Mundo ficciónIniciar sesiónAlexander Blackwood es el CEO de Bancos más frío de Miami. Dos años después de la trágica muerte de su esposa, Isabella, en un accidente automovilístico en South Beach, Alex sigue gobernado por el duelo y la culpa. Su bufete, líder en fusiones bancarias, lo obliga a buscar ayuda: su obsesión por el control está destrozando acuerdos multimillonarios. Si no mejora en tres meses, perderá todo. Necesita una solución, no un ángel. Esa solución llega en la forma de Camila Ríos, la psicóloga especializada en Trauma EMDR contratada para reanimar al hombre que no puede permitirse sentir. Ella es la única que ve a través de la fachada de poder de Alex, y él, a cambio, ve en su profesionalismo una resistencia que lo reta a desear. Cuando la terapia se vuelve demasiado íntima hay un problema. Un toque prohibido, una confesión en medio de la noche, desata una pasión cruda y necesaria. Camila se convierte en el único escape del CEO, y Alex, acostumbrado a dominar el mercado, está decidido a poseer el único control que se le resiste: el cuerpo y el alma de su doctora. En el lujo de Miami, ¿puede el fuego de la transgresión ser la única cura para un corazón roto, o los llevará a la ruina a ambos?
Leer másAlexander Blackwood, CEO y socio mayoritario de Blackwood & Associates, el bufete de banca de inversión más temido al sur de Manhattan, no tenía la costumbre de fracasar. Y mucho menos de sudar.
Eran las diez de la mañana, y el aire acondicionado en la sala de juntas del piso 48 de Brickell Avenue, en Miami, estaba programado a una temperatura casi ártica, suficiente para congelar el acero del apremiante skyline que se asomaba por los ventanales blindados. Sin embargo, un sudor frío perlaba la sien de Alex. No era por la temperatura ni por el esfuerzo de hablar; era por el maldito reloj que marcaba la cuenta atrás.
—…Y como pueden ver en el anexo 3.B —dijo Julian Reed, el Director Financiero, un hombre delgado con un bronceado permanente y una pulcritud ofensiva—, el spread de riesgo de adquisición para Apollo Bank ha caído un 1.2% más de lo proyectado. La ventana para cerrar la fusión con Sterling Capital se está cerrando, Alex. Necesitamos tu firma en la hoja de términos revisada antes de la medianoche.
Alex no escuchaba el spread ni la fusión. Su mirada estaba fija en el reflejo de la mesa de caoba pulida. En ese reflejo, bajo la luz fría de las lámparas LED, no veía a Julian ni a los otros seis socios de la junta. Veía el destello de unas luces rojas intermitentes y el brillo metálico de un guardarraíl destrozado.
Dos años. Dos años exactos desde que Isabella murió en ese maldito Maserati, en un accidente de alta velocidad en South Beach. Y el recuerdo no se había atenuado; se había calcificado, transformándose en una capa de hielo sobre su corazón que ahora se estaba resquebrajando.
—Alex, ¿estás con nosotros? —La voz de Elizabeth Vance, la única mujer socia y la mano derecha de Alex, era un látigo de seda.
Alex parpadeó, volviendo a la realidad. Los siete pares de ojos en la mesa eran de depredadores, de hombres y mujeres cuya lealtad se medía en dividendos. Eran leales al éxito de Blackwood, no a su persona.
—Estoy aquí —su voz salió rasposa, una grava que apenas recordaba la resonancia de su habitual tono de mando—. El anexo 3.B es irrelevante. Si hubieran seguido mi directriz inicial sobre el swap de capital, no estaríamos discutiendo esto.
Julian resopló, abriendo los brazos en un gesto de exasperación calculado. —Tu directriz inicial, Alex, implicaba un riesgo de $400 millones que el comité no estaba dispuesto a asumir. La fusión ya ha consumido recursos. Necesitas enfocarte. Esto no es un...
