Las calles estaban teñidas de un gris indeciso y el viento arrastraba hojas secas como si fueran secretos olvidados. Sam sostenía una pequeña bolsa en una mano y su bolso en la otra, esperando el bus con la impaciencia de quien lleva la mente llena de ocupaciones y horarios. Debía hacer la compra de todo lo que hacía falta, y mentalmente se esforzaba en planear platillos equilibrados y sanos. Quería comprarle algo a Iván, un regalo, un obsequio, algo que le pudiera gustar. No por ganarse su cariño —sentía que ya lo tenía—, sino como agradecimiento por aceptarla, por escucharla y por convertirse de cierta forma, en su apoyo moral.
Fue entonces cuando notó la presencia. No un ruido, no un susurro, sino una sensación, como si alguien la mirara desde el otro lado del mundo. Al girarse, vio a una mujer caminando hacia ella con pasos seguros y una sonrisa que tenía más de amenaza que de cortesía.
Alta, elegante, con una melena rubia perfectamente arreglada y un abrigo que gritaba "lujo" desde cada costura. La mujer se detuvo frente a Sam y la observó de arriba abajo, como si evaluara a una competencia indigna.
—Tú debes ser la niñera —dijo con voz suave, demasiado suave.
Sam ladeó la cabeza, confusa pero sin evitar sonreír al ver la escena.
—¿Y tú la villana de una telenovela? —respondió riendo entre dientes.
La mujer entrecerró los ojos.
—Me llamo Margareth. Fabio y yo fuimos novios en la facultad. Una pareja brillante, todos decían que estábamos destinados. Hasta que él decidió jugar a la familia feliz con esa... mujer. Pero ahora ella ya no está. Y he vuelto. Las cosas vuelven a su lugar, ¿sabes?
Sam sintió que la situación bordeaba el absurdo, pero no podía evitar sentir una leve tensión bajo la piel. Estaba comprendiendo qué quería insinuar esa mujer.
—Te equivocas de persona, Margareth. Yo solo cuido de Iván. Me pagan por ello. No tengo ningún trato con Fabio que no sea laboral, mucho menos una relación.
La sonrisa de Margareth se desdibujó. Dio un paso más cerca, y sin previo aviso, le propinó una bofetada que hizo eco en la calle desierta.
—No me tomes por tonta. No me mires con esa cara de suficiencia. Fabio es mío, y no voy a dejar que una don nadie como tú se le acerque. Siempre fue mío, y siempre lo será. Su empresa no podrá mantenerse sola. Yo seré la indicada para consolarlo en estos momentos difíciles y le apoyaré en todo. Hasta que su corazón vuelva a ser mío.
—¿Apoyarle? Pues llegas dos años tarde, barbie de plástico.
Ignoró el comentario no sin una mueca de asco y le propinó otra bofetada.
Antes de que Sam pudiera responder a la segunda agresión, la mujer giró sobre sus tacones y se alejó con la elegancia de una princesa caída. Sam se llevó la mano a la mejilla, más por incredulidad que por dolor.
—¿Pero qué le pasa a la gente rica? —murmuró, justo cuando el bus se detenía frente a ella.
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El super donde se detuvo no tenía ningún lujo. No era el lugar donde los ricos embutidos en trajes de gala irían a por mariscos de la más alta calidad, pero era el lugar donde ella había comprado toda la vida. El super de barrio, el que te el carnicero con una sonrisa cómplice te coloca un bistec de más después de haber sacado el ticket con el peso.
Navegó por cada pasillo sin la menor dificultad. Sabía dónde estaba todo, y cada tres pasos se detenía y lanzaba al carrito todo lo que posteriormente iba tachando de la lista.
Llegó entonces el turno de la carne. Se detuvo en la cola donde Ramón, un señor de casi sesenta años, seguía empeñado en decir que ese lugar lo necesitaba. Aseguraba que si debía jubilarse, moriría de dolor.
Cuando iba a ser su turno, el adorable señor le regaló una sonrisa.
—Hola cariño, hacía días que no te veía.
—Hola Ramón, la verdad empecé un trabajo nuevo lejos de aquí. No creo tener muchas posibilidades de venir.
Al oír eso, la mirada del señor se nubló.
—Es una lástima, pero me alegro que hayas conseguido un trabajo. ¿Qué vas a pedir? Te daré un regalo por si me muero antes de verte de nuevo.
Sam le pidió la carne anotada en la lista, no sin antes amenazarle con matarlo ella misma si volvía a decir semejante estupidez.
