Mundo ficciónIniciar sesiónA las 8:00 A. M., la sala de estar de Alexander Blackwood había recuperado su orden profesional, pero la atmósfera estaba marcada por la caótica intimidad de la noche anterior. El sillón gris y el puf de Camila parecían dos islas flotando en un mar de silencio cargado.
Camila se sentó, con el portafolio sobre las rodillas. Alex estaba de nuevo en su armadura: traje de tres piezas perfectamente ajustado, camisa blanca impoluta. Pero el cabello estaba ligeramente revuelto, y había una intensidad silenciosa en su mirada que no era rabia, sino anticipación.
Camila inició la sesión sin preámbulos.
—Su SUD es de nueve, Alex.
—No lo niego. La cena fue productiva.
—Fue una violación de límites —replicó Camila, su voz fría—. Y un intento de transferencia erótica que usted camufló con la necesidad de control.
—Usted me preguntó qué estaba dispuesto a sacrificar para no caer en el caos.
—Sí. Y esa pregunta no era un permiso para...
—Para besarla —terminó Alex, con una calma que la desarmó—. Lo sé. Y mi respuesta es: lo que sea necesario.
Camila tomó notas, su mano firme. Era la primera vez que él verbalizaba el deseo con tanta claridad, sin disfrazarlo de necesidad terapéutica o de control.
—Ayer me dijo que el placer conmigo es prohibido, y que esa prohibición es lo que lo ancla.
—Es correcto.
—Entonces, ¿cuál es el premio digno de su sacrificio, Alex?
Alex se inclinó hacia adelante, la luz del sol atrapada en sus ojos grises.
—Quiero que me hable de la Escala Kinsey. Hoy.
—La Escala Kinsey es una herramienta para medir la orientación sexual. ¿Por qué le interesa tanto?
—Porque me va a obligar a hablar de placer en lugar de culpa. Y el placer es la única cosa que me aterra más que la muerte de Isabella.
Camila cerró su libreta. Era una estrategia brillante. Él estaba utilizando la herramienta que ella había escrito en sus notas como un Caballo de Troya para forzar un diálogo que era intrínsecamente erótico, saliendo del marco del trauma.
—Bien —aceptó Camila, una rendición profesional que era una declaración de guerra—. Hablemos de su necesidad de control sexual.
—Usted lo llamó dominación erótica en el matrimonio A. B.
—¿Era la dominación una necesidad para alcanzar el placer, Alex?
Alex dudó, sus ojos fijos en la mesita auxiliar, donde su mente dibujaba el recuerdo.
—Sí. La sumisión de Isabella, su... su pasividad, era el lienzo sobre el que yo pintaba mi orden. Su control era una extensión de mi control sobre el mercado.
—¿Y qué pasa con su propia sumisión? —preguntó Camila, acercándose al borde de su asiento—. ¿Qué tan cómodo se sentiría, en una escala del cero al seis de Kinsey, si usted fuese el que obedeciera a su pareja?
Alex se rió, una risa áspera.
—Cero, Doctora Ríos. No obedezco a nadie. Obedecer es abdicar.
—Abdicar del control —corrigió Camila—. Pero abdicar del control es lo que necesita para sanar el trauma de la culpa. El trauma se disuelve cuando usted renuncia al control de la narrativa.
—¿Y usted me está pidiendo que me someta a una mujer para sanar?
—Le estoy pidiendo que se someta al proceso. Y ya que estamos en el tema de la sumisión y la obediencia...
Camila sonrió por primera vez, una sonrisa fría y clínica que desdibujaba la línea entre la terapeuta y la rival.
—Su chef está despedido, Alex. La cena de esta noche la cocinará usted. Y yo la comeré. Usted está al servicio de la terapia, no la terapia al servicio de su ego.
Alex se quedó en silencio, midiendo el golpe.
—¿Eso es una orden, Doctora Ríos?
—Sí. Es una orden. Y es su primer acto de sacrificio. Ahora, vamos a la sanación.
Camila reintrodujo el EMDR, forzando a Alex a procesar el recuerdo de la mano de Isabella junto con la nueva creencia positiva: "Yo no fui el responsable de su elección. Mi control no es destructivo."
El proceso fue agotador. Alex terminó la sesión pálido, pero con una claridad dolorosa. El peso de la culpa había cedido un poco, reemplazado por la tensión del deseo incumplido.
