Início / Romance / Una madre para Iván / 8- Un conflicto silencioso
8- Un conflicto silencioso

Habían pasado algunos días desde la conversación con Fabio. Sam continuaba con su rutina, pero algo en ella se había quebrado. Iván fue el primero en notarlo. No reía con la misma frecuencia. Sus pasos se habían vuelto más lentos, su mirada más ausente. Antes solía canturrear mientras lavaba los platos o silbar con gracia al barrer, pero ahora reinaba un silencio discreto a su alrededor, como si se hubiera colocado un velo entre ella y el mundo.

—¿Estás enfadada conmigo? —le preguntó el niño una mañana, mientras ella doblaba su ropa en la habitación.

Sam levantó la mirada, sorprendida, dejando las camisetas perfectamente alineadas en la cómoda.

—¿Qué? Claro que no, Iván… ¿Por qué piensas eso?

—Porque ya no te ríes. Antes te reías más conmigo. Y ahora no. Ya no vamos al cine, ni vienes a buscarme para sentarnos al lado de la chimenea.

Sam se agachó hasta quedar a su altura y lo abrazó con fuerza. Fue un gesto instintivo, casi desesperado. Sabía que sus días allí estaban contados, pero no quería que el niño creyera que él tenía algo que ver con su tristeza.

—Tengo muchas cosas en la cabeza, mi amor. Pero no es tu culpa, ¿sí? Al contrario, tú eres de lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.

Iván sonrió agradecido. Le devolvió el abrazo.

—¿Vas a estar aquí para Navidad?

La pregunta la dejó en blanco. El niño la miraba con sus ojos enormes, con una inocencia que le dolía en el pecho. Sam tragó saliva y forzó una sonrisa.

—Aún falta un mes, ¿verdad? —preguntó contando mentalmente los días hasta diciembre.

Iván asintió.

—Entonces claro que sí. Podemos adornar juntos el árbol. 

El niño sonrió, satisfecho. Sam se recostó un momento contra la pared al salir de la habitación, sintiendo cómo la culpa le oprimía las costillas. No debía hacerle promesas que no podía cumplir. 

Suspiró y se dirigió a la cocina. Debía empezar con la comida.

Julieta, cargando con unas toallas que había llevado a secar, la detuvo cuando pasó a su lado en el pasillo.

—Cariño, ¿cómo va?

Esa pregunta parecía esconder algo más que simple curiosidad. 

—Todo bien Julieta. Gracias.

—Ya me comí el tupper que me habías guardado. El señorito Iván me lo dijo. He de decir que tienes un don en la cocina.

—Lo siento, estos días tengo la cabeza en otra parte. Pero gracias —sonrió débilmente.

Julieta le devolvió la sonrisa. Una sonrisa cálida como la de una madre. Como esas sonrisas que te abrazan cuando sientes que el mundo ya no da más de si.

—Fabio está aún más perdido y confundido que tú, cariño. Llevas un tiempo ya en casa y no os dais el tiempo a hablar. Apenas os conocéis. Las decisiones que últimamente está tomando le llevarán a la locura. No me agrada la señora Margareth, pero si eres tú quién se acerca al señor, te apoyaré.

—¿Perdón?

Julieta reía mientras continuaba con su trabajo. Sam no entendía exactamente qué quería que hiciera. ¿Acercarse a Fabio? Ese hombre carente de empatía —y el cuál la quiere despedir— dejaba mucho que desear como persona. Pero aún así, una breve idea cruzó su mente. Acercarse a Fabio y ganarse un poco su respeto podría significar mantener su trabajo. Seguir con Iván.

No quería enamorarlo, no era tan cruel. Su idea era simple; conseguir que al menos la viera como una amiga más que una simple empleada y así poder mantener todo igual. 

---

Mientras tanto, en la oficina, Fabio revisaba unos documentos con la mandíbula tensa. Los números no cuadraban. Las pérdidas parecían seguir en aumento. La junta directiva le había dado un plazo, y ese plazo se agotaba con rapidez. Si no demostraba resultados pronto, no solo pondría en riesgo su posición, sino también la estabilidad de toda la empresa. Su nombre, su legado… su orgullo.

Estaba tan concentrado que no notó la presencia de Margareth hasta que la escuchó toser suavemente. Levantó la vista y ahí estaba ella, impecable como siempre, con ese perfume caro que anunciaba su llegada incluso antes de verla.

—¿Puedo pasar?

—Ya estás dentro —respondió él, dejándose caer en el respaldo de su silla.

