Fabio no levantó la cabeza hacia su interlocutor. Detestaba cada vez que su “hermano” pisaba esa casa.
No pasaba mucho por allí aún así. Siempre estaba demasiado ocupado con las reuniones y estrategias de su empresa —una mucho más pequeña que la de Fabio, aunque él se empeñara en aparentar lo contrario.
—¿Qué haces aquí? —preguntó llevando la mano a su cabeza.
Christian se dejó caer en el sillón donde minutos antes Sam había estado sentada. Se acomodó como si el lugar le perteneciera. El mismo aire altivo y distante de siempre. El mismo aire de superioridad que debía reconocer, tenía Fabio, aún más agravado desde la desgracia.
—Me enteré de que hoy venía otra chica para ocupar el puesto de "madre" —dijo con sorna—. Quise ver con mis propios ojos qué clase de mujer estás metiendo ahora en casa de nuestros padres. Aunque no lo creas, me preocupo por ti.
Su tono fue más suave al final, pero para Fabio eso no significaba nada. Lo miró por primera vez desde que había entrado, con una calma tensa que escondía años de rencor.
—Mi mujer, Cloe, murió hace tres años. No fuiste a su entierro. No mandaste flores. Ni un maldito mensaje. Ni siquiera una llamada. No estuviste ahí cuando más te necesité, y ahora ¿quieres hacerme creer que de verdad te preocupas por mí?
Christian desvió la mirada con un gesto de resignación, sin una chispa de culpa en los ojos.
—Ya sabes cómo es esto. El trabajo me absorbe. Estoy todo el día salvando contratos, corrigiendo errores de becarios inútiles y tratando de que la empresa no se hunda.—miró fijamente a Fabio—. Tú tampoco eres precisamente el padre del año, así que no creo que tengas el derecho ni la autoridad para decirme nada. Sabes que ambos somos iguales. Priorizamos el trabajo a nuestras vidas personales. Tú hijo está creciendo sin padre, con una “madre” nueva cada pocas semanas. No me importa lo que pienses hermanito, pero ambos estamos actuando igual.
Esas palabras cayeron como piedras. Ambos sabían que se estaban hiriendo con cada frase. No era nuevo. Desde hacía años, la relación entre ellos se había reducido a choques como ese.
Christian se levantó sin prisa, acomodando su chaqueta como si aquello fuera sólo una reunión más en su agenda.
—La vida no es eterna, hermanito. Ya deberías saberlo. No dejes que se te escape lo que realmente importa. Y lo siento. De corazón. Yo también apreciaba mucho a Cloe. Sabes que me salvó de más de un problema.
Y sin esperar respuesta, se marchó.
Fabio se quedó solo, mirando hacia el pasillo por donde se acababa de marchar. La rabia que sentía no era solo por Christian, sino por él mismo. Porque, en el fondo, sabía que su hermano no estaba completamente equivocado. Los dos habían enterrado lo importante en nombre del trabajo.
Se levantó, apretando los puños. Aún tenía una reunión por delante. Suspiró.
Sin darle más vueltas, salió de la casa y subió al coche. El motor rugió mientras se perdía entre las calles silenciosas de la urbanización.
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Sam caminaba tras Julieta, la ama de llaves, por los pasillos de la mansión que más parecía un palacio moderno. El silencio era casi absoluto, roto solo por el suave eco de sus pasos sobre el suelo de mármol pulido.
La mujer, sonriente y alegre, le mostraba cada rincón como si fuera un nuevo descubrimiento también para ella —aunque la haya visto mil veces.
—Aquí tiene la sala de cine —anunció Julieta al abrir unas puertas dobles. La estancia era enorme, con butacas de terciopelo oscuro y una pantalla gigante que parecía tragarse la habitación entera—. Me gusta venir a ver películas cuando no tengo nada que hacer, pero no le digas nada al señor.
Sam sonrió. Entendió que posiblemente Fabio lo supiera pero simplemente lo ignoraba. Luego la llevaron a la piscina interior, enorme y brillante bajo luces tenues, con columnas blancas que daban aire de santuario. Más adelante, detrás de unos enormes ventanales, vio la piscina exterior; inmensa, con una gran cascada que caía suavemente sobre la superficie.
Continuaron caminando hasta llegar a otra habitación.
—El cuarto de juegos —dijo Julieta con una leve sonrisa—, aunque el pequeño no lo usa.
Sam entró en la habitación. Estaba llena de juguetes y libros sin tocar. La soledad del lugar era casi palpable.
