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Capítulo 5: Conflicto en el bar

••Narra Alexander••

Sentía una gran necesidad de marcar cada parte de su piel, de demostrarle al mundo que era mía.

Mis manos tantearon la curva de sus pechos, sintiendo su calidez, su forma, lo suave que era al tacto. Eran perfectas y eran mías.

Y sin dudarlo, la mordí en aquella preciada zona, no con la suficiente fuerza para lastimarla, pero si para demostrarle que no pienso entregarla a nadie.

No me detuve. Mordí, pellizqué y masajee aquella zona como debí haber hecho desde un principio, desde el momento en que la convertí en mi mujer en el altar. Tal vez si hubiera tomado esa decisión, no sentiría la rabia que en estos momentos me estaba quemando las venas al verla junto a ese imbécil.

Ella era mía. Mía. Desde el instante en que la vi, años atrás, en la inauguración de uno de mis hoteles, con esa piel de porcelana y esos ojos lilas que observaban el lugar como si fuera una obra de arte. En ese instante, supe que debía ser mía. El acuerdo con su padre fue solo la excusa perfecta. La quería atada a mí, para siempre.

Pero ella se había resistido. Había intentado huir. Y ahora, apenas ese desgraciado aparecía, se derretía como si los tres años a mi lado no hubieran significado nada.

Mi mano subió por su muslo, pasando por debajo de su vestido. Apenas pude tocar sus bragas cuando todo se rompió. Sujetó mi muñeca con una fuerza que no creí que tuviera y cubrió sus senos con la otra mano.

—¡No, espera…! —Sus mejillas normalmente pálidas, estaban sonrojadas y sus ojos lilas estaban abiertos de par en par, viéndome fijamente. El horror estaba escrito en su rostro.

El rechazo me golpeó como un balde de agua fría.

Apreté la mandíbula.

¿Por qué? ¿Por qué ese maldito si podía tocarla y yo no?

—Arréglate y vete con el chofer —dije con severidad—. Él te llevará a casa.

La aparté de mí con más brusquedad de la que pretendía y salí del elevador justo cuando las puertas se abrieron.

Necesitaba aire. Necesitaba olvidar el sabor de su piel y el rechazo en sus ojos.

Llamé a mi hermano menor para saber dónde estaba y su respuesta no me sorprendió.

____________

Terminé en un club de stripper, uno de esos antros lujosos y huecos que frecuentaba Arthur. Ya  tenía veinticinco años y parecía nunca querer sentar cabeza.

—¡Hermano! ¡Por fin te dignas a venir! —Me gritó Arthur desde un sofá en forma de U, ya medio borracho—. Siempre rechazas mis invitaciones.

Me dejé caer junto a él, pidiendo un whisky solo, sin hielo. Una rubia excesivamente curvilínea se acercó, bailando para nosotros en un tubo, pero yo solo veía a Kiara. Sus ojos asustados, su piel sonrojada bajo la luz tenue del elevador.

—Sé más explícita, cariño. Mi hermano necesita relajarse —ordenó Arthur con una sonrisa.

Era un mujeriego desatado, usaba su soltería como excusa para comportarse como un rebelde.

La mujer se deslizó hacia mí, sus manos intentaron tocarme el cuello.

—No —La aparté con brusquedad, rechazándola de la misma forma en la que Kiara había hecho conmigo—. Aléjate.

La mujer frunció el ceño, como si ningún cliente haya sido capaz de rechazarla en su vida. Prefirió seguir bailando en el tubo, en busca de mi atención. Pero en mi mente, solo había espacio para ella; mi esposa. La mujer que se negaba a aceptarme, que me veía como un monstruo, pero que aún así, por un maldito instante, había respondido a mi toque. La odiaba por eso. La deseaba por eso.

••Narra Kiara••

Por primera vez en estos tres años de matrimonio, no le hice caso a Alexander. No podía, no después de lo que había hecho, de la forma en la que me había tocado en el ascensor, como me  había marcado. Yo pensaba que le daba asco… Aún lo pienso, pero no podía negar lo que pasó.

Decidí sentarme en una banca fuera del hotel, tomar aire, procesar lo ocurrido. Pero mi celular tenía otro propósito cuando comenzó a sonar.

Era Jessica.

Amaba a mi amiga, pero odiaba no poder hablar con ella sobre mis problemas.

—Kiara,  ¿estás bien? ¿Qué ocurrió? —Apenas me puse el celular, su voz gritona casi me dejó sorda.

—Sí, Jess, ¿qué pasa? —respondí, un poco aturdida.

¿Se enteraría de la pelea que mi esposo tuvo en la azotea? No, imposible. Ella no pertenecía a nuestro círculo social.

—¡Es tu marido! Está en el “Privilege”, ese club de stripper de la zona alta. Mi estúpido primo estuvo reuniendo durante meses para poder ir y justo me mandó una foto del lugar, donde se ve a Alexander y su hermano. No sé si estás peleada con él, pero… ¡Dios, Kiara, si alguien más lo ve y se filtra, tu padre…!