—¡No me hable de enfoque! —El grito fue seco, lacerante. Alex golpeó la mesa con el puño cerrado. El silencio fue absoluto, solo roto por el sonido de una pluma rodando sobre la madera—. Yo construí este bufete desde cero. Y no necesito que un banquero de segunda me dicte cómo...
Julian, visiblemente ofendido, recogió sus papeles. —Este no es el Alex Blackwood que puso a este bufete en la lista A, señor. Es el tercer estallido emocional que presenciamos en un mes. La inestabilidad emocional es un riesgo que el acuerdo con Sterling Capital no puede permitirse.
La palabra inestabilidad resonó como un disparo. Alex se levantó de golpe, la silla raspó el piso de mármol. El aire en la sala se sentía pesado, opresivo. Era como si las paredes de vidrio se cerraran sobre él, asfixiándolo.
«No... Isabella… el teléfono… no podía oírte…»
La imagen del salpicadero, la llamada en espera en su iPhone, el último mensaje que ignoró... todo regresó con una fuerza física. Su visión se nubló. Buscó el borde de la mesa para estabilizarse, pero sus manos temblaron tanto que apenas sintió la madera.
Elizabeth Vance se levantó rápidamente, pero sin acercarse, manteniendo una distancia estratégica. Había compasión en sus ojos, pero sobre todo, miedo. Miedo por el imperio.
—Alex, siéntate. Respira —ordenó Vance, y esa orden, ese tono de voz maternal, fue lo que lo hizo explotar de nuevo.
—¡Yo no necesito que nadie me diga qué hacer! —rugió, y en un acto de rabia irracional, tomó un pesado pisapapeles de cristal y lo arrojó contra el ventanal más cercano.
El vidrio no se rompió, por supuesto. Era blindado. Pero el thud sordo fue la manifestación física de su colapso.
Diez minutos después, la sala de juntas estaba vacía, excepto por Alex y Elizabeth Vance. Alex estaba sentado, las manos en la cabeza, el sudor empapando su camisa de diseñador.
—Lo siento —murmuró, su voz apenas un hilo.
Vance se sentó frente a él, deslizando una carpeta de cuero negro por la mesa. Sus ojos eran fríos y profesionales. No había una pizca de amistad ahora.
—Tu disculpa no detiene la hemorragia de clientes ni la desconfianza que has sembrado, Alex. Hemos perdido dos inversores clave esta semana. Y Julian ha convocado una votación de emergencia.
Alex levantó la cabeza. —¿Una votación? ¿Para qué?
—Para ejecutar la cláusula de incapacidad ejecutiva por salud mental. Si no puedes desempeñarte con la estabilidad requerida, la junta puede destituirte temporalmente y nombrar a Julian como CEO interino. —Vance hizo una pausa dramática—. El voto se realizará en una semana.
El pánico se apoderó de Alex, barriendo la rabia. Perder Blackwood & Associates era perder el único ancla que le quedaba, la única cosa que lo hacía sentir que la muerte de Isabella había valido la pena (el trabajo por el que la había descuidado).
—No pueden hacerme esto. Yo soy el bufete.
—La junta te ofrece una salida —dijo Vance, abriendo la carpeta. Dentro había un documento con un logo discreto y elegante: una firma de psicología clínica con sede en Key Biscayne—. Es un ultimátum, Alex. Tienes noventa días para demostrar una mejoría significativa. Y esa mejoría tiene un nombre: Dra. Camila Ríos.
Alex entrecerró los ojos ante el nombre. Camila Ríos.
—¿Una psicóloga? No soy un niño caprichoso, Elizabeth. Soy un CEO con estrés laboral.
—Tanto Julian como yo hemos hablado con ella. Es la mejor en Trauma y Duelo Complicado en el sureste de Estados Unidos. Su especialidad es la Terapia EMDR. Es discreta, costosa y, lo más importante, no se deja intimidar. Es una experta en reorientar la mente después de un trauma severo.
Vance señaló un punto del contrato.