Margareth cruzó la sala caminando como si fuera una pasarela privada para ella, sentándose frente a él con una sonrisa que no alcanzaba los ojos.

—¿Cómo va todo? —preguntó, aunque él sabía que no era interés, sino más bien un interrogatorio.

—Como puede ir cuando tienes el agua al cuello —respondió sin rodeos.

—Tienes que cuidarte, Fabio. Te estás consumiendo con todo esto.

Él no respondió. Sabía que Margareth se preocupaba por él, pero nunca estaba claro si lo hacía por afecto o conveniencia.

—Quiero hablarte de Sam —dijo ella al fin, acomodando su bolso sobre las piernas.

Fabio cerró los ojos un segundo. Ya imaginaba por dónde iba.

—No empieces otra vez…

—Lo digo en serio. Esa mujer no tiene nada que hacer en nuestra casa. El niño se está apegando a ella. Y tú también, aunque no lo digas.

—No seas ridícula. Solo he cruzado unas palabras con ella. 

—No soy ridícula . Tú mismo dijiste que debías avanzar y aceptaste salir conmigo para dejar atrás el pasado y el dolor. Pero ella sigue allí, como si formara parte de la familia. No es normal. Está robándose el cariño del niño, Fabio. ¿Qué pasará cuando se tenga que ir? ¿Le romperás el corazón? Si queremos hacer esto bien, la madre de Iván debo ser yo. No esa mediocre.

—Sam no ha hecho nada malo —gruñó él, cansado—. Es buena con él. Lo que no pudieron hacer profesionales, lo hizo ella en días.

—Pues quizás deberías pensar bien qué es lo que quieres, Fabio. Una desconocida en tu casa que juegue a las mamás, o centrarte y tener una familia feliz. 

Él no respondió de inmediato. En su cabeza, las palabras se mezclaban con las imágenes de los últimos días: Iván riendo con Sam, Sam sirviendo la cena, leyendo cuentos en voz baja. Ella no era parte de su vida… pero también lo era. Y él no sabía cómo desligarse de eso sin sentirse culpable.

—Vamos a cenar —dijo Margareth al fin, levantándose—. Te hace falta salir un poco. Respirar. Tú pagas.

Fabio no tenía ganas, pero aceptó. Parte de él necesitaba recordar que aún podía ser deseado, que aún podía ser feliz, que el dolor no era la única compañía posible.

---

La noche avanzó, y regresaron a casa pasada la medianoche. Margareth reía por una anécdota del restaurante y él fingía escuchar, aunque su cabeza estaba en otra parte. El auto se detuvo frente al portón y bajaron sin prisa. Al cruzar la entrada, Margareth se acercó a él, tomándolo de la solapa con coquetería.

—Te ves mejor cuando no te torturas tanto —le susurró, antes de besarlo.

El beso fue largo, quizás demasiado. Fabio quiso perderse en él, convencerse de que ahí estaba su salvación. No vio venir lo que ocurrió después.

La puerta del salón se abrió con suavidad, y una figura menuda apareció en el umbral. Era Sam, con una camiseta amplia que le cubría hasta medio muslo, los pies descalzos, el cabello revuelto por el sueño. Había ido a por un vaso de agua, pero se detuvo en seco al verlos.

Los tres quedaron congelados por un instante. Margareth se giró apenas, con una sonrisa burlona que no intentó disimular. Fabio se apartó de inmediato.

—Samantha… esto no es…

—No tiene que explicarme nada, señor —interrumpió ella, con una voz más firme de lo que habría creído—. Solo soy su empleada, no necesito meterme en su vida. 

Y se giró, sin más, con indiferencia. Subió las escaleras con pasos firmes. Aunque no quiso admitirlo, eso le dolió. No sabía por qué, quizás porque le daba a Margareth un trato y una amabilidad que con ella solo eran respuestas cortas y frías.

Fabio se quedó mirando la escalera vacía, sintiendo una punzada inesperada. Le había dolido su reacción. Le había dolido verla herida. ¿Por qué? No tenía derecho a sentirse así. Samantha no era más que eso: la niñera que había contratado en un momento de crisis. ¿No?

Margareth, satisfecha, pasó de largo, murmurando algo sobre “poner cada cosa en su sitio”. Pero él no la escuchaba. Su mente estaba arriba, donde Sam probablemente intentaba dormir con el corazón encogido.

Ambos subieron a la habitación, pero algo en la cabeza de Fabio le hizo entender que quizás, no todo estaba tan en orden como pensaba. 

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