A las 8:00 P. M., la cocina volvió a ser el campo de batalla. Alex, sin su chef ni su traje, llevaba una camiseta de lino que hacía más obvia la tensión de sus músculos. Había preparado sushi casero, un plato que requería una precisión maniática.
—El arroz está perfectamente condimentado —murmuró Camila, observando cómo Alex cortaba el atún con la precisión de un cirujano.
—La obediencia me frustra, pero la mediocridad me irrita aún más. Si voy a cocinar, lo haré de manera impecable.
—Es un control transferido. Usted controla el arroz para no controlar la situación.
—Usted controla la situación, Doctora. Y lo hace con la misma precisión. Es una cosa que respeto.
Sirvieron el sushi en la isla de mármol. El ambiente era aún más íntimo que la noche anterior. La cercanía de Alex, su concentración en la comida, era una nueva forma de vulnerabilidad.
—Hablemos de su sacrificio —dijo Camila, tomando un trozo con los palillos. —Mi chef era mi escudo. Cocinar para usted es una forma de exposición. ¿Es ese el sacrificio que quiere?
—Es el inicio. El sacrificio que yo quiero es el de su máscara.
Alex levantó la mirada. —¿Mi máscara de CEO?
—No. Su máscara de hombre que no necesita a nadie. El hombre que se niega a admitir que la conexión humana es su única vía de escape.
Alex dejó sus palillos. —Yo no necesito conexión. Necesito orden.
—La orden falló con Isabella. La conexión es lo único que le queda. Y usted me ha enviado un mensaje de texto diciéndome que acepta el sacrificio si el premio es digno.
Camila lo miró directamente.
—Mi premio no es mi cuerpo, Alex. Mi premio es que usted le envíe un correo electrónico a Julian Reed mañana por la mañana y le diga que el swap de capital se retrasa setenta y dos horas.
El silencio fue ensordecedor. Retrasar el swap era un riesgo de cientos de millones. Era una abdicación total del control en el momento más crítico.
—Eso es una locura. Eso es sabotear mi empresa.
—No. Es demostrar que su sanación tiene prioridad sobre su miedo a fracasar. Es su sacrificio final para probar que está dispuesto a soltar la culpa.
—Si hago eso, Julian Reed vendrá aquí y me matará.
—No. Vendrá aquí a negociar. Y usted estará aquí, con su terapeuta, aprendiendo a gestionar la crisis sin su máscara.
Alex tomó un trozo de sushi y se lo comió, masticando lentamente, como si estuviera sopesando su vida. Era una decisión que cambiaría el rumbo de su carrera y, potencialmente, el destino de su empresa.
—Si pierdo el bufete por esta... tontería terapéutica...
—Entonces habrá sacrificado la cosa que lo estaba matando en primer lugar —terminó Camila, sin vacilar.
Alex se rio, una risa sin alegría, pero con admiración.
—Usted es un demonio, Doctora Ríos.
—Usted me dijo eso ayer.
Alex se levantó de la isla y caminó hasta el ventanal, contemplando las luces de Miami. La ciudad, su imperio, parecía de repente un juguete frágil.
—Si yo hago esto, Doctora —dijo Alex, dándose la vuelta, su voz baja y cargada de una amenaza silenciosa—, usted tendrá que ser digna de mi sacrificio.
—Soy digna. Soy su terapeuta.
—No. Será digna cuando me diga qué más escribió en ese cuaderno sobre la dominación erótica.
Camila sintió que el aire se le escapaba. El juego de poder había llegado a su punto de inflexión.
—El cuaderno es privado.
—Y mi empresa es mi vida. Uno por uno, Doctora. Un sacrificio por una revelación. Yo sacrifico el swap de capital por una línea de sus reflexiones.
Alex se acercó a ella, sus ojos grises buscando una grieta en su armadura.
—Dígame, Camila. ¿Qué era lo que realmente quería saber de mí y de Isabella, cuando escribió sobre la Escala Kinsey?
Camila se levantó, el corazón latiéndole. Él no la había besado, pero la estaba obligando a una intimidad verbal que era aún más peligrosa. Su voz era apenas un susurro.
—Yo quería saber... si el patrón de control que la mató... era el mismo patrón de control que lo excitaba.
Alex se quedó inmóvil. La pregunta no era profesional. Era brutalmente personal.
—Entonces, mañana por la mañana —dijo Alex, con un tono triunfante y derrotado a la vez—. Sacrificio el swap de capital. Pero a cambio, Doctora Ríos, usted me contará todo lo que ha anotado sobre mí que no es terapéutico.