—El acuerdo estipula: tres meses de terapia intensiva a puerta cerrada en tu penthouse. Ella tiene acceso total a ti, a tu agenda y a tus informes, para que pueda monitorear tu estabilidad. Si la Dra. Ríos informa a la junta de una mejoría notoria, el voto se suspende y mantienes el control de la fusión. Si ella renuncia o informa de inestabilidad, la votación se ejecuta inmediatamente.
Alex sintió un escalofrío. Lo estaban obligando a someterse al control de una desconocida, una mujer que entraría a su refugio y hurgaría en el recuerdo de Isabella. Lo estaban chantajeando.
—Están comprando mi salud mental, Elizabeth.
—Estamos comprando la estabilidad de la compañía, Alex. Y si tienes que pasar por esto para no perder tu trono, lo harás. Además —añadió Vance, con un destello de perspicacia—, he oído que la Dra. Ríos es bastante... distractora.
Alex se rió, una risa seca y sin humor. —¿Me estás sugiriendo que me acueste con mi psicóloga?
—Te estoy sugiriendo que uses cualquier herramienta a tu disposición para estabilizar tu mente y cerrar el puto acuerdo, Blackwood. Necesitas una solución. Necesitas un ancla. Y si esa ancla tiene un título de doctora y te distrae de la muerte de Isabella, no es mi problema.
Dos horas después, Alex estaba solo en su penthouse en el edificio más exclusivo de Brickell. El espacio era una oda al minimalismo frío y al dinero: mármol de Carrara, vistas infinitas al Atlántico, arte abstracto que valía fortunas. Era un mausoleo a la perfección.
Caminó hasta el bar de titanio, se sirvió un whisky de 25 años y se lo bebió de un trago. El fuego en su garganta fue el único calor que sintió.
El recuerdo del accidente era un bucle implacable en su cabeza. Estaba al teléfono, en medio de una discusión estúpida sobre un apéndice legal, exigiendo a Isabella que leyera un documento mientras conducía. Su última palabra no fue de amor, sino un frío "Tengo que irme, Alex, me estás asfixiando", seguido de un sonido gutural de metal y cristal.
Él no había podido salvarla. Y no había podido salvarse a sí mismo de la culpa.
Sacó el contrato de la carpeta de cuero y lo volvió a leer.
Dra. Camila Ríos.
El nombre parecía pequeño en el papel, pero en ese momento representaba la mayor amenaza a su control desde la muerte de su esposa.
Se acercó a la pared de vidrio, mirando su reflejo. El traje de $10,000, el rostro cincelado, los ojos grises y cortantes. Se veía impecable, el epítome del poder. Pero era una mentira. Estaba roto, y en tres meses, una mujer llamada Camila Ríos tendría el poder de exponer esa fragilidad al mundo. O, peor aún, de usarla.
La puerta de su apartamento sonó.
Alex no esperaba a nadie. Miró la hora: las 12:00 P. M. Era demasiado pronto para Vance y demasiado tarde para Julian.
Fue a abrir, con el control recuperado, el CEO volviendo a tomar la máscara.
Al otro lado, en el pasillo iluminado, estaba ella.
No era alta, pero su postura era de una firmeza absoluta. Llevaba un vestido de lana ligero de color camel, profesional, pero que se ajustaba a las curvas justas para ser consciente de su feminidad. Su cabello oscuro caía en ondas brillantes sobre sus hombros, y sus ojos, de un marrón profundo y cálido, no parpadearon bajo la mirada fría y evaluadora de Alex. No había miedo en ellos, solo una paciencia profesional, casi desafiante. No era una modelo de Miami ni una secretaria intimidada. Era una mujer de negocios, igual que él, aunque su negocio fuera la mente.
Llevaba un portafolio de cuero bajo el brazo y una mirada que decía: Sé quién eres, y no me importa tu dinero.
—Alexander Blackwood, asumo —dijo ella, con una voz baja, rica y con un acento suavemente melodioso, quizás colombiano o venezolano, que no pudo identificar.
