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Capítulo 7: Video problemático

••Narra Alexander••

Me enterré en una montaña  de papeles, esperando que los datos de inversiones y gastos, lograran apartar mis pensamientos sobre Kiara. En una noche había logrado cabrearme de una manera descomunal.

Primero con la aparición de ese imbécil en el evento, después su rechazo en el ascensor, su aparición en el club y la discusión en la mansión. Había obtenido más reacción de Kiara en una noche que en los tres años que llevábamos juntos.

Por un segundo, la tensión en mis hombros desapareció al recordar como frunció el ceño y me respondió con su pequeña boca. “Fui porque tú estabas ahí”.

Jamás pensé que ese día llegaría. Y por más que haya exigido su obediencia desde el principio de la relación, que se haya atrevido a responderme, me pareció tan excitante que mi polla no dudó en reaccionar al instante. Y cuando la tuve tan cerca, a punto de tomar su mejilla para dejarme consumir por el deseo, se apartó. No por rechazo, sino por miedo. Actuó como si yo fuera a golpearla, como si fuera un monstruo.

Pero yo sabía que no era por mí. Era por su crianza, por el imbécil de Federico Banks. La había dejado marcada y no me refería exactamente a los moretones. Pero eso ya era el pasado, porque no la volvería a tocar. No mientras viviera bajo mi techo, lejos de ese monstruo al cual lo dejaba visitarlo muy pocas veces al año.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por mi asistente, quién entró como un torbellino en mi oficina.

Arrugué la frente ante su osadía.

—¿Por qué carajos no tocas antes de entrar? —Dejé los papeles sobre el escritorio, dirigiéndole una mirada de pocos amigos.

La pelirroja tenía los ojos agrandados, pero no por mi arrebato, lo cuál era raro. Normalmente yo era el núcleo de terror de mis empleados.

—Señor Westwood, una disculpa, pero tiene que ver esto —habló con rapidez, caminando en mi dirección con una tablet en las manos—. Es sobre su esposa, hay un vídeo circulando en internet.

¿Mi esposa? ¿De Kiara? ¿De lo ocurrido en el club?

No necesitó decir más, le arrebaté la tablet. Frente a mis ojos, se reprodujo un vídeo de mi mujer caminando por un pasillo de lo que parecía ser un hotel. Tocó la puerta y una maldita mano masculina hizo aparición, invitándola a pasar y ella lo hizo. La puerta se cerró y el vídeo terminó.

Arrojé la tablet contra el suelo, partiéndola. Sentí como la rabia dominaba mi cuerpo al punto de cegarme. No se veía el rostro del desgraciado, pero yo sabía que era Marcos.

—¡Sal! —Le grité a la mujer, sintiendo el impulso asesino que corroía mis huesos.

Golpeé el escritorio varias veces, volcando el contenido en el suelo. La mujer salió corriendo de la oficina.

¡Mataría a ese infeliz! ¡Me encargaría de matarlo! Y Kiara… Kiara era mía. Nadie más podía tocarla, ni siquiera verla. No permitiría que se siguiera burlando de mí en mi propia cara, frente a todos. Ya no habría más indulgencias.

Marqué el número de Roberto, uno de los guardias de la mansión. Contestó al primer timbrazo, pero no le permití decir nada.

—¿Por qué carajos dejaron salir a mi esposa de la mansión? —grité—. Será mejor que tengan una buena explicación de lo que ocurrió o los despediré a todos.

Colgué sin dejarlos explicarse. De inmediato, me metí en la aplicación GPS en mi celular, donde había vinculado el celular de Kiara para saber dónde estaba en cada momento por si se le ocurría volver a escapar.

Iría a ese maldito hotel, lo mataría ahí mismo si era necesario y me llevaría a mi esposa a mi mansión, a mi habitación, ya no habría más pausas ni rechazos. La haría mía, completamente.

Entrecerré los ojos al ver su ubicación.

No estaba en un hotel, estaba en la mansión de su padre.

••Narra Kiara••

Cada vez que entraba a esta mansión, sentía como mis sentidos se agudizaban y mi cuerpo se ponía rígido. Solo venía a este lugar muy pocas veces y solo por mi madre.

Al entrar a la sala, me encontré a mi madre sentada en el sofá, sollozando, con sus manos cubriendo su rostro.

—¿Mamá? —Corrí hacía ella, arrodillándome en el suelo para poder ver mejor su rostro—. ¿Qué pasa?

Retiró sus manos de su rostro, sus ojos violetas se abrieron de par en par, horrorizados.

