El reloj marcaba las tres y diez de la tarde cuando Fabio Gálvez cerró la carpeta de informes con un chasquido seco. El salón de reuniones, amplio y de cristal, se vació al instante apenas él se levantó. Sus empleados sabían que no era hombre de palabras innecesarias ni de tolerancias mínimas. Dirigía su empresa como dirigía su vida: con pulcritud, frialdad y distante a todo, y todos.
Pero esa tarde, mientras salía con pasos firmes por el pasillo de mármol hacia el ascensor privado, ignorando los saludos de trabajadores o compañeros de la junta de inversores, sintió una punzada en el estómago. Iba tarde. Otra vez. El coche lo esperaba en la puerta. Un Mercedes negro, con los vidrios tintados y la tapicería impoluta. Fabio se acomodó en el asiento trasero, ajustó el cinturón sin mirar al conductor, y murmuró: —A la escuela. El trayecto hasta el colegio privado al norte de la ciudad apenas duraba veinte minutos, pero Fabio los aprovechó para hacer lo que evitaba el resto del día: pensar en su hijo. Iván Ocho años. Silencioso, frágil, encerrado en sí mismo desde la muerte de su madre. La misma pérdida que había convertido a Fabio en un hombre aún más duro, más impenetrable. La misma que lo había dejado viudo a los veintiocho, con un hijo que apenas sabía cómo consolar. Lo había intentado todo. Psicólogos. Campamentos. Niñeras. Entrevistas con mujeres dispuestas a ser “figuras maternales”, como él las llamaba. Pero bastaban unos días para que mostraran su verdadero interés: no por Iván, sino por el apellido Gálvez y los ceros que lo acompañaban. Fabio apretó los puños. No era estúpido. No era ciego. Había mujeres que lloraban en las entrevistas y hablaban de vocación… pero bastaba un cheque generoso y una mansión con piscina para que la vocación se convirtiera en interés matrimonial. No buscaba una esposa. Ni una amante. Solo quería alguien que supiera ver a su hijo. Al niño que él mismo ya no podía alcanzar, porque tres años después de la muerte de Cloe, él se sumió en la misma oscuridad. El coche se detuvo frente al colegio. Era tarde. Las rejas estaban abiertas, pero el patio estaba vacío. Un guardia de seguridad lo reconoció de inmediato y lo dejó pasar sin mediar palabra. —Espérame aquí —ordenó Fabio al chofer, mientras salía del vehículo. Fue entonces cuando lo vio. Iván, sentado en uno de los bancos junto a la verja, con la mochila caída a un lado, las manos temblorosas y los ojos rojos. A su lado, una joven. De cabello cobrizo y trenza deshecha, ropa sencilla. Le hablaba con suavidad, agachada a su altura, con una mano sobre su hombro. Lo más sorprendente no fue verla allí. Fue lo que ocurrió después. —¿Y si tu papá viene corriendo, justo ahora? —dijo ella, con una sonrisa leve, como si contara una historia. Iván bajó la mirada y, en voz casi inaudible, respondió: —No corre. Nunca corre. Y luego, como si algo en él se abriera, añadió: —A veces… a veces creo que se le olvidó cómo. Fabio se quedó inmóvil. Esa voz. Esa confesión. Iván estaba hablando. Con alguien. Con una desconocida. Durante tres años, su hijo no había pronunciado más de dos frases seguidas fuera de casa. Ni siquiera con los profesores, ni con los médicos. Y ahora... ahora hablaba. —Cariño —le respondió la mujer con una dulzura en la voz que por unos segundos hipnotizó a Fabio—. Tu papá debe ser un hombre muy ocupado, aún así siempre saca tiempo para venir a por ti. Cuando llegue, le vamos a regañar y le vamos a exigir que te compre un helado por la tardanza. ¿Qué te parece? Iván sonrió. Sonrió como no había hecho en mucho tiempo y respondió: —Me gusta el de chocolate. Fabio se acercó, llamando la atención de la chica y poniéndose en pie. —¿Usted es su padre? —preguntó viéndole llegar, pero pasó de largo ignorándola por completo. —¿Estás bien? —preguntó a su hijo, con un tono seco que no podía ocultar el remolino de sentimientos y confusión en su estómago. El niño asintió lentamente y se puso en pie. —Llegué