No tuvo que terminar la oración, ya sabía lo que pasaría. Si se enteraba de que Alexander frecuentaba un lugar así, no lo culparía a él por ser un mujeriego. Me culparía a mí por no poder mantener a mi esposo satisfecho en casa. Las consecuencias para mi madre… No, no podía permitirlo.

—Mándame la dirección —dije, poniéndome de pie.

—¿Qué? ¡No, Kiara, no vayas ahí!

—¡La dirección, Jessica! —grité.

Quise pensar que solo lo hacía por la reacción de mi padre, pero había una molestia que no abandonaba mi cabeza.

 ¿Alexander suele frecuentar esa clase de lugares?

_______________

Treinta minutos después, me estaba abriendo paso entre la multitud. Jamás me había metido en un local sin permiso, pero fue más fácil de lo que creí.

Los ojos casi se me salieron del rostro al ver a las mujeres que estaban arriba del escenario, moviendo sus cuerpos semidesnudos frente a los hombres que dejaban propinas en las diminutas tangas de las bailarinas.

La mandíbula casi se me cae al suelo, pero me obligué a seguir caminando, apartándome del camino de cada hombre que veía. Nunca había estado rodeada de tanta testosterona y honestamente, me resultaba intimidante.

Y por fin, lo vi. Mi esposo estaba sentado junto a mi cuñado. Tomaba un trago, con su vista perdida en la nada, pero eso no disminuía mi molestia. En especial, porque frente de él había una rubia con una tanga minúscula que se esforzaba demasiado por llamar su atención.

Me enterré las uñas en la palma de la mano, sintiendo como mi sangre comenzaba a hervir. Al dar un paso en su dirección, tropecé con un hombre alto, provocando que su bebida terminara en su camisa blanca.

—¡Lo siento mucho! —dije con prisa, agitando mis manos sin saber muy bien que hacer—. Fue sin querer.

El hombre de al menos unos cuarenta años, ni siquiera se molestó en mirar su camisa. En su lugar, sus ojos estaban clavados en mí.

—Vaya, no te había visto por aquí. Te ves muy exótica. ¿Eres una de las nuevas?

—¿Qué? —Fruncí el ceño, sin saber muy bien de lo que estaba hablando.

De pronto, me tomó de la muñeca, jalándome entre los presentes. Por un segundo, creí que me sacaría el hombro de lugar. Me llevó hasta una butaca con un tubo en medio, lanzándome con brusquedad.

—Hazme un baile como compensación —Sus ojos recorrieron mi cuerpo sin disimulo. De repente, me sentí pequeña—. Enséñame lo que sabes hacer.

—No, yo no soy bailarina —dije en un hilo de voz, sintiendo como el corazón comenzaba a latirme a una velocidad abismal.

—¡No me mientas! —gruñó, su aliento a alcohol me golpeó en la cara—. Aquí solo hay putas. Ahora baila o te arranco ese vestido yo mismo.

Pero no me moví. Estaba paralizada.

Su gesto de fastidio fue evidente. Se abalanzó sobre mí y grité, sus manos buscaban mi escote, pero yo forcejeé con todo lo que tenía, sintiendo como el miedo inundaba mis venas y el corazón amenazaba con salirse de mi pecho.

Nadie venía ayudarme, ni se daban cuenta. La música opacaba mis gritos desesperados.

De pronto, el hombre fue arrancado de mi campo de visión. Y él estaba justo ahí: Alexander. Sus ojos grises parecían arder en el mismo infierno. Me quedé anonadada, viendo el aura asesina que rodeaba a mi marido. El hombre no pudo decir una palabra, ya Alexander de encontraba sobre él, propinándole puñetazos con ambas manos. El rostro del sujeto se llenó de sangre y él no se detuvo.

—¡Ya hermano! ¡Ya acabó! —Apareció Arthur, consiguiendo que retrocediera—. Lo vas a matar si sigues. Váyanse de aquí, yo me encargo de resolver esto.

Un gruñido animal salió de los labios de Alexander antes de girar en mi dirección. Sus ojos poseían una oscuridad que me causó escalofríos.

—¿Estás bien? ¿Te hizo daño? ¿Te tocó? —preguntó con la mandíbula apretada. Su mano fue a mi mejilla al mismo tiempo que su mirada recorría mi cuerpo en busca de heridas.

Las palabras no salían de mi boca, como si los ratones se hubieran comido mi lengua.

—Es mejor que estés preparada, porque hablaremos de lo que acaba de suceder en la mansión —Sus ojos estaban fijos en los míos al decir aquellas palabras.

La amenaza de las consecuencias que se avecinaban me hicieron tragar saliva, pero... Por primera vez en tres años, no me sentí como su prisionera, sino como algo que valía la pena defender.

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