La mañana llegó envuelta en un silencio espeso. Fabio hojeaba unos documentos en la mesa del comedor cuando la puerta principal se abrió. Christian entró con paso firme y la misma actitud soberbia de siempre.
—Me enteré de lo que pasó en la reunión —dijo, sin rodeos, dejando su abrigo sobre el perchero. Fabio no levantó la vista. Solo murmuró: —No tengo ganas de hablar de eso. —No estoy aquí para presionarte hermanito. Solo para recordarte que, si algo se complica, en mi empresa siempre tendrás las puertas abiertas. Ese comentario le resultó insultante, pero no quería mostrarlo en su rostro. No hacía falta, la tensión crecía en el ambiente como una cuerda a punto de romperse. —Quizás seas tú el que viene suplicando por trabajo en mi empresa. Christian lo miró con una sonrisa burlona, pero no dijo nada. En ese momento, se escucharon pasos suaves desde la entrada. Sam apareció de la mano de Iván. El niño, aunque aún callado, llevaba en la mirada un brillo que antes no estaba. Era pequeño, casi imperceptible, pero ahí estaba. Christian se giró y frunció el ceño, sorprendido. —¿Y tú eres…? —Sam —respondió ella, sonriendo—. La nueva cuidadora de Iván. Christian alzó las cejas y miró de reojo a Fabio, que seguía sin levantar la cabeza. No dijo nada. Se mostró sorprendido quizás, de que aún siguiera ahí. —Un gusto —dijo finalmente, estrechándole la mano. Luego miró a Iván y le guiñó un ojo—. ¡Vaya! No sabía que tu nueva “madre” era tan bella. Iván no respondió, pero apretó más fuerte la mano de la mujer. Al darse cuenta de la incomodidad de Iván, se acercó a Fabio sin soltarle la mano. —Vamos al colegio, pero yo no tengo coche. ¿Nos llevará tú chófer? Él sacó de su bolsillo unas llaves y se las entregó sin apenas mirarla. —Usa este coche. Es para eso. Para el colegio, las compras… lo que necesites. Sam lo miró con una mezcla de duda y apuro. Tomó las llaves y, una vez fuera, se acercó al garaje con Iván. Al presionar el botón del llavero, un coche de alta gama parpadeó a lo lejos. —¿Ese es nuestro auto? —preguntó, incrédula. Iván asintió con una sonrisa tímida. Sam abrió la puerta con torpeza. Tocó botones, giró palancas y presionó el freno como si intentara desactivar una bomba. —Vale... esto parece una nave espacial —murmuró. Iván soltó una carcajada contenida. —¿Sabes qué? Mejor vamos en bus. Que no quiero terminar empotrada contra un árbol el primer día. —Eres muy torpe —susurró Iván sin poder evitar una sonrisa. Sam también sonrió y salieron del coche caminando hacia la primera parada de bus. —¿Quién era ese hombre que estaba en casa? —preguntó Sam. —El tío Christian. Mi papá y él no se llevan bien. Me da miedo. En sus ojos parece que hay mucha locura. Sam asintió. Sintió lo mismo al verlo, un escalofrío de alerta recorriendo su espalda. —Aun así es su hermano. Sea malo o no, los hermanos deberían apoyarte siempre. Iván no dijo nada. Guardaron silencio hasta que el bus llegó. El trayecto fue tranquilo. Sam hablaba con entusiasmo sobre el desayuno, los libros, y las mil ideas que tenía para ayudarle con sus tareas. Iván la escuchaba en silencio, pero con atención. Al llegar al colegio, Sam se agachó frente a él y sacó de su bolso una pequeña lonchera. —Aquí tienes. Desayuno casero. Que conste que lo hice con amor. Luego te prepararé una comida para chuparse los dedos de los pies. Iván tomó la lonchera y la miró con un brillo en los ojos. —Gracias —susurró. —¿Qué dijiste? —preguntó ella, fingiendo sordera. —Dije que gracias —respondió sonrojado. El niño