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4- El dinosaurio gruñón

Las paredes del despacho principal estaban cubiertas de cristal, reflejando los rostros tensos de los seis miembros de la junta directiva. Todos sentados con la espalda recta, trajes impecables, relojes que valían más que un coche de gama media, y expresión de guerra. En el extremo de la mesa, Fabio mantenía la mirada firme y los dedos entrelazados sobre la superficie de madera pulida.

—Los informes no mienten, Fabio —dijo el más veterano, el señor Cárdenas, cruzando las piernas—. Este trimestre las pérdidas han sido las más altas en los últimos cinco años.

—Y eso no ocurre porque yo no esté haciendo mi trabajo —replicó Fabio con tono contenido, aunque frío como una ráfaga de invierno—. Todo lo contrario. He trabajado más horas que ninguno de ustedes. He cerrado negociaciones con medio mundo. He sacrificado tiempo con mi hijo por esta empresa.

—Pero lo haces solo —intervino la única mujer de la junta, Clara Muñoz—. No delegas, no escuchas, no generas confianza. Muchos inversores han retirado su participación porque piensan que eres un loco inestable. Desde que murió Cloe, no eres el mismo, pero para el que no te conocía de antes, solo eres un ser frío, despreciable y maleducado.

Fabio levantó una mano conteniendo su rabia.

—Mi vida personal no es parte de esta mesa. Vine aquí para hablar de cifras, no de emociones. 

—Pero es precisamente tu falta de emociones lo que nos tiene aquí sentados —dijo otro de los miembros, sin rodeos—. Hace doce años tomaste el mando de esta empresa y multiplicaste su valor por seis. Todos lo reconocemos. Pero hace dos años, cuando ella murió, algo en ti se apagó. Y con eso, también tu visión. Estás dejando que todo se hunda, y lo peor, es que no eres capaz de verlo.

Un silencio pesado se instaló en la sala. Fabio respiró hondo. Su mandíbula, ya marcada, se tensó aún más. No iba a darles el gusto de ver su debilidad. No allí. No delante de ellos.

—Entonces, ¿cuál es la propuesta? —preguntó con calma afilada.

—Un mes —dijo Cárdenas, mirándolo a los ojos—. Un mes para cambiar las cosas. No solo a nivel de negocios. También en tu actitud, Fabio. Si dentro de un mes la empresa sigue perdiendo terreno y tú sigues siendo el mismo bloque de hielo con el que nadie quiere trabajar... votaremos por tu dimisión.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, como cuchillas esperando caer. Fabio no dijo nada más. Cerró la carpeta frente a ellosl, se puso de pie, recogió su chaqueta y abandonó la sala sin mirar atrás.

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El coche se deslizaba por las calles como una sombra sin prisa. Fabio apoyó la cabeza contra el respaldo, mirando por la ventana mientras los edificios pasaban. Afuera, el mundo seguía girando, pero en su cabeza todo estaba detenido desde hacía años. Cloe había sido el último punto de calor en su vida. Y con su muerte, no solo se había ido ella. También él.

El chófer no dijo ni una palabra cuando llegaron a la mansión. Fabio bajó y caminó directamente al interior, sin quitarse la chaqueta, sin mirar a nadie.

Subió las escaleras de mármol blanco hacia la segunda planta. Iba camino a su habitación para encerrarse en su rutina habitual: revisar informes, revisar proyecciones, corregir errores ajenos, apagar fuegos. Pero al pasar por el pasillo, una risa infantil lo detuvo.

Se detuvo. Giró la cabeza hacia la puerta entreabierta del cuarto de juegos. Iván estaba riendo.

Por puro instinto, dio un paso hacia dentro. El cuarto estaba decorado con colores suaves, figuras de animales y estanterías llenas de juguetes. Sam estaba arrodillada en el suelo, con una camiseta holgada y el cabello recogido en un moño desordenado. Frente a ella, Iván jugaba con unos dinosaurios de juguete, rugiendo y peleando entre risas con el que Sam tenía en sus manos. 

