos en sus propias cosas, pero en el momento más inesperado, atacarán”.
Con eso en mente, estaba claro que no podría confiar en nadie, pero esperaba que la organización tan rápida pudieran sacarlo del peligro.
Iván se despertó. A través de la ventanil