tarde, lo sé —añadió Fabio, sin mirar a la mujer—. ¿Quién es usted? —Me llamo Samantha, aunque mis amigos me llaman Sam—dijo ella con claridad, aunque en su voz había cierto temblor—. No quise molestar a su hijo. Soy profesora aquí, bueno, lo era. Me han despedido. Al parecer no pasé mis prácticas. Me iba a casa y lo vi solo, llorando. No podía dejarlo solo. Fabio la miró, por fin. No con la mirada inquisitiva que usaba en la oficina, sino con algo más profundo. Una mezcla de desconfianza y, tal vez, esperanza. —¿Usted le habló... y él le respondió? Samantha asintió, sorprendida por la pregunta. —Sí. Solo... me senté a su lado. No parecía tener miedo. Solo estaba triste. Fabio respiró hondo. Miró a su hijo. Luego a ella. —¿Samantha dice usted que se llama? —Sí, Sam para los… —No somos amigos. Samantha está bien. La chica se quedó muda. La frialdad y falta de modales de ese hombre empezaban a molestarle. Fabio mirando a su hijo siguió hablando. —¿No tiene trabajo entonces? —No —respondió —¿Sabe cocinar? —¿Perdón? —¿Sabe cocinar, conducir, cuidar a un niño? —Eh... sí. Pero no entiendo... —Mi hijo necesita una madre —dijo Fabio, como si hablara consigo mismo más que con ella—. No una esposa. No una niñera por horas. Alguien que se quede. Que lo despierte. Que lo lleve al colegio. Que juegue con él. Que lo escuche. Que lo vea. Alguien que esté con él cuando yo no pueda. Sam parpadeó. Su cerebro intentaba ordenar lo que estaba oyendo. —¿Está... ofreciéndome un trabajo? —Exactamente. Un empleo. Vivirá en mi casa, en un cuarto independiente. Tendrá todo lo que necesite. Y solo una responsabilidad: él. —Esto es una broma, ¿verdad? Fabio sacó la billetera. Extrajo un fajo de billetes con la misma indiferencia con la que firmaba contratos. Contó tres mil dólares y los extendió hacia ella. —Este es un adelanto. El sueldo será de seis mil al mes. Puede irse cuando lo desee. Sin explicaciones. Samantha no lo tomó. Miró al niño, que ahora jugaba con la cremallera de su mochila sin alzar la vista esperando a que su padre dejara de hablar. —No sé qué juego es este, pero no entiendo cómo le pide a una persona que no conoce de nada que cuide de su hijo en plena calle. No sé qué trama pero no estoy tan desesperada para caer en cualquier engaño. —respondió Sam Fabio suspiró, miró a su hijo y luego clavó su mirada en ella. Una mirada tan fría como vacía. —Perdí a mi mujer hace tres años, Iván perdió a su madre. Desde entonces, no habla, no juega, no vive. Llevo mucho tiempo buscando alguien que lo ame como una madre, pero todas van tras mi dinero, tras mi apellido, tras mi poder. Pero tú… —La señaló con el dedo—. Tú has sido capaz de hacerle hablar. Tú te sentaste a su lado sin conocerlo, sin saber de qué familia venía. Veías a un niño indefenso y no a un futuro heredero. Samantha tragó saliva. El dinero seguía allí, extendido. —No se trata del sueldo —dijo finalmente—. Yo no siento que sea capaz de cuidar a nadie. Yo… No terminó de hablar, un pensamiento la llevó al borde de las lágrimas y guardó silencio. Fabio bajó la mano. Guardó el dinero. —Tiene todo el día de hoy para pensarlo. Venga mañana a las ocho a mí casa —le tendió la dirección en un papel que escribió apresurado—. Me llamo Fabio Gálvez.Si acepta el trabajo mañana mismo le daré el adelanto y firmaremos el contrato. Si no le interesa, entonces deberá buscar empleo en otra parte. Sam dudó. Pero cuando Iván la miró de reojo, con una expresión de vacío y soledad que no había visto nunca en un niño, algo se rompió dentro de ella. —Está bien, me lo pensaré. Con esa respuesta, Fabio se marchó junto a su hijo. Ambos caminaban uno al lado del otro, casi como si fueran simples desconocidos. «El único problema aquí no es tu hijo, Fabio» pensó Sam mientras recogía del suelo una pequeña caja de cartón con las pocas pertenencias que había recogido de la escuela. —¡Y comprale un helado de chocolate! —gritó mientras ambos se perdían tras las puertas.