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9- No por mí, por él

Sam se tumbó en la cama sin encender la luz. El techo apenas se distinguía entre las sombras, pero no necesitaba verlo para saber que estaba ahí. Solo quería cerrar los ojos, dormir un rato, o al menos intentarlo. Había sido un día largo, lleno de emociones que no sabía cómo clasificar. La imagen de Fabio besándose con Margareth le había dolido; veía con eso que su salida de la casa estaba un paso más cerca de completarse.

Un portazo la sacó de sus pensamientos. Frunció el ceño. Venía del cuarto de Fabio.

—¡No puedes seguir así! —gritó Margareth, la voz desgarrada, furiosa y rota a la vez—. ¡Ni siquiera funcionas en la cama, Fabio! ¿Qué esperas que haga, seguir fingiendo que esto tiene algún futuro? ¡Aclara tus ideas, por favor! ¡Acláralas de una maldita vez!

Los pasos de ella retumbaban por las escaleras, alejándose con rapidez. Sam se incorporó, sorprendida por el tono de Margareth, por la crudeza de sus palabras. No se había imaginado que la tensión entre ellos fuera tan fuerte. En silencio, salió al pasillo, movida por una mezcla de curiosidad y algo más que no supo identificar.

La luz del pasillo apenas iluminaba la figura de Fabio, que se apoyaba contra el marco de la puerta de su habitación, sin camiseta. Sam se quedó quieta, observándolo por un instante. No esperaba que se viera así. Había algo en él, en su postura abatida y su cuerpo parcialmente iluminado, que lo hacía parecer vulnerable y atractivo al mismo tiempo. Una contradicción viva.

Fabio la notó y apartó la vista, incómodo.

—No quería que escucharas eso —murmuró avergonzado, sin moverse—. ¿Podemos hablar un momento?

Sam asintió y dio un paso atrás, abriendo la puerta de su habitación para dejarlo pasar. Fabio entró despacio, con los ojos paseándose por el lugar como si no lo hubiera visto nunca. Se detuvo frente a la pared donde Iván había colgado algunos de sus dibujos. Sam los había acomodado sin mucho orden, pero con la intención de que él se sintiera orgulloso al verlos.

Fabio se acercó a uno en particular: un dibujo donde se veía a un niño y una mujer tomados de la mano, frente a lo que parecía una casa con un árbol torcido al lado.

—Él ha mejorado —dijo con un hilo de voz—. Antes no reía. No jugaba. Durante dos años ha vivido un infierno dentro de él. En silencio.

Sam lo miró sin interrumpirlo. Fabio parecía hablar para sí mismo más que para ella.

—La quiere mucho —añadió él—. Lo noto en cómo te mira. En cómo te sigue. Tú... tú has logrado algo que yo no pude conseguir en mucho tiempo. 

Sam permaneció en silencio. No sabía si debía agradecer o disculparse. Había algo demasiado roto en la voz de él como para responder con ligereza.

—No sé qué estoy haciendo, Samantha —continuó Fabio, llevándose una mano al rostro—. Estoy al borde del colapso. La empresa... los números siguen mal. Me quedan menos de dos semanas para cambiar mi actitud y mejorar las cifras. Lo que más me duele reconocer es que esos malditos tienen razón. Tal como soy ahora, nadie quiere trabajar conmigo.

Sam se acercó al escritorio, abrió uno de los cajones y sacó una caja pequeña de galletas. La agitó un poco, como si eso le diera valor.

—¿Galleta? —ofreció, intentando suavizar la tensión con un gesto cotidiano—. ¿Sabes? No te conozco mucho, señor Gálvez. Pero yo si quiero trabajar contigo.

Fabio la miró, sorprendido. Se sentaron juntos al borde de la cama, compartiendo las galletas sin decir nada durante varios minutos. Solo se escuchaba el crujido leve al morder y el murmullo apagado de la noche más allá de la ventana.

—Iván es fuerte —dijo Sam finalmente, mirando hacia adelante—. Cuando me toque marcharme, sea cuando sea, él sabrá cómo llevarlo. A veces creemos que los niños se rompen fácilmente, pero se adaptan mucho más rápido de lo que imaginamos.

