Habían pasado algunos días desde la conversación con Fabio. Sam continuaba con su rutina, pero algo en ella se había quebrado. Iván fue el primero en notarlo. No reía con la misma frecuencia. Sus pasos se habían vuelto más lentos, su mirada más ausente. Antes solía canturrear mientras lavaba los platos o silbar con gracia al barrer, pero ahora reinaba un silencio discreto a su alrededor, como si se hubiera colocado un velo entre ella y el mundo.
—¿Estás enfadada conmigo? —le preguntó el niño una mañana, mientras ella doblaba su ropa en la habitación.
Sam levantó la mirada, sorprendida, dejando las camisetas perfectamente alineadas en la cómoda.
—¿Qué? Claro que no, Iván… ¿Por qué piensas eso?
—Porque ya no te ríes. Antes te reías más conmigo. Y ahora no. Ya no vamos al cine, ni vienes a buscarme para sentarnos al lado de la chimenea.
Sam se agachó hasta quedar a su altura y lo abrazó con fuerza. Fue un gesto instintivo, casi desesperado. Sabía que sus días allí estaban contados, pero