Capítulo 1: Matrimonio bajo coacción
El corazón me latía a una velocidad bestial, al punto de sentir que se me saldría del pecho. Miraba por la ventana del segundo piso de mi habitación, con el celular en mano. Esperaba una señal, un milagro, pero el tiempo pasaba y no recibía ninguna notificación de mi novio. Se supone que ya debería estar aquí, debajo de mi ventana, para ayudarme a escapar de este maldito matrimonio por contrato que planificó mi padre. Pero en su lugar, estaba en mi habitación, con un vestido blanco de corte princesa y con un velo cayendo sobre mi espalda, a punto de casarme con Alexander Westwood; uno de los hombres más despiadados del país. Pero eso no le importaba a mi padre, solo quería llenarse los bolsillos. —Marcos… ¿Dónde estás? —susurré, sintiendo como la mano que sostenía el celular no dejaba de sudar. Un crujido en la puerta me hizo sobresaltar, giré sobre mis talones, sabiendo muy bien lo que me esperaba. Mi padre entró en la habitación, sus ojos fueron en mi dirección como si fuera atraído por el miedo que brotaba de mi cuerpo. —¿Qué carajos crees qué haces aquí? —gruñó, caminando hasta plantarse frente a mí—. Ya deberías estar en el maldito auto. ¡Llegaremos tarde a la iglesia por tu culpa! Tragué saliva, sintiendo como mi garganta se cerraba por si sola. Marcos no aparecía y mi padre estaba frente a mí, queriendo llevarme con mi nuevo captor. Nadie me salvaría, solo me tenía a mí misma… Y eso no era mucho que digamos. —Padre… Rechazo este matrimonio —El labio inferior me temblaba mientras hablaba—. Ese hombre es cruel y despiadado. No quiero convertirme en su esposa. No me había atrevido a decir aquellas palabras antes, porque sabía cuál sería su reacción. Pero tenía que decirlo, que intentarlo. Porque aún albergaba la esperanza de que mi padre entrara en razón. Que por primera vez en mis veintiún años de vida, me viera como su hija y no como una moneda de cambio. Pero toda mi esperanza murió cuando me volteó el rostro de un bofetón. Podía sentir como mi mejilla ardía y las lágrimas amenazaban con salir, pero las contuve, respirando profundo. —¡Deberías estar agradecida que Alexander Westwood haya aceptado desposarte a pesar de tu condición! —Tomó mi mentón con fuerza, obligándome a ver sus ojos negros y vacíos—. Él es tu última oportunidad de casarte. Ningún otro hombre de clase alta te aceptará como esposa porque están acostumbrados a mujeres perfectas. O al menos, en tu caso, a las normales. ¡No a una albina! Las personas como Alexander, que nacieron con la cuchara de plata metida en donde no les daba el sol, se creían con el derecho de despreciar a la gente a su antojo. Y en mi caso particular, jamás cruzamos palabra por esa razón. Para Alexander Westwood yo no era más que una cucaracha. Por eso, no entendía por qué alguien como él, aceptaría un matrimonio por conveniencia con una cucaracha albina como yo. O al menos, así me han llamado algunos. —Padre… No puedo casarme, yo no lo amo —dije en un hilo de voz, escuchando los latidos desbocados de mi corazón. Mi progenitor agrandó los ojos y su gesto de sorpresa fue digno de una fotografía. —¿Te falta materia gris en el cerebro? —Usó su dedo índice para tocar bruscamente mi frente, como si de esa forma me pudiera introducir sus palabras en la cabeza—. Estás a punto de convertirte en miembro de una de las familias más influyentes del país y tú me sales a hablar de amor. ¿Sabes en la posición en la qué nos encontramos? Pertenecemos a la clase alta, pero apenas. ¡Estamos en lo más bajo de la jerarquía y por fin tenemos la oportunidad de subir gracias a que un Westwood aceptó el contrato de matrimonio! ¡Tú y tu aspecto fantasmagórico jamás podrán conseguir algo mejor! Sus palabras solo aumentaban el odio que sentía por mi aspecto. No me