—¿Por qué lo haces? —preguntó de golpe—. No firmaste el contrato, no aceptaste el dinero. No pareces una mujer que se alimenta simplemente del aire. Tendrás tus gastos o cosas que pagar. ¿Por qué?

Estaba tan confundido que Sam no pudo evitar sonreír. Una sonrisa tan cálida como necesaria.

—Aquí tengo comida. No necesito comprar nada, y no es que nadie me esté esperando en casa. Yo también tengo mi historia, mi pasado, señor Gálvez. Pero aquí, me esfuerzo en tener la mente en el sitio que hay que tenerla. 

Fabio apretó los labios. 

—Entiendo. Si al final debes irte, me aseguraré de que tengas todo lo que te haga falta. 

Sam lo miró. Cada vez parecía más perdido en su mente, con más dudas que respuestas. Estaba claro que ni él mismo sabía lo que buscaba. 

—¿Tú quieres de verdad a Margareth? —preguntó Sam de pronto—. ¿O estás con ella porque crees que intentarlo puede curar tu dolor?

La pregunta cayó como una piedra en el silencio. Fabio dejó la galleta a medio comer. La miró, pero sin atreverse a sostenerle la mirada demasiado tiempo. Parecía buscar una respuesta entre las grietas del techo.

—No lo sé —admitió finalmente, con una honestidad tan cruda que dolía—. Creo que quise quererla. Quería que funcionara, que me distrajera, que me salvara de todo lo que llevo dentro. Pero a veces siento que solo estoy usando lo que queda. Como si los pedazos rotos de ella se pegaran a los míos... pero sin encajar del todo.

Sam no dijo nada. Se limitó a asentir suavemente, como quien escucha una confesión sin juzgarla.

Fabio se levantó de pronto, incómodo con la intimidad, con la fragilidad de sí mismo reflejada en los ojos de ella. Caminó hacia la puerta y apoyó la mano en el marco, listo para irse.

—Buenas noches —murmuró, ya de espaldas.

Pero antes de salir, se detuvo. Sam ni siquiera esperaba que se despidiera. Pero entonces lo oyó. Lo oyó llamarla, no por su nombre completo, por primera vez desde que ella había llegado.

—Sam… —dijo con voz baja, casi temblorosa.

Ella giró lentamente la cabeza.

—A decir verdad, no quiero que te vayas.

La frase flotó en el aire, suspendida entre ellos como una verdad recién nacida.

—No por mí... —añadió, antes de que ella pudiera responder—. Por él.

Y entonces se marchó, dejándola sola en la habitación, con las migas de galleta sobre la sábana y el corazón latiéndole con fuerza por algo que no alcanzaba a nombrar.

….

Fabio regresó a su habitación. Se sentía idiota en ese momento. Estaba borracho tras la cena con Margareth y hablar con Sam lo hizo sentirse más vulnerable que nunca. Esa mujer, parecía tan fácil hablar con ella. 

Sacudió la cabeza quitándose esas ideas raras que comenzaban a rondar. Tenía una empresa que salvar. Un puesto que mantener. A partir de mañana, demostraría a todos que sin él, la empresa no tendría futuro.

Se metió en la cama y cuando el sueño ya se había apoderado de su cuerpo, la vio.

Cloe.

La vio junto a Iván poco antes de morir. Soñó con la última conversación que tuvieron sentados en el salón. Recordó las últimas salidas juntos. 

Despertó jadeando. Derramando unas lágrimas. El dolor seguía en su corazón aunque intentara ocultarlo. Cloe ya no estaba. Él no podía fallarla así. No podía ser feliz cuando ella no pudo. 

Con esas ideas, pasó el resto de la noche. Sin dormir, sólo recordando el rostro de su mujer. Cuando el sol comenzaba a entrar tímidamente por la ventana, se incorporó de un salto. Sus ojos parecían los de un hombre diez años mayores. Pero su corazón había vuelto a partirse, cerrándole aún más en su dolor. 

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