—Dra. Ríos —replicó Alex, con su tono de CEO más glacial—. Es la hora del almuerzo. Nuestra cita es mañana.
Camila Ríos se permitió una sonrisa mínima, profesional, pero que hizo que la línea entre sus labios perfectamente dibujados se curvara con autoridad.
—La terapia EMDR para trauma severo es intensiva, señor Blackwood. Y según mi contrato, debo comenzar a evaluar su ambiente de estrés de inmediato. Especialmente después de que casi rompe una ventana de $50,000.
Alex se quedó inmóvil. Elizabeth Vance le había informado sobre el incidente. Camila no. Eso significaba que ya había hablado con la junta y tenía acceso a los informes. En menos de dos horas, había penetrado su barrera.
—No tengo tiempo para esto ahora.
—Usted no tiene otra opción, señor Blackwood —dijo ella con calma, dando un paso adelante. No pidió permiso, simplemente lo obligó a dar un paso atrás, invadiendo sutilmente su espacio. Su perfume era limpio, cítrico, no pesado ni floral, totalmente inesperado—. Sus 90 días empiezan ahora. Y usted va a sentarse en ese sofá y me va a hablar de Isabella.
Alex la miró con una mezcla de furia y una extraña, muy extraña, punzada de curiosidad. Su cuerpo reaccionó a su proximidad con una electricidad que no sentía desde hacía años. Esta mujer era el único control que no podía comprar ni dominar.
Ella entró al apartamento, dejando un rastro de orden y calma detrás de sí. Alex cerró la puerta de un golpe, sellando el contrato.
Él necesitaba una solución. Ella era la única que lo pondría de rodillas.
El descenso sobre el Aeropuerto de Ginebra fue un espectáculo de contrastes. Bajo el jet privado de Julian, las luces de la ciudad comenzaban a mezclarse con el primer tono azulado del alba, reflejándose en las aguas gélidas del lago Lemán. El aire, al abrirse la compuerta del avión, era afilado y puro, impregnado con el aroma de la nieve fresca de los Alpes que rodeaban el valle como centinelas silenciosos.Alexander Blackwood fue el primero en bajar la escalinata, extendiendo su mano para ayudar a Camila. El cansancio de los últimos días parecía haberse evaporado, reemplazado por una lucidez casi eléctrica. Antes de que pudieran subir a los vehículos que los esperaban en la pista, Alexander tomó suavemente el brazo de Camila y la condujo unos metros hacia una zona más privada, lejos del ruido de los motores y de la mirada cansada de Julian.—Camila, espera un segundo —dijo él, su voz era un susurro cálido en medio del frío suizo.Ella se detuvo, mirándolo a los ojos. En el iris de A
El silencio en la oficina del hangar era tan denso que se podía sentir en la piel. Camila Ríos, la mujer que durante años había cargado con el peso de los demás sobre sus hombros, estaba ahora frente al hombre que pretendía desmantelar la vida de su marido. Julian Reed mantenía una sonrisa gélida, la arrogancia de quien se cree dueño del tablero. Pero cuando Camila habló, esa sonrisa comenzó a vacilar.—Acepto —dijo ella, con una calma que heló la sangre de los presentes—. Pero no bajo tus términos, Julian. Bajo los míos.Alexander, que se encontraba un paso detrás de ella, sintió un vuelco en el estómago. Intentó hablar, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. La decisión de Camila era un sacrificio que él nunca le habría pedido, un acto de entrega que desafiaba toda lógica empresarial.Julian entornó los ojos, recuperando su postura. —¿Tus términos? Escucho, Camila. Aunque el tiempo de Elisa se agota.—Primero —sentenció Camila, señalando los documentos sobre la m