—¿Qué haces aquí? ¡Tienes que irte, deprisa! ¡Vete! —susurró, pero pude distinguir en su voz la urgencia—. ¡Sal de aquí, Kiara!

El vello del cuerpo se me erizó y supe enseguida que había caído en una trampa.

Me levanté rápidamente y giré sobre mis talones, pero ya era muy tarde. Mi padre estaba frente a mí, con una expresión que prometía sangre y violencia. Las palabras se me atascaron en la garganta.

La mano de mi padre impactó contra mi mejilla antes de que me diera cuenta. Su fuerza fue tanta, que caí en el piso, sintiendo mi mejilla arder.

—¡Eres una puta! —gritó, abalanzándose sobre mí—. ¿Cómo te atreves a acostarte con otro hombre?

Otra bofetada llegó a mi rostro mientras trataba de procesar sus palabras.

—¿De qué hablas? —Logré decir, sintiendo como el miedo se filtraba en mi voz—. Yo no me he acostado con nadie.

Él me miró con sus ojos endurecidos, como si cada palabra que salía de mi boca fuera veneno para sus oídos.

 Vi cómo su paciencia fue destruida ante mis ojos.

—¡Maldita mentirosa! ¡Yo lo vi, todos lo vieron! ¡Eres una vergüenza para la familia! —El golpe llegó nuevamente, pero esta vez, con el puño cerrado.

Mi cabeza se giró a un lado con tanta fuerza, que mi visión se tornó borrosa. El dolor se expandió al costado de mi rostro y me terminé de derrumbar.

Todo me dio vueltas mientras mi progenitor continuaba insultándome. Antes podía resistir esta clase de golpes sin pestañear, pero desde que comencé a vivir con Alexander, esa resistencia se esfumó. Fueron tres años donde no recibí ni siquiera un empujón.

Y por un segundo, deseé estar allá, en aquella mansión donde a pesar de la sensación de desprecio, me sentía segura.

—Federico, por favor, déjala —suplicó mi madre—. Es tu…

Sus palabras fueron interrumpidas por el sonido de un golpe y un quejido de ella.

Eso me trajo de vuelta a la realidad. Mi visión antes desenfocada, logró enfocar a mi madre en el suelo y a mi padre de pie, junto a ella.

Con dificultad, sintiendo mi mejilla entumecida y mi cabeza dando vueltas, logré ponerme de pie.

—Yo no hice nada —dije, sintiendo mi mandíbula pesada.

Federico ladeó la cabeza y me tomó de la nuca, tirando de mi cabello con fuerza, obligándome a verlo.

—Si Alexander se divorcia de ti, te puedo asegurar que haré de tu vida un infierno —Sus ojos jamás abandonaron los míos—. En estos momentos, después de lo que hiciste, tu lugar en esa familia pende de un hilo. Así que tienes que asegurarte de permanecer casada con él.

Fruncí el ceño, sin entender de lo que estaba hablando.

—¿A qué te refieres?

—Debes darle un heredero —sentenció—. Debes quedar embarazada y llevar a un Westwood en tu vientre.

Agrandé los ojos.

¿Tener un bebé… Con Alexander?

Eso era imposible, él ni siquiera me quería cerca, me odiaba.

—¿Qué…? No, yo no… —Mis palabras fueron interrumpidas por una nueva bofetada, esta vez, del otro lado.

Un débil quejido abandonó mis labios y ya no estaba segura si mi vista estaba nublada por las lágrimas o los golpes. Caí sobre el mueble, sintiendo como todo mi cuerpo se sacudía. Vi como su puño se levantaba nuevamente, pero esta vez conseguí cubrirme con mis brazos, quienes recibieron el doloroso impacto.

Sollocé, sabiendo que esto apenas era el principio, que no se detendría hasta verme inconsciente.

—No, por favor… —Jadeé, sintiendo que ya no podía respirar, inhalaba una y otra vez, pero el aire no entraba a mis pulmones. No quería esto, no después de tres años donde mi cuerpo fue respetado, no después de acostumbrarme a la falta de dolor y moretones en mi cuerpo. No quería estar aquí. Quería volver a la mansión de Alexander—… Alexander —supliqué en un hilo de voz, recordando como me defendió en el club.

Pero él no estaba aquí, yo estaba sola a merced de mi progenitor, obligándome a resistir sus palizas, tal y como lo había hecho durante veintiún años, antes de casarme.

Vi como mi padre levantaba su puño nuevamente y cerré los ojos, aceptando mi destino.

—Si te atreves a tocarla, te mato —dijo una voz grave que llenó la habitación.

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