gustaba tener el cabello, las cejas y las pestañas blancas, ni los ojos entre lilas y violetas. Yo quería ser normal, como las demás mujeres. Pero nací con la misma condición que mi madre. Tomó mi brazo, tirando con fuerza, al punto de sentir que me sacaría el hombro de lugar. Me hizo avanzar por la mansión sin contemplaciones, con los empleados observando mi humillación sin inmutarse. Ya estaban acostumbrados. Mi madre se encontraba en la puerta del ala de servicio, con su ropa sucia llena de polvo, observándome con un gesto de tristeza. Ella no podía hacer nada por mí. A pesar de ser la señora de esta mansión, no era tratada mejor que una sirvienta. Y algo me decía, que ese era el futuro que me esperaba a mí al lado de Alexander Westwood. Reprimí las lágrimas que amenazaban con salir, enfrentándome a mi realidad. De un tirón de pelo, logró sacarme por la puerta principal, hasta encerrarme en la parte de atrás del carro. Él se introdujo en el asiento del conductor, pisando el acelerador como si no hubiera un mañana. Miré por la ventanilla como se alejaba la prisión donde crecí, para ser reemplazada por una nueva. Durante el trayecto, mi padre no dejó de insultarme, de menospreciarme. Yo solo podía ver por la ventanilla, observando como todo se movía tan rápido, pero yo parecía haberme quedado estancada. De pronto, pasamos frente al muelle. Se supone que yo debería estar en ese muelle, en una de esas embarcaciones, huyendo de este país de la mano de Marcos. Pero todos mis planes se habían derrumbado con su ausencia. Y como si el universo me estuviera hablando, el auto se detuvo en una luz roja. Un impulso viajó por mi columna vertebral, causando un intenso cosquilleo en mis extremidades. Sin tener control sobre mi cuerpo, salí del coche. No me detuve a pensar en lo que estaba haciendo, ni en las consecuencias de mis acciones. Corrí entre los vehículos, con los gritos de mi padre siendo opacados por la brisa. No me importaba nada en estos momentos, solo quería mi libertad. Los pulmones me ardían, el corazón me latía con una fuerza abrasadora y los pies me dolían, pero no me detuve hasta que estuve en el muelle, con el olor del agua salada invadiendo mis fosas nasales. Mis ojos fueron a la muchedumbre, buscando, diferenciando rostros, hasta que me encontré con su cabellera rubia como si fuera un milagro. —¡Marcos! —grité con fuerza, sintiendo la esperanza en el fondo de la garganta. Sus ojos marrones se encontraron con los míos. Una sonrisa de dibujó en mis labios, pero él no me la devolvió. Esperaba ver felicidad en su rostro, sin embargo, fui recibida por una frialdad que jamás había visto en mi vida. Me barrió con sus ojos antes de terminar de embarcar, fingiendo que no me había visto, que era tan insignificante para él que no merecía sus palabras. El labio inferior me tembló y sentí el impulso de gritarle a pesar de que ya no estaba a la vista, pero mis pensamientos fueron dispersos al sentir mi cuero cabelludo siendo jalado hacía atrás con tanta fuerza, que caí de culo al piso. Agrandé los ojos al ver a mi padre frente a mí, con aquella expresión mortal. Mi primer pensamiento fue disculparme, implorar, pero no pude hacer nada de lo planeado, porque su mano no dudó en impactar contra mi mejilla ya lastimada. —¡Maldita ingrata! —gruñó desde su posición—. No permitiré que arruines este día. Será mejor que te cases con ese hombre el día de hoy, porque si no es así, te juro que lamentarás regresar a mi mansión. ¿Qué decides? La amenaza cayó sobre mí como un balde de agua. Sabía de lo que era capaz de hacer mi padre cuando estaba molesto. Él no media su furia, sus golpes. Por un instante, preferí convertirme en la esposa de Alexander Westwood antes de continuar siendo el saco de boxeo de mi padre. —Está bien… Me casaré.