corrió hacia la entrada sin decir nada más. Sam lo siguió con la mirada hasta que desapareció entre los demás alumnos. Luego respiró hondo y volvió a casa. Ya en la cocina, se colocó un delantal y empezó a abrir armarios, revisar cajones, tocar frascos y oler especias como una detective culinaria. —Veamos, hay muchas cosas pero faltan otras… —¿Buscando algo? —preguntó una voz a su espalda. Sam se giró. Julieta, la ama de llaves, la observaba con curiosidad desde el umbral. —Estoy inspeccionando el campo de batalla —bromeó Sam—. Quiero hacer un inventario y ver qué hace falta. ¿Podrías ayudarme? —Por supuesto —respondió Julieta, entrando—. Pero normalmente las compras las hace el personal. —Sí, pero yo quiero hacerlo. No es solo comida, es parte de mi trabajo cuidar de Iván. Y eso también incluye preocuparme por su comida y que lleve una buena dieta. Julieta asintió, algo sorprendida por la firmeza de la joven. Tomó una libreta de la alacena y empezó a dictarle lo esencial mientras Sam anotaba con letra rápida. Estuvieron así durante casi veinte minutos, revisando la despensa, la nevera, los armarios y cada rincón de la cocina donde se guardaba comida. Cuando terminaron, Julieta preparó un té y ambas se sentaron en una pequeña salita del personal. —Antes... Fabio no era así —dijo de pronto la mujer, sin mirar directamente a Sam. —¿Así cómo? —Tan frío. Tan distante. Era un buen hombre. Sonreía. Se reía con Iván, jugaban en el jardín… —hizo una pausa—. Pero cuando Cloe murió, algo dentro de él también lo hizo. Sam bajó la mirada. Julieta continuó, con voz serena pero cargada de años de observación. —Iván necesita sanar. Pero Fabio también. No puede quedarse encerrado en el dolor como si fuera un castigo. Eso solo lo va a consumir. Y no lo hará mejor padre. Ni mejor hombre. —Admito que al principio me asustó. No parece el tipo de hombre que te sonría y te abra la puerta del coche. Pero ahora, siento que tienes razón, le pasa lo mismo que a Iván pero no busca ayuda para si mismo. Julieta asintió. —Llevo veinte años trabajando aquí, desde que su padre era el dueño de la empresa. Me duele ver cómo ha acabado. Me gustaría pedirte un favor egoísta, Sam, si puedo llamarte así. —Claro que puedes —sonrió—. ¿Qué necesitas? La señora se puso en pie y se acercó a la ventana, observando el inmenso jardín que se abría ante ella. —Por favor, Sam. Salva también a Fabio de su propia oscuridad. Cientos han pasado por aquí, y eres la única en la que veo la piedad y el amor en sus ojos. Si alguien puede sacarlo, eres tú. Sam no dijo nada, no sé esperaba una petición así. Julieta, siempre sonriente, ahora lucía triste y con una voz suplicante. Tras unos instantes, se dirigió también hacia la ventana y apoyó su mano en el hombro de la mujer. —No puedo prometerte nada, pero lo intentaré. Unos días atrás era una mujer solitaria viviendo sola y ahora, debía salvar a dos personas de las sombras de su dolor. Sam pensaba en quién la salvaría a ella de sus sombras. Sacudió la cabeza. No podía hacerse la víctima en un momento así. Ella había aceptado el trabajo. Se despidió de Julieta y tomó la lista de la compra y algo de dinero que Fabio había dejado en un cajón del salón para las compras. El primer paso para acercarse a un hombre, debía ser él estómago, por lo que haría una comida rica y contundente para los dos. En sus pensamientos, mientras salía de casa nuevamente hacia la parada del bus, no sé dió cuenta de la silueta que la seguía, enmarcando una sonrisa triunfante y cínica.