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2- Un recuerdo que duele

El sonido del cerrojo resonó en la soledad del pequeño piso. La puerta crujió al abrirse como si ya estuviera cansada de siempre lo mismo durante años. 

Sam dejó caer las llaves sobre la mesita de entrada y cerró la puerta con el pie. El apartamento estaba en penumbra. No había nadie que la esperara, y eso dolía más algunos días que otros. Este, sí le dolía.

Se quitó el abrigo con gesto mecánico, lo dejó sobre una silla cualquiera y se encaminó al baño. Mientras se desabrochaba los botones de la blusa, la rutina de siempre se instalaba en su cuerpo como si fuera automático: quitarse el maquillaje, recoger el cabello, dejar la ropa en una montaña sin plegar. Cada movimiento llevaba la carga del cansancio, pero también de la resignación.

Tenía veintiocho años y un historial laboral que no duraba más de seis meses por puesto. Había estudiado magisterio con pasión, con vocación real, de esas que te arden en el pecho desde niña. Pero la realidad le había escupido en la cara. Su belleza —esa que nunca buscó, que jamás usó a su favor— se había convertido en su mayor condena.

Sufría acoso. Insinuaciones tras puertas cerradas, miradas que la recorrían como si fuera un menú, propuestas disfrazadas de consejos profesionales. Y cuando osaba denunciar, todo se volvía en su contra. “Complicada”, “conflictiva”, “exagerada”. Así la etiquetaban. Y al poco tiempo, la carta de despido llegaba con alguna excusa vacía.

Entró a la ducha y cerró los ojos bajo el agua caliente intentando no pensar en ello. Por un instante, quiso que ese vapor se llevara todo. Pero el rostro de ese niño volvió a su mente. Iván. Su mirada apagada. Vacía. Podía llegar a entender su dolor por haber perdido a una madre. Porque ella…ella también perdió algo importante. 

Sam apoyó la frente en la pared de la ducha. Algo se removió dentro de ella. El dolor de los recuerdos volvían a atormentarla. Durante años, rota por dentro. Rota por no poder cumplir sus sueños. Rota por tener que soportar tratos denigrantes sólo por ser atractiva a ojos de babosos que se creían con el derecho a llegar a algo más con ella. Rota por haber perdido su integridad en aquella ocasión… y rota porque el fruto que había sido engendrado mientras estaba drogada sobre la cama de un desconocido ya no la llamaba mamá desde hacía dos años. Rota, porque simplemente ya no estaba. 

Salió, se secó el cabello y se puso una camiseta holgada. En el salón, encendió la tele sin mirar lo que pasaban. El murmullo de fondo no le impedía oír el silencio más profundo: el de su propia vida.

Se dejó caer en el sofá y sus ojos fueron, sin querer, hacia la pared del fondo. Allí colgaba una fotografía. Un niño, de unos seis años, con una sonrisa que alguna vez fue real. Su pecho se apretó. Cada vez que lo miraba sentía que le robaban el aire. Su hijo. Su pequeño. Las lágrimas caían por sus mejillas como un recordatorio de su dolor. Intentaba no pensar en ello, pero le era imposible. Cada noche el recuerdo de su pequeño le destruía un poco más el alma. Lloraba sin poder parar, hasta quedarse dormida en el sofá.

Despertó unas horas después, empapada en sudor. Había tenido pesadillas como era habitual. Se puso en pie y a paso lento se acercó a la ventana de la cocina, desde allí, la luna parecía mirarla. Volvió a recordar al pequeño Iván, a la noticia de su padre sobre el trabajo y que necesitaba una madre para él. 

Sentía que era una especie de broma, pero a su vez, sentía que el chico y ella habían perdido lo mismo. Algo importante, algo irremplazable. Si al menos pudiera llenar el vacío de Iván —y el de ella también— serviría de algo aceptar la oferta. 

Regresó al baño y tomó el pantalón que se había quitado horas antes. Sacó del bolsillo la nota que apresuradamente Fabio había escrito con la dirección. 

«No pierdo nada con ir» pensó.

A la mañana siguiente pidió un taxi. El chofer no conocía bien la zona, pero tras introducir la dirección en el GPS se pusieron en camino. Sam miraba por la ventana cómo el paisaje se volvía más exclusivo, más verde, más amplio. Se sintió fuera de lugar solo con ver los portones y las fachadas que cruzaban. Sin darse cuenta, había pasado casi una hora desde que se montó en el taxi. Pensando que estaría más cerca, no llevaba suficiente dinero para pagar. 

Cuando el coche se detuvo, supo que no había vuelta atrás. Le temblaron las manos al ver el marcador del taxímetro: 98 dólares con 60 centavos.

—Cien dólares —dijo el taxista. Un hombre grande, sudoroso y con aspecto de meterla en grandes problemas si no paga rápido.

—Lo siento mucho… yo no sabía que estaba tan lejos… sólo tengo cuarenta y ocho… si me dices cómo localizarte mañana mismo te entrego el resto. 

—¿Es una broma? —respondió girándose hacia ella—. Son cien dólares, ahora. Esta mansión no es de una familia pobre, a mí no me engañas. Paga ahora o vamos a tener problemas.