La escena debería haberle parecido irrelevante. Una niñera haciendo su trabajo. Un niño jugando. Pero algo era diferente. Iván estaba haciendo lo normal de un niño de su edad, algo que durante dos años, se había resignado a hacer. 

Sumido en sus pensamientos, la mirada de ambos de clavaron el él.

—Papá —dijo con una voz clara, infantil, pero firme—. ¿Quieres jugar?

No fue el “papá” lo que lo detuvo en seco sacándolo de sus pensamientos. Iván se lo había dicho otras veces, por rutina, como si repitiera una palabra vacía. Pero esta vez… esta vez lo dijo con claridad. Lo miró a los ojos. Hacía dos años que eso no ocurría.

Fabio no respondió. No supo cómo hacerlo. Durante dos segundos solo se quedó allí parado, clavado al suelo, sin saber cómo actuar. Él también se había vuelto insensible y distante. Lo sabía. 

—Hoy no, otro día. —respondió casi entre dientes. 

Se giró para marcharse, pero recordó la conversación con su hermano y, como este le dejaba entender claramente que se arrepentiría si olvidaba lo importante. Si olvidaba a Iván.

«Maldición» pensó para sí mismo mientras volvía a girarse hacia ellos. 

—¿A qué jugamos? —preguntó, sintiendo una pizca de vergüenza en su voz. Estaba fuera de lugar, lo sabía. Pero Si su hijo llegaba a tener avances, él debería ser un apoyo más que una carga ausente.

Sam lo miró sorprendida. Iván abrió los ojos como si acabara de ver un cometa caer en la tierra.

—Estamos jugando a peleas de dinosaurios —respondió Iván.

Sam sonrió apenas. Había algo de ternura en su mirada, pero también una chispa de triunfo. Sabía que algo importante acababa de ocurrir.

—Siéntate —invitó Sam mientras le entregaba otro pequeño dinosaurio a él—. Es muy divertido. —Fabio notaba el sarcasmo en su voz, como si le gustara verlo en esa situación.

Fabio se agachó con torpeza, el traje gris claro contrastando con las piezas coloridas a su alrededor, le hizo sentir ridículo. Vulnerable. Un CEO jugando con dinosaurios. ¿Qué pensaría su padre si lo viera?

—Ahora tú serás el dinosaurio gruñón —dijo Sam con voz divertida. Grrr 

—Sí, papá. Tú haz así —Iván rugió bajito, cerrando los puños.

Ambos se echaron a reír. Fabio apretó los labios. No debía. No podía.

Pero no lo logró.

Una curva involuntaria se dibujó en su rostro. Ínfima. Fugaz. Apenas un resquicio. Pero ambos lo vieron. 

Y entonces él rugió, haciendo vibrar su garganta.

—Raaaaaagh.

Los dos estallaron en carcajadas.

Fue entonces, por un segundo, que algo cálido volvió a abrirse dentro de él. Como si Cloe hubiera dejado una chispa para encenderse justo en ese momento. Como si el mundo, tan torcido, tuviera aún un rincón que valía la pena salvar

No iba a romper su coraza por eso, pero en el fondo sintió que estaba dando el primer paso. Sólo tenía un mes para convencer a la junta, y sentía que quizás Sam, acabara siendo la llave que curara a ambos. 

No pudo evitar observarla, hasta ese momento, no había prestado atención realmente a la chica. Se dió cuenta de lo hermosa que era, de la calidez con la que miraba a su hijo. Observó la dulzura que su alma desprendía, pero también sintió la fuerte tristeza que pesaba sobre ella. No quiso hacer preguntas, pero por primera vez en dos años, estaba fijándose en alguien de verdad.

Sam, incómoda al sentir la mirada, carraspeó.

—Si me sigues mirando así me vas a desgastar, señor Gálvez.

—Lo siento, no quería incomodarla. Estás haciendo un buen trabajo —susurró con su voz fría natural. 

Sam sonrió, agradecida. Y durante el tiempo que siguieron jugando hasta que Iván cayó dormido, los malos pensamientos, el vacío y el dolor, parecían haber desaparecido. Era temporal, pero un progreso. 

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