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Capítulo 3 - Ritual Silencioso

A las 8:00 A. M. en punto, el zumbido del timbre resonó en el penthouse. Alexander Blackwood no estaba en el bar de titanio ni bebiendo whisky. Estaba sentado en el sillón de terciopelo gris, esperando. Llevaba una camiseta de lino negra y unos pantalones de deporte de cachemira, un uniforme de relajación forzada que, irónicamente, lo hacía sentir más vulnerable que un traje de tres piezas.

Camila Ríos entró sin prisa, cargando su portafolio y un bolso de mano, sin un solo pliegue en su blusa color crudo. Notó el cambio en la vestimenta de Alex y el sillón vacío en el bar. Una pequeña victoria.

—Buenos días, Sr. Blackwood. Veo que honró la hora.

—No tengo la costumbre de desperdiciar el tiempo de nadie, Dra. Ríos. Menos el mío.

—Una afirmación que discutiremos. El trauma es el desperdicio de tiempo más grande que existe, porque lo obliga a revivir el pasado.

Alex apretó los labios, decidiendo que odiaba la forma en que ella usaba la palabra "trauma" con tanta naturalidad.

Camila procedió a instalar su equipo: los auriculares, el metrónomo. Había traído consigo una manta de lana, de un profundo color azul medianoche, y la extendió con calma sobre el sillón a sus pies. Era suave, acogedora, y parecía fuera de lugar en el minimalismo glacial de Alex.

—La manta es para usted —dijo Camila, sin invitación—. El cuerpo, bajo el estrés de la reprocesamiento, baja su temperatura. Necesitamos mantenerlo estable.

Alex no la tocó, pero tampoco protestó.

—Mi ansiedad (SUD) esta mañana está en siete —declaró Alex, y el simple hecho de pronunciar un número sobre su dolor fue una humillación.

—Ayer terminamos en ocho. Un buen descenso. Recuerde nuestra Creencia Negativa: Soy responsable. Y el recuerdo objetivo: La llamada cortada, el sonido, el silencio. Hoy, vamos a trabajar en los afectos sensoriales. Quiero que se concentre en el momento inmediatamente posterior al corte de la llamada.

Alex cerró los ojos, no porque ella se lo hubiera ordenado, sino porque no quería que ella viera el infierno que se avecinaba.

Zumbido... pausa... zumbido...

El sonido alternante comenzó su asalto hipnótico. El recuerdo regresó, más vívido y aterrador que ayer. Ya no estaba en su penthouse; estaba en ese coche, en esa carretera, aunque en realidad estaba a miles de kilómetros.

—¿Qué siente? —La voz de Camila era un susurro en medio del zumbido.

—Rabia. Control perdido —siseó Alex.

—Vaya más allá de la rabia, Alex. ¿Qué sensación física tiene?

Alex sintió un escalofrío. En la visión de su mente, no solo vio el ventanal, vio la morgue. El frío del aire acondicionado, el olor metálico y limpio que intentaba cubrir la muerte.

—El olor —dijo con la voz ronca—. Huelo... combustible. Y... el perfume de Isabella. Una mezcla. No deberían ir juntos.

Zumbido... zumbido...

—Permita que ese olor lo inunde —ordenó Camila con una calma terrible—. ¿Dónde lo siente?

—Aquí. —Alex se tocó la nariz y la garganta—. Está pegado. Siempre está ahí. No importa cuánto beba, ni cuánto trabaje.

Camila tomó notas. Ella estaba empujando los límites de la tolerancia de Alex, buscando el punto de ruptura donde la emoción cruda pudiera emerger.

—¿Y qué está viendo? ¿Un detalle que haya olvidado?

En la oscuridad de sus párpados, Alex vio la mano de Isabella. Había estado en el funeral, por supuesto, pero la recordaba intacta en la foto que le mostraron, justo antes de que lo llevaran a identificarla. En ese recuerdo inducido, la mano estaba fría, con un anillo de compromiso que él le había comprado, ahora sucio.

Alex se quedó sin aliento. El aire le quemaba los pulmones. Se inclinó hacia adelante, sujetándose los muslos, intentando contener un temblor que le sacudía el pecho.

—Su mano. Estaba... helada. Y... yo no pude...

—No pudo ¿qué, Alex? —Camila presionó, su voz un ancla en el caos.

—No pude calentarla. —Las palabras se rompieron. Era la primera vez que admitía el fracaso físico más simple: no poder darle calor a la persona que amaba.

De repente, la ira desapareció, reemplazada por una pena tan profunda que se sintió como una rendición. Una lágrima solitaria, caliente y humillante, se deslizó por su mejilla.

El zumbido continuó un minuto más, la tortura rítmica que forzaba a su cerebro a procesar el momento más débil de su vida.

—Detente, por favor —rogó Alex, su voz ya no era la de un CEO, sino la de un niño herido.

Finalmente, el sonido se detuvo.

Camila esperó hasta que Alex se limpió la cara con el dorso de la mano y se reclinó, exhausto. La manta de lana parecía burlarse de él.

—Su angustia (SUD) ahora está en cuatro —anunció Camila, con un tono de victoria profesional—. La conexión entre el olor, el frío y su culpa ha sido debilitada. Hemos archivado parte del miedo.