Camila Ríos siempre supo que su destino estaba ligado al alivio del dolor ajeno, incluso antes de saber que existía una profesión para ello. En los recuerdos más borrosos de su infancia en aquel pequeño pueblo de casas blancas, no se veía a sí misma jugando con muñecas, sino vendando las patas heridas de los perros callejeros o sentada en silencio junto a la cama de su abuela, sosteniendo una mano rugosa mientras la fiebre subía.—Eres un ángel, Cami —le decía su madre, cansada tras una jornada de doble turno—. Siempre pendiente de lo que le falta al resto.Pero ser un ángel tenía un costo invisible. A los ocho años, mientras otros niños lloraban por un dulce caído, Camila guardaba sus propios miedos en una caja cerrada bajo llave en su pecho para no preocupar a nadie. Ella era el pilar, la niña que no se quejaba, la que servía el té antes de que se lo pidieran. Aprendió temprano que su valor estaba en cuánto podía dar, y que el mundo solía tomar todo lo que ella ofrecía sin preguntar
El aire en el hangar privado de Miami estaba viciado por el olor a combustible y la humedad del Atlántico. Alexander Blackwood esperaba junto a Camila, con los puños tan apretados que sus nudillos habían perdido todo rastro de color. Cuando la silueta de Julian Reed apareció entre los focos de la pista, la atmósfera se volvió irrespirable.No hubo palabras de cortesía. Alexander se lanzó hacia adelante con la velocidad de un depredador, agarrando a Julian por la solapa de su abrigo de diseño. Julian, lejos de amedrentarse, lo empujó de vuelta, y por un segundo, el caos físico pareció inevitable. Los escoltas amagaron con desenfundar, pero antes de que el primer golpe conectara, Camila se interpuso entre ambos.—¡Basta! —gritó ella, poniendo sus manos sobre el pecho de Alexander, sintiendo los latidos desbocados de su corazón—. No estamos aquí para convertir esto en una carnicería. Alexander, mírame. Si se matan aquí, nadie gana nada. Julian, un paso atrás ahora mismo.La firmeza en la
El silencio que siguió al corte de la llamada de Julian fue total. Alexander soltó el teléfono sobre el escritorio de mármol; el golpe seco resonó en la suite, marcando el final de la negociación a distancia. La luz azul de los monitores de Leo perfilaba el rostro de Alexander, exponiendo la tensión acumulada en sus hombros y la mirada fija en el vacío.—¿Escuchaste eso? —preguntó Alexander con la voz baja—. Me ha pedido que te entregue a cambio de la empresa. No es solo un traidor; está tratando a las personas como moneda de cambio.Camila seguía de pie frente al ventanal, observando las luces de Miami. El dilema no era una idea abstracta; era una presión real que le dificultaba respirar profundamente. Por un lado, Alexander estaba a punto de perder el control de todo lo que había construido. Por otro, la vida de una mujer que no conocía, Elisa Reed, dependía de su decisión.—Lo escuché, Alexander —respondió ella sin girarse—. Julian ha dejado de fingir. Ya no se trata de activos fin
La mañana en Miami Beach amaneció con un sol traicionero, demasiado brillante para la oscuridad que sentían. La sala de control temporal, una suite de lujo transformada en cuartel general, olía a café frío y a miedo. Habían trabajado toda la noche, desentrañando las capas de código y las transacciones de Julian, pero la verdadera bomba había caído justo antes del amanecer, cortesía de un contacto de Leo que había accedido a los registros médicos cifrados en Ginebra.Elisa Reed: Esposa, enferma terminal, y el secreto más oscuro de Julian.Alexander se paseaba frente al ventanal que daba al Atlántico. El mar, habitualmente una fuente de calma, ahora se sentía como una extensión de la vasta e incontrolable mente de Julian. La noticia de Elisa no era solo un dato; era el engranaje faltante que hacía que toda la maquinaria del caos funcionara.—¿Quién es Elisa? —Alexander finalmente rompió el silencio, su voz áspera por la fatiga—. ¿Por qué la escondió? ¿Por qué nunca la mencionó? No en nu
Último capítulo