Luego de las compras y despedirse de cada cara conocida que se cruzaba, se detuvo en el pasillo de dulces y bollería.
«¿Qué podría gustarle?» se preguntaba mientras caminaba a paso lento, observando todo a detalle.
—Esto le gustará —manifestó convencida tomando algo de una de las neveras.
Una vez pagó las compras y se aseguró de mantener el ticket a buen recaudo —para mostrarle a Fabio el dinero que había gastado—, cargó las bolsas como pudo y volvió a la parada del bus. Durante el trayecto, mientras miraba por la ventana las calles que pasaban como diapositivas grises, pensó en Margareth. En su mirada, en su rabia contenida. ¿Realmente creía que Fabio podía amar a alguien como ella solo por haber compartido un pasado lejano?
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Cuando Iván salió de la escuela, Sam ya lo estaba esperando sonriente. El niño se abalanzó sobre ella como el que ve a un ser querido después de mucho tiempo. Tras un corto abrazo, comenzaron a caminar hacia el bus.
—¡Sam! ¿Compraste algo? —preguntó poco señalando las bolsas.
—Puede ser —respondió, misteriosa.
Cuando llegaron a la parada, Samantha sacó del interior de las bolsas un pequeño bulto que el chico no pudo reconocer a primera vista.
—Te compré esto… Helado de chocolate. El de esta marca es mi favorito, pero hoy... te lo regalo.
Iván lo tomó como si le ofreciera un tesoro.
—Gracias, Sam. ¿Puedo comerlo ahora?
—Claro. Pero no lo derrames en el bus o tu padre nos mata si le llega un recibo por la limpieza.
—¿Y si lo derramo solo un poco? —bromeó el niño.
—Entonces, mejor nos vamos andando a casa —respondió con un falso tono de lamento, llevándose la mano a la cabeza.
Ambos rieron mientras subían al bus. El helado comenzó a gotear apenas tomaron asiento, pero Sam tenía servilletas listas. Todo parecía volver a un estado de equilibrio imperfecto. Por un momento, todo era simple. Ella y él, un helado, y la sensación de que el mundo podía esperar. Pero no fue así. Nunca es así.
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La mansión se alzaba solemne al final del camino. El silencio del vestíbulo fue reemplazado por voces apagadas que venían del salón. Sam dejó las bolsas sobre la mesa del recibidor y tomó a Iván de la mano.
Desde el umbral del salón, los vio. Fabio, sentado con los codos apoyados en las rodillas, la mirada fija en el suelo. A su lado, Margareth, demasiado cerca, hablándole en voz baja, con una expresión de compasión cuidadosamente ensayada.
Sam sintió que algo se revolvía en su pecho. No eran celos. No exactamente. Era una mezcla de indignación y protección. Sabía que esa mujer no estaba allí como apoyo ni por cariño hacia el hombre. Estaba allí por codicia, por ambición. Y lo peor era que Fabio, en su tristeza, no parecía tener fuerzas para discutir.
Iván la miró, confundido.
—¿Quién es esa señora?
La mujer levantó la vista y clavó los ojos en ellos. Su sonrisa volvió a asomar, lenta, venenosa. Sam no dijo nada. No lo necesitaba. Se quedó de pie, firme, con el niño a su lado.
—Cómo has crecido, niño —Dijo al pequeño intentando aparentar ternura en la voz. Pero Sam lo veía claro. Era insolencia, una actriz sin mucho talento intentando conseguir el premio mayor.
—Sentimos las molestias —respondió Sam más para Fabio que seguía sin levantar la cabeza—. Con su permiso, Iván y yo nos vamos a la cocina, tenemos unos ricos platos que preparar.
Ambos se alejaron tras recoger las bolsas. Sentían la mirada calculadora y fría de esa arpía clavada en ellos, pero en todos sus años de vida, Sam había aprendido a distinguir muy bien cómo son las personas. Cuando se alejaron lo suficiente susurró:
—Esa mujer no me agrada, Iván. No dejes que te manipule con su palabrería.
—No lo haré. Siento su aura… es como todas las demás mujeres que vinieron a cuidarme. No, quizás, es incluso peor. Pero papá no le hará caso.
«Eso espero» pensó ella mientras llegaban a la cocina.
Apenas llevaba dos días en esa casa, y ya sentía que se había ganado su primer enemigo. Pero si algo tenía claro, aunque no buscara el mínimo interés romántico con Fabio, es que si la Barbie plástica quería pisotearla, sería ella la que acabaría lamiendo el suelo.