Alex la miró con odio, pero era un odio vacío, sin fuerza. —¿Esto es lo que me costará mi bufete? ¿Llorar como un idiota?

—Le costará la mentira de que la rabia es más poderosa que el dolor. Y no, no es un idiota. Es un hombre lidiando con una herida que ha estado abierta por dos años.

Justo en ese momento de extrema vulnerabilidad, el teléfono privado de Alex, un modelo encriptado que no había sonado en toda la sesión, vibró rítmicamente sobre la barra. El identificador de llamadas mostraba Julian Reed.

Alex se levantó, su cuerpo todavía rígido, pero su mente ya comenzaba a volver a la armadura.

—Con permiso. Es la junta.

Camila no lo detuvo, pero su mirada de desaprobación era evidente. —El contrato prohíbe las interrupciones en sesión.

—El contrato con la junta me destituirá si no tomo esta llamada. Se trata del swap de capital.

Alex caminó hacia la barra, se puso la mano en la cadera e intentó sonar firme al contestar.

—Reed, te dije que tenías hasta mediodía... ¿Qué? ¡No! Los términos del acuerdo de adquisición deben ser estrictos. Si esa cláusula se debilita... —El tono de Alex se elevó, volviendo al CEO imperioso—. ¡Estoy diciendo que no! Retira ese apéndice o yo mismo lo destruiré.

Mientras Alex hablaba con una furia controlada, Camila observó la escena. Alex, alto, poderoso, dictando órdenes por un valor de cientos de millones. Era el depredador que dominaba el paisaje. Pero ella acababa de verlo roto. Vio el contraste: el hombre vulnerable y tembloroso en el sillón se había esfumado.

Cuando Alex colgó, se giró hacia ella con la máscara de hielo totalmente restaurada.

—Problema resuelto.

—El problema no está resuelto. Solo lo ha transferido. —Camila recogió el metrónomo—. Pero su control corporativo ahora está a salvo. Por hoy.

Se acercó a él. La proximidad era deliberada. Sus ojos cálidos eran escrutadores.

—Antes de irme, necesito los auriculares.

Alex se los quitó, y al hacerlo, su mano rozó la de ella. El contacto fue breve, accidental, pero la electricidad silenciosa que surgió entre ellos era tan palpable como la vista infinita de Miami. Camila no retiró la mano de inmediato; sus dedos se quedaron sobre los nudillos de Alex, la calidez de su piel contra el frío metálico de su reloj.

—Mañana, Sr. Blackwood, vamos a trabajar en la Creencia Positiva. Hice lo mejor que pude en ese momento. Necesito que se sienta al menos en un tres.

Su voz era baja y resonante, y Alex se dio cuenta de que no estaba escuchando las palabras, sino el tono. Grave, profesional, pero con una subcapa de tensión que le erizó el vellos de la nuca.

Camila se apartó, regresando a la distancia segura.

Alex se quedó en el centro de la habitación, viendo cómo ella se dirigía a la puerta con ese paso seguro y ese rastro cítrico. Cerró la puerta tras ella.

Y entonces, el silencio regresó. Pero ya no era el silencio roto por el accidente; era un silencio pesado, el de la soledad.

Alex caminó lentamente por el penthouse, mirando a su alrededor. El espacio era vasto, lleno de objetos caros, pero vacío de vida.

Fue a la cocina, que era más una sala de exposición de acero inoxidable que un lugar para cocinar. Abrió la nevera, que contenía poco más que agua mineral y un par de botellas de champán sin abrir. Encontró una bolsa de proteínas preparada por su asistente.

Esto es mi vida, pensó. Comida envasada. Un whisky solitario por la noche. Y el recuerdo de Isabella, que no había permitido que nadie tocara.

Camila le había preguntado por la manta. Era un pequeño objeto de confort que ella había introducido en su mausoleo de mármol.

Dio un paso hacia el sillón gris. Estudió la manta azul. Por un instante, dudó, pero luego se acercó y la recogió. Era pesada, suave. Suave.

Alex se sentó en el sofá de cuero, ignorando el sillón. Se cubrió con la manta y se recostó contra los fríos cojines. El calor de la lana era inmediato, casi un shock para su piel acostumbrada a la frialdad.

Cerró los ojos, y el pensamiento no fue sobre la fusión bancaria, ni sobre Julian Reed. Fue sobre la mano de Camila, cálida, firme, sobre la suya.

Ella no es un ancla. Es un detonante, se dio cuenta. Un detonante de una necesidad que no era la sanación, sino algo mucho más primitivo y peligroso.

A dos metros de él, sobre una mesita auxiliar, Camila había dejado un pequeño cuaderno con la palabra "Reflexiones" en la portada.

Alex no solía leer la letra de nadie más. Pero esa noche, con el calor de la manta, tomó el cuaderno. Lo abrió en la primera página y leyó, con una caligrafía pulcra y decidida:

"Nota personal: El paciente A.B. no busca la sanación, busca un ancla de sustitución para el control perdido. El riesgo de transferencia erótica es alto. Mantener la distancia. Su desesperación no debe ser mi debilidad."

Alex sonrió en la oscuridad, una sonrisa fría y depredadora que no le llegaba a los ojos.

Juego aceptado, Dra. Ríos.

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