Sam no sabía qué hacer ni cómo actuar. Estaba entrando en una crisis cuando, nerviosa, bajó del taxi. El hombre bajó rápidamente y la detuvo sujetándola del brazo. 

—Por favor, suéltame. Te voy a pagar pero déjame pensar. Llamaré a alguien que me deposite, dame tiempo.

—De aquí no te vas hasta que no tenga mi dinero, maldita zorra. 

En ese momento, de la mansión salió Fabio. Al ver la escena no hizo preguntas, con su mirada fría habitual se paró delante del taxista y como si fuera un simple pordiosero pidiendo limosna, le lanzó dos billetes de cien a la cara, con un ego que dolía solo de verlo. 

—Quédate con el cambio.

—¿Qué crees que haces? —le increpó el hombre encarándose con él.

Sólo necesitó unos segundos para que la mirada de Fabio le quitara cualquier impulso de pelear. Su presencia lucía tan intimidante que incluso Sam se sentía acobardada. 

Sin mediar más palabras, el taxista recogió el dinero del suelo y se marchó, no sin antes soltar unos insultos hacia ambos. 

—Gracias… —agradeció avergonzada por la escena que ella misma había provocado.

Él no respondió. Solo se dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la entrada. Sam lo siguió. Las puertas dobles se abrieron antes de que llegaran, dos mayordomos les daban la bienvenida al interior. Al cruzarlas, la sensación de lujo la envolvió. Mármol bajo sus pies, techos altísimos, un aroma suave a madera y flores.

Uno de los mayordomos la guió a un salón con ventanales amplios que daban al jardín trasero. Allí ya los esperaban dos tazas de café humeante. Fabio se sentó en uno de los sillones de terciopelo. Ella lo imitó, incómoda, sin saber si debía tomar la taza o no.

—Como le dije ayer —comenzó él, con la mirada fija en su taza—, no se trata de un trabajo cualquiera. Se trata de cuidar a Iván. De hacer de madre para él. No por capricho, sino porque no tiene a nadie más. 

Sam asintió lentamente.

—¿Y qué se espera de mí exactamente?

—Que esté aquí. Siempre. Que lo lleve al colegio, lo acompañe en casa, que lo escuche. Que no lo obligue a hablar si no quiere, pero que le demuestre que puede confiar en usted. 

—¿Y si no consigo que salga de su tristeza? —la pregunta sorprendió a Fabio.

—Si no lo consigue, significará que la impresión que me generó ayer era errónea. 

Él la miró por primera vez. Sus ojos eran tan fríos como el resto de su presencia, pero algo en ellos parecía cansado. Roto.

Sam bajó la mirada.

Se acomodó en el asiento y pensó en intentar hablar más, en parecer que estaba lista para el trabajo, pero ese hombre la encerraba en sí misma. Su fuerte presencia callaría a cualquiera.

Fabio, sin tener más necesidad de hablar, sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y se lo tendió. Ella lo abrió con cautela. Dentro había dinero. Mucho dinero.

—Esto es un adelanto. Tres mil dólares. Lo que te ofrecí ayer. El salario como también te comenté, será de seis mil dólares al mes. 

—¿Seis...? —balbuceó Sam, sin poder creerlo.

Contó los billetes con los dedos temblorosos. Era verdad, tres mil dólares reposaban en el sobre. Era tentador, pero Sam lo tenía claro. 

—Yo no necesito tanto dinero —dijo con un hilo de voz. Tomó dos billetes de cien y puso el sobre con el resto del dinero sobre la mesa.

—¿Estás rechazando el trabajo?

—No, estoy rechazando el dinero —arrastró el sobre había Fabio—. Y esto es tuyo.

Le entregó entonces los doscientos dólares que había sacado.

—No lo entiendo —por primera vez en mucho tiempo estaba confuso de verdad.

—Esos doscientos son para pagarte lo del taxi. De nuevo, gracias por la ayuda. Cuidaré de Iván, al menos lo intentaré. Gracias por la oportunidad —le regaló una sonrisa cálida.

Fabio no supo qué decir. Ninguna mujer le había devuelto dinero jamás. Ninguna. Sólo le querían por ser el CEO de una de las empresas más importantes de medio país, y sin embargo ahí estaba ella. Sam. Humilde, con ropas de mercadillo. Con dificultad para llegar a fin de mes, y aún así, no aceptaba el dinero. 

Sam lo miraba confusa, el rostro de Fabio se había vuelto más serio, pero ella veía clara confusión en sus ojos. Tras unos segundos, volvió a centrarse.

—Mi ama de llaves, Julieta, te enseñará cuál será tu habitación. Está cerca de la de mi hijo. Ella te mostrará el resto de la casa.

Con un gesto de mano, una señora de unos cincuenta años, de rostro amigable y sonriente, apareció tras una puerta.

—Acompáñame querida —apremió la señora con dulzura.

Sam se levantó, miró a Fabio pero no dijo nada más. Acompañó a la señora y se perdieron entre pasillos. 

—¿Crees que esta vez será la definitiva?

Un hombre moreno, de tez pálida y semblante marcado entró en el salón. Vestía un traje igual de caro o más que el de Fabio.

—No lo sé, pero ella parece diferente, Christian.

El hombre sonrió acomodándose el cabello.

—No me llames así, pareces molesto conmigo si dices mi nombre, querido hermanito.

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