Finalmente llegaron al final del pasillo. Julieta paró y señaló la puerta.
—Esta es su habitación señorita y esta —señalando la puerta de enfrente —, es la del niño.
Sam asintió y, con un nudo en el estómago, tocó suavemente la puerta. Nadie respondió. Empujó y entró.
Iván estaba sentado en el centro de la cama, con la mirada perdida y los hombros caídos. No levantó la vista cuando ella entró.
—Hola —dijo Sam con voz baja—. ¿Puedo quedarme un momento?
No obtuvo respuesta. Sam avanzó unos pasos, pero el niño no se movió. Se sentó en el suelo a los pies de la cama y lo observó durante unos segundos. Luego intentó iniciar conversación, hacer preguntas simples, pero no obtuvo respuesta. La soledad en la mirada de Iván era tan profunda que parecía un muro impenetrable.
Sam, sintiéndose derrotada, se levantó para irse. Justo cuando su mano tocaba la manilla, la voz del niño la detuvo.
—Parecías una mejor persona. Pero al final, el dinero te compró.
Lo dijo con un dolor en la voz que paralizó a la chica por unos segundos.
Sam se giró despacio, sin rastro de enfado. Entendía. Iván pensaba que solo estaba ahí por el dinero.
Se sentó a los pies de la cama, mirándolo con ternura.
—No acepté el dinero, Iván. Lo rechacé.
El niño parpadeó, incrédulo. La miró unos instantes.
—¿Por qué estás aquí entonces? —preguntó sin poder ocultar la sorpresa en su voz.
—Sé lo que es sentir un vacío enorme dentro —continuó ella—. Un dolor que te aprieta el pecho y te deja sin aire.
Hizo una pausa y respiró hondo.
—Tenía un hijo. Lucas. Tenía seis años —Su voz se quebró un poco, pero siguió—. Un día rompió un jarrón que yo quería mucho. Estaba enfadada, lo castigué. Solo pensaba dejarlo en su cuarto una hora, nada más. Pero a los diez minutos salió y me dijo que se sentía mal. No le creí. Pensé que solo quería que le levantara el castigo.
Sam bajó la mirada, las lágrimas comenzaban a asomar. Iván la observaba, sus ojos se estaban volviendo vidriosos, recordando quizás su propio dolor.
—Cuando fui a levantarle el castigo —continuó Sam intentando no perder la voz—, ya no respiraba. El médico me dijo que había sufrido un derrame cerebral. Cuando rompió el jarrón le cayó en la cabeza antes de romperse contra el suelo.
No pudo contener más las lágrimas. Lloró como si no hubiera nadie a su lado, lloró como cuando está sola refugiada en las solitarias paredes de su piso.
—Por un maldito castigo… maté a mi hijo.
Se llevo las manos al rostro, intentando ocultar su debilidad en ese instante. Iván, comenzando también a llorar, se acercó a ella y de manera inesperada la abrazó con todas sus fuerzas.
—No es tu culpa —susurró. Seguro que fuiste una mamá genial.
Sam cerró los ojos y apoyó la cabeza en su regazo, encontrando en aquel gesto una conexión que hacía tiempo no sentía.
Por primera vez, ambos compartían el dolor y la soledad, y por un momento, dejaron de ser extraños, llorando juntos por un dolor y una soledad que siempre callaban en público.
—No le cuentes nada de esto a Fabio. Será un secreto entre nosotros.
Iván sonrió levemente y asintió.
—Tú tampoco le cuentes que lloré.
Sam acarició su mejilla con dulzura. Ese gesto calmó al niño. Le hizo sentir amado y protegido por primera vez en mucho tiempo.
—Quizás yo necesito un hijo y tú una madre. ¿Me darías la oportunidad de ser egoísta y usarnos mutuamente para llenar ese vacío y ese dolor que llevamos guardando en silencio tanto tiempo?
Iván se secó las lágrimas y miró a los ojos de Sam, por primera vez, no veía tanto ese vacío y soledad, sino un tenue brillo. De esperanza.
—Acepto, pero sólo si me llevas a comer helado.
Ambos rieron durante unos segundos. La conexión que el dolor de la pérdida había creado parecía ser fuerte. Tenían un largo camino por delante. Pero Sam estaba feliz. Sentía que de alguna manera podría llegar a redimirse de sus pecados, de sus noches sin dormir, y podría dedicar ese tiempo a intentar hacer feliz a otro pobre niño solitario.